Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– Pon las manos sobre el espejo.

El indio obedeció, se apoyó en el lavabo y posó las manos, planas, sobre el cristal. Volvió a mirar al espejo, más allá de su propio reflejo, y pareció resignarse. Jack se puso tras de él, le pasó la mano por el cinturón y luego bajó los brazos, donde percibió sudor, pero no armas. Tanteó en los bolsillos de la chaqueta. Se agachó, bajó la mano por una pierna y, al empezar con la otra, el indio se movió, intentó volverse. Jack presionó la Beretta contra el culo del tío, oyó un gruñido y vio que se apretaba contra el lavabo y se ponía de puntillas. Adueñarse de la situación no era tan difícil como parecía.

En la pierna derecha, a la altura, de los tobillos, llevaba una pistolera que alojaba un revólver del treinta y ocho con cañón de dos pulgadas. Jack se lo metió en el bolsillo de la chaqueta al levantarse. Se miraron el uno al otro en el espejo: la expresión del indio, como la de Jack, un tanto intrigada, nada más. Nada podía ayudarle a decidir qué iba a hacer con el indio para poder largarse de allí. Sería más fácil dispararle que golpearle en la cabeza con un kilo de metal. ¿Con cuánta fuerza tendría que golpearle? Mierda, podría matarlo, al indio del nombre estrambótico, romperle la cabeza. Jack había pegado a algunos individuos antes de que ellos le pegasen a él; había que hacerlo cuando era necesario. Jack era capaz de enfurecerse. Se encendía en dos segundos y de repente le entraba la necesidad, la urgencia agresiva de pegar, y se oía a sí mismo gritar cuando se lanzaba y golpeaba; un grito cargado de energía, algo más que un gruñido. También podía darle la vuelta al tipo y atarlo con el cinturón, o romperle la mano. Hacía al menos cinco años que no le pegaba a nadie.

Franklin de Dios dijo:

– ¿Qué tal?

Jack le oyó. El indio con pinta extraña estaba justo delante de él. Le vio decirlo. Igual que cuando salía del lavabo del restaurante.

Esta vez, Jack preguntó.

– ¿Qué?

– Me pregunto si eres policía.

Jack siguió mirándole.

– Pero no lo creo. Tío, ahora no sé quién eres. Conduces ese coche… ¿Me dirás una cosa? La chica iba dentro, ¿verdad?

Jack no contestó. Aquel individuo hablaba con un acento extraño, pero sin ningún tipo de tensión ni emoción. Parecía que realmente quisiera saberlo. Aquello no tenía sentido.

– Verás, nunca me dijeron qué había hecho la chica, por qué querían cogerla… Si tampoco me lo dices tú, no importa. Me vas a disparar, ¿no?

– Tú sólo haces lo que te dicen, ¿no?

– Dicen que hay que cumplir las órdenes.

– Y no parece que eso te cree demasiados problemas, ¿verdad? Dispararle a Boylan por la espalda no tiene demasiada importancia.

– ¿Quién es Boylan?

– ¿O sea que mataste a un tipo del que no sabes ni el nombre?

Cierta expresión de sorpresa, un mínimo sobresalto, pasó por el rostro del indio y desapareció.

– Después de hacerlo -dijo el indio-, a lo mejor puedes saber a quién has matado. Si tienes tiempo de mirar si lleva comida o dinero en los bolsillos.

– ¿Comida?

– Sí, y a veces ves el nombre. Cuando llevan la cartilla militar. ¿Pero qué más da? El tampoco te conoce a ti. Si te hubiera fallado la suerte, sería él quien estaría mirando en tus bolsillos.

– ¿De qué estás hablando?

– Me vas a matar… ¿Sabes mi nombre?

– Eres un jodido tipo raro, Franklin -dijo Jack, y volvió a ver el asomo de sorpresa en el rostro reflejado en el espejo-. Quítate la ropa y métete en la ducha.

Franklin de Dios asintió y se movió hacia la ducha mientras se quitaba la chaqueta.

– Me vas a disparar en la bañera para que no haya sangre.

Se quitó los pantalones y se encontraron mirándose de frente por primera vez.

– Nosotros les atamos las manos, les hacemos arrodillarse. Ellos, los sandinistas, también lo hacen. Creo que todo el mundo lo hace así.

– Estás hablando de la guerra, de cuando matáis a los prisioneros.

– Sí, claro. Eso es lo que se hace. -La camisa del indio cayó, desvelando un torso musculado y unos calzones de boxeador a rayas verdes. Volvió a mirar-. Dime, ¿cómo es que sabes mi nombre?

– Escucha -dijo Jack-. Voy a salir un minuto. Abre el agua y métete dentro. Vuelvo enseguida.

– Tengo que quitarme los zapatos.

– ¿Qué más da si se mojan?

– Claro, tienes razón. Nosotros siempre les hacemos quitarse los zapatos. Pero éstos no los va a necesitar nadie. A no ser que los quieras tú.

– ¿Te quieres meter en la jodida ducha?

Jack salió del cuarto de baño, cerró la puerta y esperó. Unos instantes después oyó el ruido del agua. Se imaginó a Franklin de Dios en la ducha con sus calzones verdes, ajustando los grifos: ni muy fría, ni muy caliente… Jesús, el tipo lo aceptaba, esperaba morir.

Pasó los diez segundos siguientes junto al armario, abriendo los cajones, metiendo la Beretta y los cargadores bajo las camisas del coronel y cerrando luego el armario, yéndose, volviendo porque no tenía demasiado sentido devolver la pistola -igualmente el tipo iba a saber que había estado allí-… Y perdió otros diez segundos pensándoselo, joder, oyendo el agua que seguía cayendo en la ducha. «Olvídate de la jodida pistola», se dijo a sí mismo; volvió a ponerse en marcha, tiró la llave al suelo y la metió debajo de la cama de una patada.

No volvería a colarse en una habitación de hotel; nunca jamás.

18

Jack dijo:

– Lo único que podía pensar era que ya había tenido bastante. He mirado por la galería y todavía estabas allí.

– Sí, pegada a esos tipos. Ese borde preguntándome cosas de Miami. Si he estado en el Mutiny, en Neon Leon’s… Quería saber a qué bares voy, si he ido alguna vez al cayo de Biscayne. ¿Dónde está el cayo de Biscayne? Sólo he estado en Miami una vez en mi vida, cuando tenía dieciocho años.

Estaban en el Scirocco de Jack, aparcando al principio de la calle Toulouse. Cerca de ellos se veía el río, más allá del muelle de cemento y de la silueta de una draga que se destacaba contra el cielo nocturno.

– Ha sido la última vez. Nunca más -le dijo Jack-. Ni siquiera sé si podré volver a alojarme alguna vez en un hotel. -Puso el coche en marcha-. Mejor que vayamos a tu apartamento.

– No, es demasiado deprimente… Está algo desordenado.

– Dime qué ha dicho el tipo al volver.

– No ha dicho nada, así que he dado por hecho que, bueno, que al menos no te había pescado. Que te habrías ido ya o estarías debajo de la cama, o en el baño…

– ¿No me has visto salir?

– ¿Cómo iba a verte? Me estaban mirando.

– Ese tipo tiene que haber dicho algo. El indio. Eso es lo que es, un indio misquito.

– Le ha dado la carta a Bertie y éste ha empezado a abroncarle en castellano. Supongo que por haber tardado tanto.

– ¿Qué carta?

– La del presidente Reagan. Primero la ha leído en voz alta, y luego me la ha hecho leer a mí. No he entendido la última frase, estaba en castellano.

– Y ese tío cuando ha vuelto, ¿estaba mojado?

– ¿Mojado? ¿Y por qué iba a estar mojado?

– ¿No ha dicho nada de nada?

– Nada, ni una palabra, simplemente se ha quedado allí de pie. El coronel le ha gritado y luego el otro tipo también se ha metido con él.

– ¿Crispín?

– Sí. A esos canijos arrogantes les encanta gritar. He mirado al piso superior mientras gritaban. Sabía que estabas bien, pero no dónde estabas. Entonces el coronel ha empezado a tocarme, pasándome la mano arriba y abajo por el brazo y diciéndome lo bien que nos lo íbamos a pasar. Jack, tenía que largarme de allí. Le he dicho: «Bertie, lo siento pero no puedo salir contigo.» Y me ha preguntado: «Pero ¿por qué?» Yo le he dicho: «Porque eres un jodido tapón», y me he ido.

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