Raylan no dejó de mirar por el espejo, pero no vio que nadie le siguiera. Sin embargo, alguien no tardaría en hacerlo. Lo principal era encontrar la villa de Harry. El barman dijo que estaba entre Maurizio di Monti, que acababa de dejar atrás, y la iglesia que había al final de esa carretera, el santuario de la Sagrada Virgen de Montallegro. Cuando enfilaba los tramos rectos en dirección norte, Raylan examinaba las casas que estaban más arriba. En cuanto doblaba una curva en dirección sur, miraba ladera abajo, justo debajo de él, procurando no salirse de la carretera. No había vallas de protección. Las terrazas de la ladera donde cultivaban verduras le recordaron su casa, donde la gente arañaba la tierra para conseguir algo que comer. Se preguntó si aquí tenían cupones de comida.
Se olvidó de todo cuando pisó el freno a fondo y el Fiat patinó hasta detenerse muy cerca del abismo. Raylan dio marcha atrás para situarse en un punto desde donde veía bien la villa, un edificio cuadrado, de un color amarillo terroso, a la que se llegaba por un camino de piedras lleno de maleza. Retrocedió un poco más y distinguió detrás de la villa el jardín con sus setos, las plantas en macetas, cuatro naranjos y un caqui. Raylan puso la primera y avanzó lentamente. Al dejar atrás la casa, vio un edificio con puertas de madera que parecía un garaje. Más lejos había un par de granjas; todos los edificios tenían tejados rojos. Raylan miró por el retrovisor y en el acto pisó el acelerador a fondo. Un coche rojo acababa de salir a gran velocidad de una curva cerrada.
– En el momento en que yo le adelante -dijo Fabrizio-, tú le disparas. ¿Qué te parece? Saca el arma por la ventanilla y le revientas. ¿Dónde se va a esconder? Ya le tienes.
Nicky sostenía la Beretta, a punto. Ya tenía una bala en la recámara. Sólo tenía que apuntar al agente con el arma y apretar el gatillo. Le gustaba lo que Fabrizio había dicho de que Raylan no podría esconderse. Le gustaba saber de antemano lo que iba a pasar. ¿Dónde se iba a meter Raylan? En ninguna parte. Vería el arma apuntándole e intentaría agacharse, adivinar cuándo se produciría el disparo para poder esquivarlo, procurando al mismo tiempo no recibir un balazo y que el coche no se saliera de la carretera. Raylan se agacharía, pero no importaba: él esperaría a que se levantara y ¡bam!
– Acelera si quieres adelantarle. Métele caña -le dijo a Fabrizio.
– Después de la curva que sube. En cuanto pasemos, aceleraré a fondo. Me acercaré a él, estaremos a unos sesenta centímetros. ¿Crees que le alcanzarás?
El cabrón de Fabrizio se lo pasaba bomba. Todos ellos, los italianos auténticos, se divertían a costa suya. Le preguntaban si podían mirar y aprender algo. Nicky se sujetó al asiento cuando el coche se inclinó al tomar la curva cerrada. Salieron al tramo recto y… ¡mierda! ¿dónde estaba?
– ¿Dónde está?
Fabrizio no respondió, escudriñó el terreno a su alrededor y después miró por el espejo retrovisor.
– ¿Lo tenemos delante?
Fabrizio siguió sin responder. Significaba que no lo sabía. Permanecieron en silencio, mirando por todas partes. Ni rastro del Fiat azul. Continuaron la marcha. Dos curvas más y un largo tramo casi recto por el que se aproximaron al santuario de Montallegro, una iglesia bastante grande.
– ¿Sabes por qué la construyeron? -comentó Fabrizio-. Hace cuatrocientos años la Virgen María se le apareció a un hombre que vivía aquí, un pobre. Le dijo que concedería favores a la gente que viniera aquí y le rezara. Ya sabes, a pedir cosas, dinero, un marido… ¡Cuántos coches!, seguramente están celebrando una misa. ¿Quieres entrar?
– Sí, encenderé una vela -contestó Nicky.
– No, te lo pregunto en serio. Pídele a la Virgen María que te ayude a encontrar al vaquero. Y después, si lo encuentras, acepta que es un milagro el que le dispares y no busques una excusa para no hacerlo.
– Serás cabrón.
Fabrizio pasó ante el aparcamiento para echar un vistazo a los coches, después detuvo el coche y cogió el radiotransmisor. Habló en italiano y una voz le respondió en el mismo idioma. Cuando acabó dijo:
– Era el hombre en Maurizio di Monti. Dice que el vaquero no pasó de regreso por ese camino. O sea que tiene que estar todavía por allá arriba. Quizá se desvió por una de esas carreteras que no llevan a ninguna parte, para esperar a que nos vayamos. Así que volveremos atrás y echaremos un vistazo. Veremos si podemos seguir el rastro del vaquero, ¿vale?
No habían recorrido más de ochocientos metros cuando Nicky exclamó excitado:
– ¡Allí está!
El Fiat azul se hallaba aparcado a poca distancia en un camino secundario, con el morro apuntando en dirección contraria a ellos. Cuando llegaron a la altura del camino y giraron para entrar en él, el Fiat arrancó, cruzó un badén y desapareció.
– ¿Ahora qué hace? -preguntó Fabrizio, extrañado-. Nos esperaba.
– Queríamos cazarlo en un adelantamiento -contestó Nicky-. Ahora se le ha ocurrido algo y pretende cazarnos a nosotros.
– ¿Y cómo va a conseguirlo? -dijo Fabrizio, encorvado sobre el volante-. Nosotros somos dos, y él uno solo.
– No lo sé, pero te digo que eso es lo que está tramando: atraparnos.
– Esta vez me encargaré yo -afirmó Fabrizio-. Creo que empiezas a acojonarte otra vez.
Raylan les llevó a las alturas, a un campo abierto lleno de malezas que culminaba en lo que él llamaría un risco «lomo de burra» para bajar después hacia los valles cubiertos de matorrales.
Dio la vuelta para tener el coche de frente cuando sus perseguidores aparecieran por la cuesta. Sacó el revólver, comprobó que estaba cargado e hizo girar el tambor para escuchar el sonido, familiarizándose otra vez con el peso del arma. Nicky todavía no la había visto, era un Smith & Wesson Combat Mag calibre 38, de acero inoxidable con un cañón de quince centímetros… Permaneció atento, esperando a que apareciera el Fiat rojo lanzado a toda pastilla por encima de la cresta, y que, al verle allí, frenaría violentamente y colearía.
Fue exactamente lo que ocurrió: el coche se detuvo a unos treinta metros, quizás un poco menos, y no se movió.
«Van a decidir cómo hacerlo -pensó Raylan-. Uno irá por allá y el otro irá por aquí. ¿Por qué no se habrá acercado un poco más? Porque ha llegado el momento de alardear -se dijo-. El matón italiano le va a enseñar al chico cómo se hace. Me apostaría cualquier cosa.
– Nos acercaremos a pie -dijo Fabrizio-. Tú te bajas del coche y caminas hacia él, pero por aquel lado. ¿Me comprendes? Yo haré lo mismo por este lado. Ve hacia él pero apartado, de forma que para vigilarte tenga que volverse. ¿Entiendes? Llevaremos las armas en la mano. Nada de rollos vaqueros. ¿Vale? Y no le digas nada.
– ¿Tú vas a decirle algo?
– Sí, mientras nos acercamos, para mantenerlo ocupado.
– ¿Qué le dirás?
– No te preocupes por eso. Lo que diga no tiene importancia. Pero no abras la boca. Y no dispares hasta que yo lo haga, cuando vea que estamos bastante cerca. ¿Está claro? Después dispara todo lo que quieras.
– Es un experto con las armas -comentó Nicky-. No falla un tiro.
– ¿Sí, quién te lo dijo? -preguntó Fabrizio, saliendo del coche-. ¿Él?
Raylan les vio salir del coche rojo, ambos empuñando las pistolas, anunciando sus intenciones con toda claridad. Perfecto. De no haberlas tenido listas ahora, no hubieran tardado en desenfundarlas, ya que el tipo gordo había decidido, en opinión de Raylan, acabar con esto de una vez por todas.
Se adivinaba por la forma en que Fabrizio se movía confiado, al mando de la función; Nicky sólo estaba allí para echar una mano: recoger el cadáver y lanzarlo ladera abajo. Raylan se preguntó si estaba realmente seguro de que el gordo llevaba la voz cantante. Sí, lo estaba. Salió del Fiat y se apartó un paso de la puerta dejándola abierta. El gordo, el italiano auténtico, estaba prácticamente delante de él pero avanzaba un poco hacia su derecha, mientras Nicky se mantenía a la izquierda. El plan era separarse mientras venían hacia él. ¿Qué otra manera había de hacerlo aparte de quedarse en el coche y conducir hasta donde él estaba?
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