Tras cerrar la puerta, salió disparado. Catarella, perplejo, vio pasar al comisario corriendo como un velocista de los cien metros, con los codos levantados a la altura del pecho y la zancada alta y decidida. En un visto y no visto Montalbano llegó al bar que había a dos pasos de la comisaría y que en aquellos momentos estaba desierto. Se acodó en la barra y pidió:
– Ponme un whisky triple, sin hielo.
El camarero se lo sirvió sin decir nada. Montalbano se lo bebió de dos tragos, pagó y se fue.
Catarella se encontraba de pie, como una estaca, montando guardia delante de la puerta de su despacho.
– ¿Qué haces aquí?
– Dottori, estoy vigilando al sujeto -contestó Catarella, señalando con la cabeza hacia el despacho-. Por si al sujeto le entraran ganas de volver a escaparse.
– Muy bien, ya puedes retirarte.
El periodista no se había movido de su sitio. Montalbano se sentó detrás del escritorio. Ya se encontraba mejor. Ahora tendría la fuerza necesaria para escuchar nuevos horrores.
– Entonces estos niños no embarcan solos…
– Comisario, ya le he dicho que detrás de ellos hay una poderosa organización criminal. Algunos llegan por su cuenta, pero son una minoría. La mayoría vienen acompañados.
– ¿Por quién?
– Por personas que se hacen pasar por sus padres.
– ¿Cómplices?
– Bueno, yo no los llamaría así. Verá, el precio del embarque es muy elevado, y los inmigrantes deben hacer enormes sacrificios para conseguir un pasaje. Sin embargo, el coste puede reducirse a la mitad si introducen, junto con sus propios hijos, a un menor que no pertenece a su familia. Pero, aparte de los acompañantes que podríamos llamar «casuales», están los habituales, los que lo hacen con ánimo de lucro. Éstos sí forman parte, a todos los efectos, de la amplia organización criminal. Pero no siempre los pasan mezclados con inmigrantes clandestinos. Hay otros caminos. Le pondré un ejemplo. Un viernes de hace unos meses, atracó en el puerto de Ancona la motonave que transporta mercancías y pasajeros a Durazzo. En ella viajaba una albanesa de algo más de treinta años, Giulietta Petalli. En su permiso de residencia figura la fotografía de un niño, su hijo, que lleva de la mano. Cuando llegó a Pescara, donde vivía, el niño había desaparecido. Resumiendo: la Brigada Móvil de Pescara descubrió que la dulce Giulietta, su marido y un cómplice habían introducido en Italia a cincuenta y seis niños. Y todos se habían desvanecido. ¿Qué le ocurre, comisario, se encuentra mal?
Un flash. Montalbano sintió una dentellada en el estómago. Por un instante se vio sujetando al niño de la mano y devolviéndolo a la que creía que era su madre… Y vio también aquella mirada, aquellos ojos enormemente abiertos que ya jamás conseguiría olvidar.
– ¿Por qué? -preguntó en tono indiferente.
– Se ha puesto muy pálido.
– Me ocurre de vez en cuando; es una cosa de la circulación, no se preocupe. Dígame una cosa; si este indigno tráfico tiene lugar en el Adriático, ¿por qué ha venido a nosotros?
– Muy fácil. Porque estos nuevos mercaderes de esclavos se han visto obligados a cambiar de ruta. La que han utilizado durante años ya es demasiado conocida y las interceptaciones por parte de la policía son más frecuentes. Por tanto, han ampliado las rutas que ya existían en el Mediterráneo. Y eso ocurrió cuando el tunecino Baddar Gafsa se convirtió en el jefe indiscutible de la organización.
– Disculpe, no he entendido. ¿Qué ha dicho?
– Baddar Gafsa, un personaje de novela, créame. Entre otros nombres, se le conoce con el apodo de «Cara Cortada», imagínese. Con un poco de generosidad se lo podría definir como un verdadero corazón de las tinieblas. Es un gigantón al que le gusta exhibir sortijas, collares y pulseras, y siempre lleva chaquetas de piel. Tiene treinta y pocos años y dispone de un auténtico ejército de asesinos, encabezado por sus tres lugartenientes, Samir, Jamil y Ouled, y de una flotilla de embarcaciones pesqueras oculta en las ensenadas de cabo Bon, que naturalmente no le sirven para pescar, al mando de Ghamun y Ridha, dos patrones expertos que conocen el canal de Sicilia como la palma de la mano. Se le busca desde hace tiempo, pero nunca ha sido detenido. Dicen que en sus refugios secretos expone los cadáveres de enemigos asesinados por él, tanto para disuadir a los suyos de posibles traiciones como para deleitarse en su poder. Trofeos de caza, no sé si me explico. Es un tipo que viaja mucho, bien para dirimir a su manera las controversias entre sus colaboradores o para castigar de manera ejemplar a los que incumplen las órdenes. Y así van aumentando sus trofeos.
Montalbano tuvo la sensación de que Melato le estaba contando una película demasiado aventurera y fantástica, una de aquellas que antaño se llamaban «americanadas».
– Y usted, ¿cómo sabe todas esas cosas? Está muy bien informado…
– Antes de venir a Vigàta me pasé casi un mes en Túnez, desde Sfax a Susa, y hacia el norte, hasta El Haduaria. Disponía de salvoconductos. Y créame que tengo la suficiente experiencia para distinguir entre una leyenda más o menos patria y la verdad.
– Todavía no me ha aclarado por qué ha venido precisamente aquí, a Vigàta. ¿Averiguó algo en Túnez que lo indujo a trasladarse a esta zona?
La enorme boca de Sozio Melato se cuadruplicó en una sonrisa.
– Veo, señor comisario, que es tan inteligente como me habían dicho. He sabido, no le diré cómo porque sería demasiado complicado, pero le garantizo la absoluta fiabilidad de la fuente, que Baddar Gafsa ha sido visto en Lampedusa, de regreso de Vigàta.
– ¿Cuándo?
– Hace algo más de dos meses.
– ¿Y le dijeron qué había venido a hacer aquí?
– Me lo insinuaron. Ante todo, conviene que sepa que Gafsa tiene aquí una importante base de clasificación.
– ¿En Vigàta?
– O en sus alrededores.
– ¿Qué significa «base de clasificación»?
– Gafsa reúne allí a los clandestinos de más valor…
– ¿Qué quiere decir?
– Menores, precisamente, terroristas, confidentes… Los retiene allí antes de enviarlos a sus destinos definitivos.
– Comprendo.
– Antes de que Gafsa se convirtiera en el jefe de la organización, esta base estaba controlada por un italiano. El tunecino le permitió seguir dirigiéndola durante un tiempo, pero después el italiano empezó a actuar por su cuenta y Gafsa lo mató.
– ¿Usted sabe por quién lo sustituyó?
– Al parecer, por nadie.
– Entonces, ¿la base está en proceso de desmantelamiento?
– De ninguna manera. Digamos que no hay ningún jefe residente sino unos responsables del sector, los cuales son advertidos a su debido tiempo de los desembarcos. Cuando se trata de una operación importante, interviene personalmente Jamil Zarzis, uno de los tres lugartenientes. Va y viene constantemente entre Sicilia y la laguna de Korba, en Túnez, donde está el cuartel general de Gafsa.
– Usted ha mencionado una gran cantidad de nombres de tunecinos, pero no ha dicho el nombre del italiano que asesinó Gafsa.
– Lo ignoro, no conseguí averiguarlo. Sé, sin embargo, cómo lo llamaban los hombres de Gafsa. Es un apodo carente del menor significado.
– ¿Cuál?
– El Muerto. Lo llamaban así. ¿No le parece absurdo?
¡¿Absurdo?! Montalbano se levantó de un salto, echó la cabeza hacia atrás y emitió un relincho. Un relincho fuerte, en todo similar al de un caballo cuando se le cruzan los cables. Sólo que al comisario no se le habían cruzado los cables sino todo lo contrario. Ahora todo le resultaba muy claro, las paralelas habían acabado convergiendo. Entre tanto, el ramo de lirios se deslizaba muerto de miedo hacia la puerta. Montalbano corrió tras él y lo placó.
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