Más tarde, la chica se animaría y les hablaría a sus compañeras acerca del hombre que mataba gente, poniendo los ojos en blanco, contándoles el miedo que había pasado, quizás exagerando, convirtiéndolo en un vicioso, en la clase de tipo que aterroriza a las putas y disfruta haciéndolo.
Cuando él estuvo otra vez echado encima de ella, moviéndose a la par que ella, dijo:
– Bromeaba. No mato gente. De verdad, era una broma. -El Zip advirtió que ella intentaba sonreír.
Mientras comían, Nicky pensó en preguntarle al Zip qué tal lo había pasado con la puta, pero decidió guardar silencio y ninguno de los dos habló mucho. Cuando acabaron y el Zip tomaba un café exprés, entró Benno y hablaron entre ellos en italiano durante unos minutos. Nicky advirtió que el Zip lo miraba mientras le decía algo a Benno, también en italiano. Después Benno se fue.
– Hacía años que no hablaba tanto en italiano -comentó el Zip-. Casi siempre pienso en italiano, pero nunca tengo oportunidad de usarlo. Le he dicho a Benno que te consiga otra pistola.
Nicky asintió mientras se preguntaba qué se traería el Zip entre manos; si estaba jugando con él; si pretendía tenderle alguna trampa. De otro modo, la cosa no tenía sentido. Como ahora, cuando el Zip le dijo:
– Quizá te dé otra oportunidad de acabar con el vaquero.
¿Estaría tomándole el pelo?
– Abandonó el hotel -siguió diciendo el Zip-. Sabemos que está otra vez por las colinas alrededor de Montallegro, o estaba. Desapareció. Quizá regresó y se escabulló en la oscuridad, pero no lo creo. Esperaremos hasta mañana, iremos allá arriba y echaremos una ojeada. Una cosa está bien clara, si encontramos al vaquero, encontraremos a Harry. Y también encontraremos a los demás, al negro y a la mujer, la amiga de Harry. Tienen que estar todos ocultos en el mismo lugar. Así que recorreremos casa por casa, desde dos direcciones. ¿A dónde van a ir? Le dije a los tipos de Benno que le daré seiscientas mil liras al que encuentre la casa.
Nick lo tenía ahí en frente, removiendo el café y diciéndole todas esas gilipolleces como si fueran compañeros del alma.
– ¿Cuándo me traerá la pistola? -preguntó Nicky.
El miércoles por la mañana, unos minutos antes de las seis, Harry recorrió el pasillo de la planta alta; los tacones de sus zapatillas de cuero golpeaban el suelo de madera y las tablas crujían. Fue desde el dormitorio principal a la habitación de Joyce. Apartó las mantas, se metió en la cama y esperó a que ella abriera los ojos. Después de un minuto, cuando ya no pudo esperar más, Harry preguntó:
– ¿Estás despierta?
Se miraron el uno al otro desde el borde de sus respectivas almohadas. Ella dijo:
– ¿Qué? -Y después-: ¿Qué pasa? -con un tono de alarma en la voz.
– Nada.
Ella cerró los ojos y al cabo de unos instantes los volvió abrir. Intercambiaron una mirada.
– ¿Todo va bien? -preguntó Joyce.
– Sí, tranquila.
– ¿Estás bien?
– Mete la mano y verás.
Harry sintió la mano que se deslizaba dentro del pantalón del pijama.
– Ah, me has traído un regalo.
– ¿Sigue ahí?
– Más o menos.
Él esperó.
– Ya revive -dijo Joyce.
– Tu toque mágico.
– Llevo aquí tres días, y ésta es la primera vez que intentas algo.
– Teníamos mucho en que pensar.
– ¿Y ahora no?
– Ahora es diferente -contestó Harry. Esta mañana se había despertado con una erección, cosa que no había pasado ayer ni anteayer, y eso ya era algo diferente.
– ¿Por qué Raylan está aquí? -le preguntó Joyce.
En el dormitorio al otro lado del pasillo, o tal vez en la planta baja, Raylan y Robert Gee se ocupaban de la seguridad, repartiéndose los turnos de guardia, inventando reglas sobre salir de la casa o encender las luces en algunas habitaciones. Harry reconocía que la presencia de Raylan también marcaba una diferencia, y lo dijo.
– No es que me agrade personalmente; no me veo convertido en su amigo. Pero te diré una cosa, sé que es uno de los buenos.
– Y los malos todavía te persiguen -señaló Joyce-. Así que las cosas no son tan diferentes.
– No, pero tengo la impresión de que puedo escoger. Si quiero puedo regresar. A menos que me haya mentido. Si tuviese un teléfono llamaría a Torres y saldría de dudas. -Harry permaneció en silencio, sintiendo la mano mágica de Joyce sobre él. Preguntó-: ¿Qué piensas? -Se refería a que si ella pensaba que estaba a punto.
– Pienso que Raylan dice la verdad -contestó ella-. No está aquí como un poli que quiere extraditarte. No tiene nada que ganar.
– Aparte de recuperar un poco de amor propio. Quizá pretende vengarse. Ya sabes que le hice quedar como un estúpido dos veces.
– Se alegró al verte -le dijo Joyce-. Me di cuenta.
– Claro que sí.
– Ya sabes a qué me refiero. No se ufanaba. Le caes bien, se alegró de llegar aquí antes que los otros tipos.
Raylan les había dado un susto de muerte la noche anterior; a punto estuvo de morir de un disparo cuando se acercó sigilosamente a la casa y se coló en el jardín. Robert Gee apuntó con la escopeta por la puerta vidriera de la biblioteca y le voló la mitad de las hojas a un naranjo. Iba a disparar otra vez cuando Raylan anunció a gritos quién era y Joyce reconoció su voz. Un conocido de Harry. El mismo agente federal visto por última vez contando historias en Joe’s Stone Crab, aparecía ahora como Papá Noel con el bolso de Joyce, su pasaporte y sus ropas, y anunciaba muy contento que las ruedas de la justicia estaban girando para retirar la acusación de asesinato que pesaba sobre Harry. Aunque según Raylan, debería a pesar de todo presentarse ante el juez.
– El tipo te trajo tus cosas -dijo Harry-, por eso te cae bien.
– Harry, pero sólo el hecho… ¿sabes a lo que me refiero? El hecho de que pensara en recoger mis cosas, con todos esos tipos vigilándole. Es lo más considerado que nunca nadie ha hecho por mí.
– ¿Ah, sí? Vaya.
Joyce exageraba un poco.
– Está acostumbrado a llevar maletas -afirmó Harry-. Es parte de su trabajo, se dedica a eso: custodias, vigilar a las personas, llevarlas de aquí para allá. En Atlanta me llevó la maleta. Estoy seguro de que podría convencerle para que trabajara para mí, comenzaría por el jardín, lo limpiaría. Aunque primero tendré que hablar con él para que te saque de aquí y te meta en un avión.
– No funcionará, Harry. Me han visto.
– Quizás haya una manera.
– ¿Recuerdas a Cyd Charisse?
– ¿La que trabajaba en el cine? Sí, la bailarina. Pero no recuerdo su aspecto.
– Porque cambiaba de aspecto cada vez que la veías -dijo Joyce-. Leí un artículo sobre ella en People cuando venía hacia aquí. Cuatro fotos de ella y en cada una parecía una persona distinta.
– Estaba casada con Tony Martin.
– Todavía lo está. La cuestión es que si fuera Cyd Charisse, podría pasar junto a ellos a plena luz del día, no tendría importancia. Parecería alguien distinto cada vez. Pero como no soy Cyd Charisse, Harry, pienso que tendremos que regresar juntos. Tú sabes que tendrás que hacerlo antes o después.
– Eso es lo que él dice, pero no pienso que a los polis o al fiscal les importe mucho. Ya nadie investiga a Jimmy Cap. Muy pronto nadie recordará cómo empezó todo esto. El año que viene algún reportero de The Miami Herald vendrá aquí a entrevistarme, a escribir una historia… «¿Qué pasó con Harry?» Espera y verás. Mientras tanto, ¿qué tal va por ahí abajo?
– Creo que estamos fracasando.
– ¿Estás segura?
Él esperó.
– No funcionará, Harry.
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