Los tipos estaban en el patio, habían salido del Mercedes, y caminaban hacia el garaje, el edificio con tres portones de madera, todos cerrados con candados. Los vio tirar de los candados y después mirar hacia aquí, hacia la casa.
Joyce entró en la habitación.
– ¿Esto contiene quince balas? -preguntó, como si fuera una simple pregunta. Él miró por encima del hombro a Joyce que sostenía la Beretta que le había dado, la de Nicky o la de Fabrizio, estudiándola con atención; un objeto extraño para alguien que nunca había disparado un arma.
– Con la de la recámara, dieciséis -contestó Raylan-. Cuando se vacía se desliza el cerrojo y ya está, no hay más. Pero dudo que llegue a disparar. No lo haga, ¿vale? A menos que no tenga otro remedio.
– ¿Cómo lo sabré?
– Si ve que si no dispara la matarán, entonces, apriete suavemente el gatillo. No tire de él.
– Primero inspiro y después suelto un poco de aire.
– Sí, vale, aunque yo en su lugar no intentaría recordar todo lo que le he dicho. Sólo preocúpese de quitar el seguro y sostener el arma con las dos manos.
Raylan se volvió otra vez hacia la ventana.
– Al parecer buscan una piedra, algo con que romper los candados y echar una mirada al garaje. El que la busca es el mismo tipo que conducía el Mercedes el otro día. Llevaba una camisa blanca. Hoy lleva una a rayas. Sin americana. El otro lleva una chaqueta que le va pequeña. -Raylan no mencionó la escopeta de cañones recortados que llevaba el tipo-. Tendrá que despertar a Harry.
– ¿Harry? -dijo Joyce con voz tranquila-. Ha venido alguien.
Como si se tratara de unos amigos que venían de visita. Raylan echó un vistazo por encima del hombro. Vio a Harry incorporarse en la cama, los ojos muy abiertos: llevaba un suéter marrón y calcetines blancos, Joyce se inclinaba para ayudarle, con su bonito trasero vuelto hacia Raylan: ni la mitad del tamaño del culo de Winona. Resultaba gracioso, las cosas que se te ocurrían en las situaciones más inesperadas. Vio cómo Joyce se erguía y permanecía con una mano sobre la cadera y la pistola en la otra, como si supiera que tenía el trasero bonito. Harry buscó su Beretta en la mesilla de noche y Joyce le dijo que primero se pusiera los zapatos. A Raylan le gustó su tono, y la serenidad de su voz. Harry parecía aturdido, quizá por el Galliano, el vino y el brusco despertar. Sin embargo, había matado a dos hombres que habían intentado acercársele. Uno más de lo necesario, pensó Raylan. Harry era capaz de hacerlo otra vez si hacía falta.
– Harry, ¿está bien?
– Sí.
Raylan miró a través de la ventana y se volvió hacia ellos.
– Se acercan a la casa. -Miró otra vez-. Ahora no les veo. Supongo que van a la parte de atrás. Todas las puertas están cerradas… -Se interrumpió cuando todos oyeron el ruido de cristales rotos. Una ventana o una de las puertas cristaleras-. Iba a añadir: «Pero si quieren entrar, lo harán. Sin molestarse en llamar.»
– En cuanto miren en la cocina -intervino Joyce-, sabrán que estamos aquí.
– Pueden pensar que nos hemos ido -dijo Raylan-, pero tiene razón, revisarán la casa.
Joyce y Harry le miraron.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Joyce.
Los tipos entraron por la biblioteca y pasaron de una habitación a otra. El que llevaba la escopeta se llamaba Marco. Como Benno, era de Nápoles; no creía que el norte fuera gran cosa y nunca había estado en Rapallo. Le parecía que en el norte el mar era diferente, de un gris mortecino, la comida era sosa y las casas oscuras, al menos las que habían registrado.
– Aquí no hay nadie -le dijo a Benno.
Cambió de opinión cuando entraron en la cocina y vio las botellas sobre la mesa y los platos en el fregadero. La cafetera eléctrica estaba desenchufada, pero cuando Benno la tocó, se quemó los dedos. Así que, si no estaban aquí, acababan de irse. La mujer de la agencia inmobiliaria dijo que la villa alquilada por el señor Arno estaba en esta carretera, cerca de Maurizio di Monti, y les mostró una foto vieja del lugar, de cuando funcionaba como granja; bien podía ser ésta. No estaban del todo seguros porque no habían traído la foto.
Benno había llamado por teléfono desde el coche, después de pasar dos veces por delante de la villa, para informar de que creía haber encontrado el lugar, y le dijeron que tenían al africano, el que hacía de chófer para Harry Arno. Le dijeron a Benno que le llamarían para confirmarle la dirección de la casa. Pero Benno tenía la sensación de que era ésta, así que entraron.
Al salir de la cocina avanzaron ya con mucha mayor cautela, pensando en el tipo del sombrero vaquero y recordando a Fabrizio sentado en el coche con la cabeza contra la ventana, con los ojos abiertos y dos agujeros de bala en el cuerpo. Fue Benno el que dijo:
– El tipo del sombrero vaquero…
– Si está aquí, tengo algo para él -afirmó Marco.
Así que al llegar al vestíbulo Benno señaló la escalera y Marco, con la escopeta, subió primero.
Joyce oyó el crujido de las tablas y supo que los tipos estaban en el rellano y se acercaban al dormitorio de Harry. La puerta estaba abierta así que primero mirarían allí. Cuando lo hicieron vieron a Harry sentado esperándoles.
Allí, delante de sus narices. Uno de ellos habló en italiano, sorprendido. Después hubo un silencio.
«Tiene que ser Harry quien esté sentado ahí -les había explicado Raylan-, porque esos dos nunca le han visto antes y no sabrán que es él.» Mirarían y se detendrían, les llamaría la atención. Después, había añadido Raylan, él cruzaría desde el otro lado del vestíbulo, donde él y Joyce estaban ahora, en la habitación con la puerta cerrada, y se acercaría por detrás a los dos tipos que estarían hablando con Harry para saber quién era; entonces les desarmaría. Conseguir su atención y mantenerla, había dicho Raylan, era la clave. Si no, ¿dónde se iban a esconder?
Raylan abrió la puerta y Joyce escuchó otra vez la voz que hablaba en italiano. Después oyó otra, en inglés con acento extranjero. Mientras los dos tipos charlaban con Harry, Raylan cruzó el vestíbulo, evitando pisar la tabla que crujía. Joyce, pegada a sus talones, entró en la habitación con él, y se detuvo en cuanto oyó a Raylan decir:
– Deja el arma en el suelo. Venga.
Joyce se apartó, empuñando la Beretta con las dos manos, tal como él le había enseñado.
El tipo que llevaba la escopeta de cañones recortados apoyada en el antebrazo no se movió. El de la camisa a rayas se volvió lo suficiente para verles apuntándole con las armas desde unos tres metros de distancia. Raylan se acercó y le quitó la automática que llevaba metida en la cintura, después, le dijo al de la escopeta:
– ¿Me oyes? Déjala en el suelo. Ahora mismo.
El tipo siguió sin moverse. El de la camisa a rayas explicó:
– Marco no habla inglés.
Raylan extendió el brazo, apuntó a la oreja de Marco con el Combat Mag y lo amartilló.
– ¿Esto lo entiende?
Marco se agachó y dejó la escopeta en el suelo mientras el de la camisa a rayas decía:
– Conoce algunas palabras.
Harry recogió la escopeta, sacó su pistola oculta entre los cojines del sillón y se acercó a Raylan. A Joyce le pareció que sudaba. Pero era el mismo Harry de siempre, el que en ese momento miró por la ventana y al ver el Mercedes comentó:
– Veo que tenemos coche.
– Hay que esperar a Robert -replicó Joyce en el acto, y miró a Raylan.
El federal no abrió la boca.
– ¿Se refiere a su chófer, el africano? -le preguntó a Joyce el de la camisa a rayas-. ¿El que le trajo a usted desde Milán? Si lo espera a él, tendrá que esperar mucho.
Joyce miró una vez más a Raylan, esperando que él dijera algo. Lo único que hizo él fue mirar al de la camisa a rayas, que le devolvió la mirada más tranquilo, como si ahora llevara ventaja.
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