– Me lo dijeron por el teléfono del coche: encontramos al africano. Buscaba un Mercedes, ¿no? Como el que está en el patio. Dijeron que se lo habían llevado a alguna parte.
Lo dijo despreocupado, con una indiferencia que alarmó a Joyce.
– ¿Qué quiere decir con eso de que se lo han llevado a alguna parte?
– A un lugar tranquilo, donde nadie les moleste.
– ¿Para qué, maldita sea? -preguntó Joyce.
– ¿Cómo para qué? Si usted quisiera conseguir de él alguna información, ¿cómo lo haría?
– Caray. ¿Ha oído eso? -le preguntó Joyce a Raylan, pero éste se negó a decir palabra; miraba al tipo sin ni siquiera apuntarle con la pistola. Joyce sí le tenía encañonado, apuntando con la Beretta al centro de la camisa rayada.
– Si lo tienen -señaló Harry-, les dirá dónde vivo. Tenemos que irnos.
El tipo de la camisa a rayas sacudió la cabeza, confiado.
– Créanme, es demasiado tarde.
– Es hora de salir pitando -insistió Harry.
– Lo que debemos hacer -afirmó Joyce-, es ayudar a Robert.
Vio que Raylan la miraba para después volverse hacia Harry y quitarle la escopeta.
– Preparen lo que se quieran llevar -dijo Raylan mirando a Joyce-. ¿Puede hacer las maletas en cinco minutos?
– Están hechas, pero no me iré sin Robert.
– Voy a hablar del tema con estos tipos -le informó Raylan-. A ver si quieren ayudarnos. -Se dirigió hacia el de la camisa a rayas-. ¿Estás de acuerdo?
– No sé de qué me habla -respondió el hombre encogiéndose de hombros con indiferencia.
– ¿Cómo te llaman? -le preguntó Raylan.
Esta vez el hombre vaciló.
– Me llamo Benno.
– Y él es Marco, si no te entendí mal. Soy el agente Raylan Givens. ¿Sabes a quién me recordáis? A los pistoleros de las empresas. Tipos que los dueños de las compañías de carbón contrataban durante las huelgas para causar problemas. Benno, ¿eh? Conocí a un matón en el condado de Harlan, Kentucky, que era igualito a ti, se llamaba Basil. Siempre con un reguero de jugo de tabaco en la comisura de la boca. -Raylan se tocó el labio-. Aquí. Bueno, chicos, os pediré que salgáis conmigo. -Miró a Harry-. Necesito la llave del garaje. La de la puerta del medio.
Harry la encontró en una cajita de la cómoda y se la entregó sin hacer preguntas; Joyce miraba, curiosa, mientras Raylan le hacía una seña a los dos hombres para que se movieran. Benno caminó hacia la puerta como quien da un paseo, con las manos en los bolsillos. Marco no se movió hasta que Raylan le empujó con la escopeta.
– ¿Va al garaje? -preguntó Joyce.
– A un lugar tranquilo donde nadie nos moleste.
Joyce vio que Benno volvía la cabeza para mirar a Raylan, esta vez con recelo. En cuanto salieron de la habitación, Joyce se acercó a la ventana y le dijo a Harry, ocupado en sacar sus prendas del armario:
– Pensaba que le conocía, pero veo que estaba en un error.
Joyce oyó que Harry decía:
– Ni siquiera sé adónde vamos. Tampoco me importa. Pienso que tienes razón, tendría que haber ido a Las Vegas, a algún lugar así, Tahoe, o quedarme en casa. ¿Oyes lo que te digo? No me digas que nunca admito mis errores. -Hablaba deprisa y con animación-. Ni siquiera pensé que aquí hacía frío -comentó, y después añadió-: Vamos, tenemos que prepararnos.
Joyce no se apartó de la ventana.
Por fin, vio a Raylan en el patio empujando a los dos matones más allá del Mercedes, llevándoles hacia el garaje. Joyce nunca había escuchado aquella expresión, «matones de la compañía», pero sabía lo que eran, esquiroles en Kentucky, gángsters aquí o en el sur de Florida. Raylan había esperado a tener algo que decirles antes de hablarles.
Ahora le entregaba algo a Benno. ¿La llave? Sí, era la llave. Vio a Benno abrir el candado del portón central y empujar la puerta con esfuerzo. Raylan le indicó que se apartara y le hizo una seña a Marco para que entrara y se colocara en medio del garaje, en el espacio que había entre el Lancia de Harry y el Fiat alquilado de Raylan. Luego Raylan se dirigió a Benno, que se mantenía un poco encorvado, con una mano sobre la cadera, y al contestar gesticuló con la otra mano. Raylan apuntó con la escopeta hacia el interior del garaje. Quizás apuntaba a Marco, aunque ella no alcanzaba a verle. Benno volvió a gesticular. Raylan amartilló la escopeta.
– Harry, ven aquí, deprisa -dijo Joyce.
– ¿Qué esperas que diga? -dijo Benno, moviendo la cabeza-. ¿«Oh, por favor, no, haré lo que quieras», como si creyera que le vas a disparar? O debo decir: vale, adelante. Pero si vas a hacerlo, entonces quiero verlo con mis propios ojos. No voy a creerme que lo has matado si no lo veo. -Benno hizo un gesto-. Venga, dispara.
– No te puedo engañar, ¿verdad? -le dijo Raylan.
– Cualquiera puede ver que no le dispararás a sangre fría. No tienes cojones.
– ¿No?
– ¿Me tomas por imbécil? ¿Crees que me voy a achantar con tus amenazas?
– Tenía que intentarlo.
– Te he dicho que no haré lo que me pides. ¿Qué razón tendría para ello? Aunque, si lo hiciera, no perjudicaría a nadie con ello.
– En lo último te doy la razón.
– Pero no deberías haber intentado obligarme.
– Tienes razón. Ahora que está claro, ¿lo harás?
Benno hizo una pausa, como si lo meditara.
– Vale, pero no porque te tenga miedo.
– Te comprendo.
– O porque vaya a pensar que matarás a Marco.
– No, lo comprendo -dijo Raylan-. Lo haces por lo bueno que eres.
– Así es. Venga, vamos.
Volvieron junto al Mercedes. Benno cogió el teléfono y marcó un número. Esperó, habló atropelladamente en italiano y volvió a esperar. Raylan escuchó una voz que decía en inglés: «¿Sí, qué?», y Benno le pasó el teléfono.
– Es el chuleta.
– ¿Nicky? -preguntó Raylan-. Soy el agente federal Raylan Givens. ¿Cómo estás?
Raylan le pidió a Joyce que sacara los coches del garaje antes de encerrar a Benno en el interior junto con su compañero. Era una precaución por si sabían hacer un puente, arrancar un coche sin la llave. Raylan dijo que de ser así, utilizarían los coches para echar abajo los portones. Después explicó su plan: la única manera a su juicio de poder salir del país sin que les atraparan.
A Joyce no le gustó la idea.
– ¿Qué le impide venir con nosotros?
– Si lo hago, ¿cómo me ocuparé de Robert?
– Me refiero a que podemos esperarle, irnos todos juntos.
– Si esperamos no se irá ninguno de nosotros.
– Salgamos de aquí -dijo Harry.
Bajaron por la colina en el Mercedes, al oscurecer. Raylan iba al volante, Harry y Joyce en el asiento trasero. Los dos se agacharon cuando atravesaron Maurizio di Monti, al pasar frente a aquellos edificios que se alzaban pálidos en la oscuridad, con algunos portales iluminados; rebasaron un coche estacionado donde había alguien con una radio, listo para informar, pero que no esperaba ver un Mercedes. Raylan confió en que el tipo lo tomara por Benno conduciendo deprisa.
Harry fue el único que habló rompiendo el silencio que reinaba en el coche. Dijo que creía que Robert les había dicho dónde vivía.
– Si lo hubiera hecho -dijo Raylan al espejo retrovisor-, habrían llegado a la casa antes de que nos fuéramos y ya estaríamos muertos.
¿Es que no lo entendía?
– ¿Con quién habló usted? -le preguntó Harry.
– Con el joven, Nicky.
– ¿Intentaron hacer hablar a Robert?
– No lo dijo.
– ¿Por qué no se lo preguntó?
Raylan, ocupado en enfilar una curva cerrada, no respondió.
– ¿Por qué no se lo iba a decir si se lo preguntaban?
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