Elmore Leonard - Pronto

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Un buen día, los apostadores empezarían a preguntarse ¿Qué se habrá hecho de Harry Arno?, y se darían cuenta de que no sabían nada de él.
"Desaparecería, empezaría una nueva vida. Basta de presión. Basta de trabajar para gente a la que no respetaba. Una copita de vez en cuando. Tal vez incluso un cigarrillo al atardecer, contemplando la puesta de sol en la bahía. Joyce estaría con él. Bueno, a lo mejor. Como si no hubiera bastantes mujeres en el lugar al que se dirijía. Tal vez sería mejor que partiera él primero y se instalara. Luego, si le apetecía, ya la llamaría. Estaba esperando. Tenía dos pasaportes con nombres distintos por si acaso. Todo estaba claro; ningún problema.
Hasta aquella tarde en que Buck Torres le dijo que estaba metido en un buen follón".

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– Me importa una mierda lo que pienses -le dijo Nicky-. Fue como te he dicho. Nos esperaba y se acercó al coche.

– Allá arriba en las colinas.

– Sí.

– ¿Fabrizio le dejó acercarse al coche?

– No se acercó mucho -contestó Nicky, vacilante-. Nos gritó que quería hablar.

– Así que Fabrizio salió del coche.

– Y caminó hacia él.

– ¿Y tú caminaste hacia él?

Nicky utilizó el salero y el pimentero para explicarse.

– Fabrizio está aquí y yo aquí. Fabrizio me dijo que no disparara hasta que él lo hiciera. Yo hubiera podido, pero eso fue lo que me dijo. Parecía como si fuéramos a hablar. Él le dijo a Fabrizio: «Si das un paso más, disparo.»

– ¿Sí?

– Fabrizio dio un paso más y él disparó.

– ¿Cuántas veces?

– Creo que dos.

– ¿A qué distancia estaba el vaquero?

Nicky hizo otra pausa.

– No lo sé, unos veinte metros.

– ¿Qué llevaba? ¿Qué tipo de arma?

– Un revólver, de acero inoxidable.

– Sombrero vaquero y un seis tiros -dijo el Zip-. ¿Por qué no disparaste?

Nicky no había dicho si lo había hecho o no. El Zip le sorprendió hablando tan bajo. Estaban solos en el restaurante; los camareros ponían las mesas, con mucho ruido de platos y cubiertos.

– Te lo dije, Fabrizio dijo que no disparara.

– Me refiero a mientras el vaquero disparaba contra Fabrizio. Ése hubiese sido el momento oportuno, ¿no te parece?

– ¿Para qué?

– Para matarle.

– No tuve tiempo. Cuando estaba a punto de disparar, él ya me tenía encañonado. ¿Qué podía hacer?

– Pero él no disparó.

Nicky negó con la cabeza.

– ¿Por qué no?

– Él me dijo: «Tira el arma.»

– ¿Así que la tenías en la mano? Él la vio, ¿por qué no disparó?

– Quería que cargara a Fabrizio en el coche y lo trajera aquí, para que tú lo vieras. Eso fue lo que dijo.

– ¿Tú qué le dijiste?

– Nada.

– Me refiero a cuando te apuntaba con el arma.

– No le dije nada.

– ¿No le pediste que no te disparara?

– No.

– ¿No rogaste por tu vida?

– Te digo que no le dije ni una sola palabra. Si hubiese tenido la más mínima ocasión de dispararle, lo hubiese hecho. ¿Vale?

El Zip no estaba dispuesto a dejarle en paz.

– ¿Los dos os mirabais con un arma en la mano? -preguntó sin levantar la voz y tomándose su tiempo, quizás imaginándose la situación.

– No fue como te lo imaginas, como si cualquiera de los dos hubiese podido disparar y ver qué pasaba. No fue así.

– ¿No? ¿Cómo fue?

– Me tenía cogido. Si me movía me reventaba.

El Zip cabeceó, quizá todavía imaginándose la escena. Nicky sólo ansiaba que se diera prisa y dejara zanjado el asunto. El Zip se comportaba como nunca se había comportado, ni aquí ni en Estados Unidos. Nicky se preguntó si el polvo que el Zip había echado tendría algo que ver con su talante calmoso, si de verdad lo habría relajado. El Zip permaneció en silencio durante un momento. Asintió otra vez.

– Tú tenías la pistola en la mano…

Coño. Era como un perro de presa.

– Ya te lo he dicho. ¿No te lo acabo de explicar?

El Zip se pasó una mano por la cara mientras meneaba la cabeza de un lado a otro.

– Lo que quiero preguntarte es: ¿dónde está tu pistola?

– ¿Dónde crees que está? -replicó Nicky, deseando coger al Zip por los pelos, estrellarle la cara contra la mesa y romperle la narizota-. Está allá arriba, en aquella colina de mierda. Él dijo que la soltara, y la solté. ¿Tú qué hubieras hecho?

– Quieres decir que el tipo tiene tu arma. Que es como decir que te la quitó. -El Zip asintió varias veces antes de añadir-. Te conseguiré otra pistola, testa di cazzo, ¿crees que la podrás conservar, que no se la darás a nadie?

¿Sonreía un poco, se creía gracioso? Nicky no estaba seguro. Sin embargo, parecía otro desde que había estado con la puta. Después el Zip volvió a sorprender a Nicky.

– Comamos algo -dijo.

El Zip le había dicho a Benno que él no entraría en un salón donde las chicas esperaban sentadas a que las eligieran. Así que Benno habló con la madam y por doce mil liras consiguió que las cinco se pusieran los abrigos y desfilaran una a una por delante del Vesuvio’s. El Zip escogió la que tenía más aspecto de campesina -aunque probablemente todas lo habían sido alguna vez-, a la que consideró menos profesional, más natural, y la hizo subir al apartamento. Se llamaba Rosanna. Tenía veintiún años y no hablaba ni una palabra de inglés; el aliento le olía un poco a ajo. Al Zip eso no le molestaba. Se la folló con violencia, sudando, y acabó en menos de un minuto. Eso estuvo bien: no necesitaba impresionarla y se la volvería a follar dentro de un rato. Le contó que era de Palermo y que ahora vivía en Miami Beach. Le preguntó a Rosanna si sabía algo de Miami Beach, dónde estaba. Ella asintió, echada en la cama con los brazos a los costados, esperándole.

Él estaba algo incorporado, recostado contra la cabecera.

– ¿Ves aquel traje? -preguntó en italiano, indicando un traje colgado en el respaldo de una silla del dormitorio. Ella levantó la cabeza para mirarlo y asintió-. Tengo veinte trajes, cada uno cuesta como mínimo… espera, un millón doscientas mil liras. ¿Sabes por qué estoy en Rapallo? -Aguardó a que ella dijera que no-. He venido a matar a alguien. A un hombre que también es de Miami Beach. -El Zip vio que la muchacha lo miraba aterrorizada y trataba de permanecer inmóvil-. Cuando fui a América me dieron una escopeta y cinco mil dólares. Unos seis millones de liras para matar a alguien.

Volvió a mirarla a los ojos mientras le contaba a esa muchacha que no le conocía que había asesinado a varios hombres. Le gustaba verla asustada.

– No te haré daño. Estuve casado con una mujer como tú, una campesina. Quizá todavía estoy casado con ella, no lo sé. Descubrí que cinco mil dólares no era suficiente para matar a nadie, así que después del primero me dieron más. Una vez me pagaron treinta millones de liras. Hace poco, es curioso, intenté darle la misma cantidad a un hombre para no tener que matarle y no la quiso. ¿Tú lo entiendes? -Esperó, pero vio que ella no sabía de qué le hablaba-. Tengo todo el dinero que quiero, pero trabajo para un imbécil. Así que llegará el momento en que le pagaré a alguien para que lo mate. Quizá llame a un tipo de aquí y le dé cinco mil dólares. Siempre hay alguien dispuesto. ¿Lo sabías?

Ella lo contemplaba, con los ojos castaños abiertos de par en par. Luego parpadeó. El Zip pensó que era difícil encontrar a alguien ajeno a su vida con quien poder hablar. Casi siempre era una mujer.

Esta vez se trataba de una puta, pero al menos no pertenecía a su vida. Lo volvió a repetir:

– No tengas miedo. No estoy loco. Ni siquiera te pediré que hagas algo que no te guste. Lo único que has de hacer es escucharme, ¿de acuerdo? ¿Quieres un poco de vino? -Ella negó casi sin mover la cabeza-. ¿Creerás que hay gente que quiere matarme porque yo mato a otra gente? -Ella no rebulló ni movió en ningún sentido la cabeza-. Siempre hay alguien que quiere matarme. Siempre aparece uno nuevo. Al imbécil para el que trabajo le gustaría hacerlo y a un chuleta que trabaja para mí, también, pero no tiene cojones. ¿Conoces la palabra chuleta? Es un tipo joven que se las da de duro, pero que no tiene experiencia. Yo solía ponerle en ridículo delante de los demás y ellos se metían con él. Ya sabes. Pero ahora veo que es perder el tiempo. Si no significa nada para mí, ¿para qué voy a molestarme? ¿Estás de acuerdo?

Ella pareció asentir. Él miró aquel cuerpo pálido, que era como una cómoda almohada en la que apoyarse, y las marcas que los elásticos habían dejado en el torso. Los pechos se vencían hacia los lados, un poco aplanados. El Zip bajó la cabeza y la colocó entre los dos pezones pardos que lo contemplaban, inmóviles, mientras la mujer y sus pechos esperaban a que hubiera terminado.

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