Elmore Leonard - Pronto

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Un buen día, los apostadores empezarían a preguntarse ¿Qué se habrá hecho de Harry Arno?, y se darían cuenta de que no sabían nada de él.
"Desaparecería, empezaría una nueva vida. Basta de presión. Basta de trabajar para gente a la que no respetaba. Una copita de vez en cuando. Tal vez incluso un cigarrillo al atardecer, contemplando la puesta de sol en la bahía. Joyce estaría con él. Bueno, a lo mejor. Como si no hubiera bastantes mujeres en el lugar al que se dirijía. Tal vez sería mejor que partiera él primero y se instalara. Luego, si le apetecía, ya la llamaría. Estaba esperando. Tenía dos pasaportes con nombres distintos por si acaso. Todo estaba claro; ningún problema.
Hasta aquella tarde en que Buck Torres le dijo que estaba metido en un buen follón".

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Él hizo una mueca.

– Mierda.

Robert Gee le dijo a Raylan:

– Ese sombrero eres tú -refiriéndose a que Raylan sabía cómo llevarlo, con la inclinación justa sobre un ojo.

Raylan le comentó a Robert Gee que anoche había estado a punto de volarle la cabeza.

– Noté la ráfaga de aire -afirmó.

Estaban en la cocina a las seis y media de la mañana, limpiando las armas: las dos pistolas que Raylan le había quitado a Nicky y al tipo italiano, sus propios revólveres, la automática Browning de Robert Gee, la escopeta de repetición Remington, y la Beretta que le había conseguido a Harry y que, según Robert Gee, éste siempre se dejaba olvidada en el asiento. Mientras trataban de conocerse mejor, hablaron del servicio militar. Raylan se enteró de que podías usar un seudónimo en la Legión Extranjera francesa, pero que enviaban las huellas digitales a la Interpol, y si estabas fichado por algún delito, te echaban. Esta comprobación se hacía en Aubagne, cerca de Marsella, antes de enviarte a Córcega para dieciséis semanas de entrenamiento básico. «Te hacen sudar la gota gorda corriendo por todo el campo.» Raylan le preguntó si era tan duro como los campos de entrenamiento de la infantería de marina, como sucedía en La chaqueta metálica y como él sabía por experiencia propia. Robert Gee dijo que era parecido sólo que peor porque te decían todas aquellas gilipolleces en francés. Los oficiales y la mayoría de los tipos eran franceses, el resto alemanes orientales, portugueses, españoles, yugoslavos, casi ningún compatriota. Dijo que ya no llevaban aquellos sombreros provistos de un pañuelo para que no te diera el sol en la nuca, ni tampoco disparaban contra los árabes. «¿Has visto Beau Geste ? Ahora te preguntas por qué disparaban contra los árabes desde ese fuerte perdido en medio del desierto, por cuyos alrededores no vivía ni un alma.» Añadió que si utilizabas tu nombre verdadero y podías demostrarlo, te permitían adquirir la nacionalidad francesa cuando te licenciaban. Robert Gee les dijo que no, gracias. Había estado en el ejército norteamericano y había servido en Vietnam mientras Raylan servía en la marina en la isla de Parris como instructor de tiro. Robert Gee sirvió cinco años en la Legión Extranjera en Córcega y Jibuti mientras Raylan estaba en la academia en el sur de Georgia. Robert Gee, decidió Raylan, conocía el oficio de soldado. Pero, ¿sabía disparar?

– Mejor que la mayoría -contestó Robert Gee.

– Entonces, ¿por qué no me mataste anoche?

Hablaron de la casa, de cómo defenderla, recorrieron las habitaciones de la planta baja, estudiaron la vista desde las ventanas, los ángulos de tiro, y estuvieron de acuerdo en que era inútil. Cuatro infantes de marina o legionarios con armas automáticas quizá resistirían unos días, siempre que no pegaran ojo. Sin embargo, ellos cuatro, uno a cada lado de la casa, sin poder comunicarse, nunca lo conseguirían. Si uno de ellos caía, estaban perdidos.

El Zip traería a un montón de gente, sitiaría la casa. Amagaría un ataque por detrás y metería un coche por la puerta de delante. Había cien maneras de entrar.

– ¿Tú qué opinas? -preguntó Robert Gee.

– No tenemos elección, debemos escapar. ¿Qué hay al otro lado de Montallegro?

– Nada, caminos de cabras. Si regresaras por donde has venido, y consiguieras llegar hasta la policía, ¿qué les dirías? ¿Que estos tipos nos molestan? ¿Estos italianos con treinta millones de liras para derrochar? La policía no se moverá hasta que se cometa un asesinato. Tú lo sabes.

– Quizá la jefatura de policía de Miami Beach les haya avisado -dijo Raylan.

O quizá no.

Así que había que pensar en algo. Buscar la manera de escapar.

Mientras tanto, debían intentar que el lugar pareciera vacío. Mantener las persianas cerradas. Nada de humo saliendo por las chimeneas. Procurar que Harry no saliera.

Si no escapaban, antes de que se dieran cuenta tendrían aquí a los hombres del Zip. Llamarían a la puerta o mirarían por ahí buscando los coches, uno gris y el otro azul. No tardarían más que un par de días; por aquí arriba no abundaban las villas que un apostador rico tuviera interés en alquilar. Raylan había encontrado la casa preguntando. El Zip podía hacer lo mismo, preguntar en las agencias inmobiliarias de la ciudad, encontrar la que había atendido a Harry. No era difícil.

– Lo primero que hemos de hacer -dijo Raylan-, es conseguir otro coche. Cambiar el Fiat por otro más grande y más veloz.

– Hacernos con un Mercedes como el que tienen ellos -opinó Robert Gee-, por si quieren hacer una carrera. ¿Por qué no voy a poder hacerlo? No me conocen.

– ¿Estás seguro?

– Voy a pie a Montallegro y bajo en el funicular. Ningún problema. Alquilo el coche en Avis y regreso aquí.

– Te han visto antes -afirmó Raylan.

– ¿Cuándo? La única vez quizá fue cuando recogí a Joyce en el café. Tú estabas allí. No tuvieron ocasión de fijarse en mí hasta que ella subió al coche, y cuando quisieron mirar ya nos habíamos ido.

– Fuiste a recibir a Joyce en Milán.

– Así es, pero no vi a nadie que la siguiera. Lo comprobé para estar seguro.

– Entonces, ¿cómo es que vinieron aquí?

Esto le cortó.

– Quizá te siguieron. O la vieron subir al coche en Milán…

– Quizá. Pero eso no significa que me vieran bien -replicó Robert Gee-. Mira, voy a la ciudad, me visto de moro, vendo unos cuantos paraguas y algunas baratijas: ¿necesitas un reloj? Lo puedo hacer hoy. Consigo un Mercedes, un Lancia, un Alfa Romeo, regreso aquí por la noche y te acompaño a Milán, a Roma o a donde quieras ir. No veo la hora de dejar este empleo de guardaespaldas. Lo único que hace ese tipo es tocarme los cojones, no deja de acusarme de que le venderé. Joyce dice que es porque ha vuelto a beber, es el efecto de la bebida. Sí, bueno, no tengo por qué aguantar los insultos. Ni siquiera sé qué hago aquí. Arriesgo el culo, ¿ya cambio de qué?

– ¿No hiciste un trato con él?

– Sólo digo que el tipo me irrita.

– Si después resulta que el Zip sabe quién eres y te pone la pistola en la cabeza -preguntó Raylan-, ¿le dirías dónde está Harry?

Robert Gee frunció el entrecejo.

– Tío, ¿qué clase de pregunta es ésa?

Harry deseó que Joyce saliera de la cocina unos momentos, que fuera al lavabo o a cualquier parte para poder echarse un chorro de coñac en el café. Pero nada, ella insistía en hacer de ama de casa, tostando pan en aquel horno de aspecto medieval y sirviéndolo en la mesa que debía de ser tan vieja como la casa, una mesa de roble, larga, llena de manchas y marcas de cuchillos. Cuando Joyce dejó el plato con las tostadas delante de Raylan, el tipo sonrió como si le gustase el pan carbonizado. Por primera vez se había quitado el sombrero en presencia de Harry, que se sorprendió al ver que el tipo tenía pelo, castaño oscuro y bastante corto, con flequillo. Tomaban café con leche hervida. Harry era el único que pasaba de las tostadas y mojaba el pan en un plato con aceite de oliva. Mmmmm. Estaba de buen humor, a pesar de no haber podido follar esta mañana, pero pronto lo haría.

– El café no está mal, ¿verdad?

Ambos asintieron.

– ¿Dónde está él ahora?

Los dos volvieron a mirarle.

– Robert Gee. Mi cocinero.

– Está vigilando la carretera -contestó Raylan-. Tenemos que turnarnos hasta que nos vayamos.

Algo que todavía no habían discutido: marcharse. Harry todavía no había decidido cómo reaccionar ante esa idea.

– ¿Estáis seguros de que no se ha largado?

Ninguno de los dos dijo nada. Robert les caía bien y confiaban en él.

– ¿Y si les dice dónde estoy para salvar el pellejo? -añadió Harry-. ¿O si le ofrecen más dinero?

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