Elmore Leonard - Pronto

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Un buen día, los apostadores empezarían a preguntarse ¿Qué se habrá hecho de Harry Arno?, y se darían cuenta de que no sabían nada de él.
"Desaparecería, empezaría una nueva vida. Basta de presión. Basta de trabajar para gente a la que no respetaba. Una copita de vez en cuando. Tal vez incluso un cigarrillo al atardecer, contemplando la puesta de sol en la bahía. Joyce estaría con él. Bueno, a lo mejor. Como si no hubiera bastantes mujeres en el lugar al que se dirijía. Tal vez sería mejor que partiera él primero y se instalara. Luego, si le apetecía, ya la llamaría. Estaba esperando. Tenía dos pasaportes con nombres distintos por si acaso. Todo estaba claro; ningún problema.
Hasta aquella tarde en que Buck Torres le dijo que estaba metido en un buen follón".

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– ¿Qué he hecho?

– Cabrearle de esa manera.

Raylan intervino en la discusión.

– No es manera de tratar a un hombre que le va a ayudar.

– Si Robert se larga, no le culpo -afirmó Joyce.

A Harry no pareció importarle lo que decían. Se acercó a la ventana sur de la sala, desde donde había una buena vista, se arrimó a los cristales y miró al oeste, a la campiña verde que iba descendiendo a partir de la villa. Sin mirarles preguntó:

– ¿Les hablé de Ezra Pound y su esposa, que vivían con la amante de él, Olga Rudge? En Sant’ Ambrogio, por aquel lado. Los alemanes les echaron de su apartamento y no tenían a dónde ir, ni dinero. Él sólo tenía las trescientas cincuenta liras que le dieron por sus charlas radiofónicas… las que le metieron en líos. Afirmó que en éstas criticaba a Roosevelt y a Truman, pero que no eran profascistas. Sin embargo pensaba que Mussolini era un buen tipo. Cuando a Mussolini y a su amiga, Clara Petacci, los colgaron de los pies en Milán, Ezra Pound dijo en un poema que era «la enorme tragedia del sueño que se derrumbaba en los hombros cansados de los campesinos». Pero, ¿se imaginan a un hombre viviendo con su mujer y su amante? Los tres juntos durante casi un año, hasta que nuestro ejército pasó por aquí camino de Génova. Ezra Pound fue a Rapallo en busca de un oficial, para entregarse u ofrecer sus servicios, no lo tengo muy claro. No encontró a nadie que supiese quién era él, o a quien le importara. Un soldado negro intentó venderle una bicicleta. -Harry se apartó de la ventana. Raylan y Joyce le miraron-. Al día siguiente, los partisanos le cogieron y le entregaron al ejército. Cuando yo le vi, le habían arrestado por traición, por dar consuelo al enemigo, y le tenían encerrado en una celda.

– Y por eso estamos aquí -dijo Joyce-. ¿Te lo puedes creer?

19

Unos días antes de que Ezra Pound intentara entregarse, ofrecer sus servicios o lo que fuera, Harry pasó por Rapallo con una patrulla de reconocimiento del regimiento 473 de infantería. Era el 26 de abril de 1945.

Dijo que habían hecho prisioneros a unos cuantos alemanes en Santa Margherita y que habían seguido para Génova, donde unos cuatro mil alemanes se rindieron al día siguiente. Harry explicó que le habían entrenado como tanquista en Camp Bowie, Tejas, y que le habían enviado a Italia para unirse como reemplazo en el segundo grupo acorazado. Inmediatamente después de su llegada, el grupo fue disuelto y agregado al regimiento 473. Harry fue asignado a la patrulla de inteligencia y reconocimiento como chófer del teniente. Tenía veinte años.

– La guerra estaba a punto de acabar -dijo Harry-, así que durante el par de meses siguientes nos pusieron a buscar desertores. Había unos cuantos famosos, como la banda de Lane, un grupo que robaba todo tipo de suministros militares y los vendía en el mercado negro. Ropas, camiones, jeeps, todo. Otros eran soldados que habían cometido crímenes muy graves y se les consideraba fugitivos. A los desertores que pillábamos los llevábamos al centro de entrenamiento disciplinario, un campo militar que estaba cerca de Pisa, entre Pisa y Viareggio. Estábamos en Rapallo buscando desertores embarcados en el mercado negro, cuando cogimos al tipo del 92, el que maté, pero no descubrimos hasta después que le buscaban por asesinato. Había violado y degollado a una mujer. A falta de celda, le encerramos en una despensa del hotel que servía de cuartel, en la plaza Garibaldi. En aquella ocasión, dio la casualidad de que yo estaba allí, en el vestíbulo, y el sargento me mandó relevar al soldado que vigilaba la despensa, para que se fuera a comer. Bajaba yo por el vestíbulo cuando vi venir al tipo, al desertor, con el fusil que le había quitado al soldado al que yo iba a relevar. Venía deprisa, para machacarme con el arma en lugar de disparar, a fin de que nadie se enterara de que se escapaba. Siguió avanzando mientras yo echaba mano a la pistola y la desenfundaba; había una bala en la recámara. Lo sabía porque siempre la llevaba así. Aquel tipo en el aparcamiento el mes pasado… No, fue en octubre, ¿verdad? Se detuvo cuando saqué el arma. El desertor, no. Continuó acercándose y levantó el fusil para golpearme, pero entonces le disparé y eso le detuvo. Disparé otra vez y cayó al suelo. El desertor había matado al guardia, así que nunca descubrimos cómo consiguió quitarle el fusil.

»Un par de semanas después, el veinticinco de mayo, llevamos a un desertor al centro de entrenamiento disciplinario y ése fue el día que vi a Ezra Pound por primera vez, con aspecto roñoso, como un pordiosero, encerrado en una celda de máxima seguridad, donde tenían a los presos violentos y a los condenados a muerte. Habían reforzado la celda de Ezra Pound con tejido de alambre. Él la llamaba la jaula del gorila y tenía todo el aspecto de serlo. Estaba sobre una tarima de cemento de unos tres metros por dos, tenía el techo inclinado, y se abría por los cuatro costados, expuesta a la lluvia y al viento. Los demás presos tenían tiendas individuales en el interior de las jaulas. En cambio, Ezra sólo dispuso de un par de mantas durante las primeras semanas. Le alumbraban con un reflector durante la noche y nadie podía hablar con él.

»Veréis -añadió Harry-, casi ninguno de los que estaban allí sabían que era un poeta de fama mundial. A los oficiales del campamento les dijeron que era un traidor y que debían vigilarle día y noche para que no intentara escapar o suicidarse. También decían que los fascistas intentarían rescatarle. Por fin, después de un tiempo, fueron menos severos y le trasladaron a la enfermería. Le permitieron usar una mesa para que continuara escribiendo sus poesías.

– Los Cantos -apuntó Joyce-. Se pasó cuarenta años escribiendo un poema que casi nadie en el mundo entiende.

– «Ningún hombre que haya pasado un mes en las celdas de la muerte -recitó Harry-, cree en las jaulas para las bestias.» ¿No lo entiendes?

– De vez en cuando tiene sentido -dijo Joyce.

– Era un genio -afirmó Harry.

– Era un racista y un fanático antisemita. Pensaba que Hitler tenía razón acerca de los judíos; dijo que ellos comenzaron la guerra. Llamaba a Roosevelt presidente Rosenfeld.

– Después dijo que había sido un gran error. -Harry se encogió de hombros-. Sus puntos de vista, hablar así.

– También dijo que los Cantos eran un coñazo, una idiotez de principio a fin -comentó Joyce-. Leí los libros que me dejaste, Harry. No lo olvides.

– Por aquel entonces ya era un viejo -se defendió Harry, aunque sin mucha convicción.

Raylan se preguntó cuántas veces habían mantenido esta discusión, Harry defendiendo a su héroe y Joyce poniéndolo por los suelos. Raylan aprovechó el silencio para intervenir.

– ¿Habló con él en el campamento? -preguntó.

– Una vez -contestó Harry-. Le pregunté cómo estaba. Él dijo que miraba a una avispa que construía una casa con cuatro habitaciones. Le vi de nuevo al cabo de un mes, después de que le trasladaran a la enfermería. Escribía a máquina. Oí decir que escribía cartas para los presos analfabetos. Ellos le querían, le llamaban tío Ez. En cualquier caso, escribía algo, le pregunté cómo estaba. Un chico de veintiún años hablando con Ezra Pound. Me miró y, sin dejar de escribir, dijo: «La hormiga es un centauro en su mundo de dragón. Despójate de tu vanidad…» Yo exclamé: «¿Qué?» Pero él miraba lo que había escrito. «La hormiga es un centauro…» Recordé la frase y la encontré al cabo de tres años en uno de sus libros, The Pisan Cantos , en el número ochenta y uno.

– ¿Para ti tiene sentido? -preguntó Joyce.

Dispuesta a pincharle de nuevo.

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