Elmore Leonard - Pronto

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Un buen día, los apostadores empezarían a preguntarse ¿Qué se habrá hecho de Harry Arno?, y se darían cuenta de que no sabían nada de él.
"Desaparecería, empezaría una nueva vida. Basta de presión. Basta de trabajar para gente a la que no respetaba. Una copita de vez en cuando. Tal vez incluso un cigarrillo al atardecer, contemplando la puesta de sol en la bahía. Joyce estaría con él. Bueno, a lo mejor. Como si no hubiera bastantes mujeres en el lugar al que se dirijía. Tal vez sería mejor que partiera él primero y se instalara. Luego, si le apetecía, ya la llamaría. Estaba esperando. Tenía dos pasaportes con nombres distintos por si acaso. Todo estaba claro; ningún problema.
Hasta aquella tarde en que Buck Torres le dijo que estaba metido en un buen follón".

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«No hace falta que tenga sentido -pensó Raylan-. No para Harry.»

– El tipo era un genio -proclamó Harry.

– Aceptas la opinión de otra gente.

– Claro, ¿por qué no?

– Un genio, y un chiflado.

– Eso también -reconoció Harry-. Pero eso le salvó, ¿no? Sus amigos dijeron que sólo un loco podía comportarse de una forma tan estúpida.

– ¿Sabe lo que le pasó? -le preguntó Joyce a Raylan.

Raylan negó con la cabeza. Conocía el nombre, Ezra Pound, y poco más. Después del viaje a Atlanta intentó leer algunas poesías suyas y renunció, convencido de que no era capaz de entenderlo. Se alegró al escuchar que los demás tampoco entendían nada.

– Le declararon loco -explicó Joyce-. En lugar de encerrarlo por traición, le enviaron al hospital de Santa Isabel en Washington, D.C.

– Doce años en el manicomio -dijo Harry-. Vaya manera de tratar al mimado de la intelectualidad norteamericana expatriada. Creo que fue Time la que le llamó así. -Se dirigió a Raylan-. ¿Sabe?, el sombrero que usted lleva… Hay una foto de Ezra llevando uno idéntico en uno de mis libros. Se la mostraré, tomada en Roma en 1960. -Miró a Joyce-. Está en la biblioteca, junto al sillón, el único bueno de la casa. Encontrarás dos biografías y un libro de poesías, Cantos selectos.

¿Dinklage, dónde estás,

con, o sin, tu von ?

Dijiste que los dientes de las tropas negras

te recordaban la cacería del jabalí.

Pienso que fue tu primera cacería, pero

los prisioneros negros son tan buenos con los niños,

también aquél cómo-se-llame que pasó la noche en el aire

colgado en las sogas de amarre.

Roca solitaria para una gaviota que,

en cualquier caso, puede descansar en el agua.

¿Acaso los hindúes

no desean la vacuidad?

Joyce cerró el libro marcando la página con el dedo.

– ¿Quieres que continúe?

– ¿Quieres decir -replicó Harry, impasible-, que no lo entiendes? Una lectura excelente, Joyce, se impone un poco de vino y queso como acompañamiento.

– Casi le encuentras un sentido y después te pierdes -comentó Joyce-. Primero tuve que buscar un pasaje en inglés -le explicó a Raylan-. Hay partes en italiano, en griego, y cada tanto mete ideogramas chinos.

– Tenía un diccionario chino -dijo Harry- y un libro de Confucio cuando le metieron en la jaula. Muéstrale a Raylan las fotos en las biografías. La jaula del gorila, las fotos de su esposa Dorothy y de Olga Rudge. En el libro más grande está la foto de Ezra Pound con el sombrero igual al de Raylan, tomada en Roma en 1960. Lo recuerdo porque después de que le dejaran salir de Santa Isabel no veía la hora de regresar aquí, con Dorothy y su otra amiga cuarenta años más joven que él, Marcella, de la que creía estar enamorado y con la que quería casarse en cuanto se divorciara de Dorothy. Lo que pasó fue que Dorothy hizo causa común con Olga, que aún estaba en Italia, y entre las dos se deshicieron de Marcella. Poco después el poeta sufrió una depresión respecto a su obra: dejó de comer y casi no hablaba. Dorothy renunció a cuidarle, y él se vino a vivir aquí con Olga, donde le volví a ver en el 67.

»Tres días seguidos les vi en el mismo café -añadió Harry-, Ezra Pound y su amante, comiendo con un grupo. Siempre estaba con gente, amigos, o escritores que le hacían entrevistas. Los poetas le rodeaban. Cada comida era una fiesta, todo el mundo charlaba y se reía. Una vez, cuando yo estaba en una mesa vecina, le sirvieron pescado y no dejó de quejarse de las espinas ni un momento. Aquel mismo día, le seguí hasta el lavabo, me adelanté y le abrí la puerta. En el instante que pasó a mi lado le dije: «La hormiga es un centauro en su mundo de dragón.» Me miró y entró en el retrete sin decir palabra. No me quejo. A toda hora había gente incordiándole. Iban a su casa y tocaban el timbre, turistas, y Olga Rudge les decía: «Si recita una estrofa de sus poesías puede entrar.» Los echaba a manguerazos si no se marchaban. -Miró a Joyce-. ¿No es hora de comer?

– Tenemos queso y salchichón. Un poco de pasta fría que dejó Robert.

Harry buscó en las páginas de una de las biografías.

– Mire -le dijo a Raylan-, éste es el aspecto que tenía la última vez que le vi. Tenía ochenta y dos años. Mire el sombrero. ¿Alguna vez vio un ala así? La chaqueta y el bastón; la chaqueta era como una capa. El tipo tuvo estilo hasta el final; ochenta y siete años cuando murió en Venecia la noche de su cumpleaños. Olga estaba con él. Aquí hay una foto de ella. Una mujer guapa, ¿verdad? Estuvieron juntos cincuenta años. Aquí, ésta es la importante. En su velatorio, Olga tocándole por última vez. Nacido en Hailey, Idaho, muerto en Venecia. ¿Comemos o no? -le preguntó a Joyce. Le alcanzó el libro a Raylan y le miró mientras éste contemplaba las fotos de las jaulas de gorilas y el campamento militar-. Fui allí en unos de mis viajes. ¿Sabe lo que hay allí ahora? Un invernadero de rosas. En otra ocasión, ¿sabe a quién vi en Rapallo? A Groucho Marx.

Dejaron a Raylan con los libros y se fueron a la cocina a preparar la comida.

Fue inmediatamente después, solo junto a la ventana, cuando vio pasar el Mercedes oscuro. Negro o azul oscuro, no estaba muy seguro. El coche redujo la velocidad al mínimo, Raylan lo vigiló hasta perderlo de vista. Esperó un rato antes de volver a mirar las jaulas de gorilas.

Joyce apareció con los bocadillos. Harry se había bebido dos vasos de vino además del Galliano y ahora echaba una cabezada.

– Creí que para recitar -comentó Joyce-, escogería algo del estilo de… iba a decir Edgar Guest, pero he recordado esa frase de Dorothy Parker: «Prefiero fallar el test de Wasserman que leer un poema de…» ¿Entiende lo que digo?

– Más o menos -contestó Raylan, con la boca llena de queso y salchichón.

– Harry escoge a un tipo que escribió la poesía más abstrusa que yo conozca, sin el más mínimo sentido, aunque Harry no quiere reconocerlo.

– No creo que entenderlo o no tenga importancia para él.

– Lo sé, pero hace ver que sí. Incluso ahora quiere hacernos creer que reconoció a Ezra Pound cuando lo vio encerrado en la jaula, y que él fue el único en el campamento que sabía de quién se trataba. Quizás Harry conocía su nombre, pero fue después de la guerra cuando quiso enterarse de quién era Ezra Pound y entonces descubrió, Dios mío, que el tipo era famoso. Comenzó a leer sus obras. ¿Se lo imagina?, el apostador de Miami Beach sintiendo una especie de afinidad con un poeta de fama mundial que quizás estaba un poco loco. Harry vino a Rapallo repetidas veces, y finalmente, treinta años después de ver a Ezra Pound en una jaula, volvió a coincidir con él aquí. Pound ya era un viejo, pero aún conservaba aquel toque inconfundible, el sombrero negro y el bastón, el de un hombre que se ha pasado la vida comiendo con su amante en las terrazas de los cafés. Entonces Harry sintió el deseo de hacer lo mismo, de ver cómo era, y aquí está.

– Y aparecen los malos y se lo estropean todo -señaló Raylan.

– Incluso si no hubiesen aparecido -replicó Joyce-, Harry habría cambiado de idea sobre las terrazas. Una cosa es tomar Galliano con el café un día soleado y mirar pasar las chicas. Pero también hay días fríos y húmedos y las chicas se ponen los abrigos, las que todavía quedan por aquí. Para colmo tiene problemas para comunicarse y no puede beber, ni siquiera café. Lo que Harry descubre es que ya no tiene edad para las terrazas. No creo que pudiera aguantar más de unas pocas semanas, incluso con el sol. Harry puede ser un romántico de corazón, pero también es un tipo práctico, poco dispuesto a cambiar. Me llamó para pedirme que viniera. Me dijo lo mucho que me echaba de menos, que no podía esperar. Y después añadió: «Ah, y no te olvides de traerme un par de frascos de loción para después del afeitado. Caswell-Massey Número Seis.»

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