– ¿Te han dado el trabajo?
– Mira, me he sentido tentada. Tengo que comprar mi apartamento o abandonarlo antes de diez días: van a convertir el edificio en una comunidad de propietarios. Tengo treinta y dos años y carezco de un lugar donde vivir.
Le dio pena que ella tuviera lástima de sí misma, la pobre chica. No tenía treinta y dos, sino treinta y cinco; casada por lo menos una vez antes de conocerle a él, y casada de nuevo durante un año mientras él estaba en la cárcel. ¿Qué habían aprendido ambos?
– Nos encontramos en el bar. Y ponte un vestido, ¿vale?… ¿Helene?
– Te noto distinto. Eres el mismo, pero hay algo, no sé qué, distinto.
– Ha pasado mucho tiempo -dijo Jack. Le pidió que se diera prisa y colgó.
Little One, que había seguido esperando, dijo:
– Bueno, ¿qué?
– No devolví la llave porque tengo que usarla otra vez. Ya te dije que tal vez pasaría eso, ¿te acuerdas? -contestó.
– Y yo te contesté que estábamos en paz, que ya no le debo nada a Roy y que no necesito que me echéis mierdas inesperadas en mi vida.
– No pasará nada. Es imposible, te lo prometo.
– También es imposible que entres en esa habitación -dijo Little One- porque él está dentro.
– Tendré que resolver eso… ¿Ha pedido que le subieran la comida?
– Sólo una botella de vino y unas gambas. A ese hombre le encantan las gambas. Dice que está esperando un coche.
– ¿Van a venir a recogerle?
– No, se ha comprado un coche nuevo, un Mercedes. Me ha dicho que lo ha pagado al contado y que, o se lo daban esta noche, o no había trato. Al hombre le gusta hablar de sí mismo en ese plan.
– ¿Ha dicho que se iba?
– No, pero lo parece.
– ¿Y los otros dos tipos?
– No los he visto. No se alojan aquí, sólo pasan de vez en cuando.
– ¿Puedes averiguar si va a abandonar la habitación?
– ¿No te parece que los de recepción se extrañarían? ¿Cómo crees que puedo preguntar tal cosa?
– Yo diría que eso no le ha de crear ningún problema a un graduado del Dale Carnegie.
Little One les sirvió las bebidas en el jardín del hotel, mirando a Helene, que llevaba un vestido negro cruzado por pequeñas bandas. Luego le dirigió una mirada a Jack, pero no dijo nada. Se fue.
Y Helene dijo:
– Te has vuelto loco.
Él estaba pensando que aquél era el sitio ideal para empezar una noche, en el ambiente creado por el suave brillo de la luz y el sonido de la fuente y con unas cuantas bebidas… Pero dijo:
– Sólo te pido que le mantengas fuera de la habitación durante diez minutos.
– ¿Qué tengo que hacer, sacarle tirándole del pelo?
– Podrías, es canijo.
– Ésos son los peores; son más violentos.
– Subes a la 501. -Jack alzó los ojos-. En la última planta, el quinto piso. ¿Ves las habitaciones que se extienden desde la puerta del ascensor? Es su suite. Llamas a la puerta. Él abre. Le dices: «Oh, vaya, lo siento, me he equivocado de habitación.»
– «¿Oh, vaya, lo siento?»
– «Me he equivocado de habitación.»
– Estás prácticamente metido en el árbol. ¿Por qué no mueves un poco la silla para que te pueda ver?
– Estoy bien así.
– Te estás escondiendo, ¿verdad? -Cogió su whisky con agua y siguió mirándole-. ¿En qué andas metido, Jack?
– Te lo contaré después.
– Me dijiste que lo habías dejado.
– Y es verdad. Esto es otra cosa. Bueno, le dices «lo siento», vuelves y empiezas a andar.
– No lo haces por diversión, estoy segura.
– Empiezas a andar, das un par de pasos, te vuelves… ¿me estás escuchando?
– Me vuelvo.
– Y le dices: «Ah, si viene otra chica, será una amiga mía. Le dije que nos encontraríamos aquí, pero creo que me equivoco de habitación.» ¿Entiendes? Y luego le dices: «La esperaré abajo. Pero si por casualidad no la veo, ¿le puede decir que estoy en el jardín? Si no, estaré en el bar.»
– ¿Tengo que repetirlo palabra por palabra, Jack, o puedo improvisar un poco?
– Hazlo como quieras, mientras sepas lo que haces. No puedes irte, simplemente. Tienes que hacerle saber dónde vas a estar, para que vaya a buscarte.
– ¿Y qué pasa si no viene?
– Irá.
– Pero ¿y si no lo hace?
– Hará lo que tú quieras. Con esa mirada… Tampoco quiero decir que pongas los ojos en blanco, ni nada de eso.
– ¿Le saco la lengua?
– Tú ya sabes cómo hacerlo. Siempre has tenido tíos que te iban detrás.
– Pero no les hago nada.
– Venga, si podrías ser actriz, con tu variedad de miradas.
– ¿Es latino?
– De Nicaragua.
– ¿Es mono?
– Un muñeco, parece un camarero del Antoine… Lleva calzoncillos rojos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Cuando baje, estarás en esta mesa. Te ofrecerá una copa, pero tú le dices: «No, gracias.»
– ¿Y por qué iba a decir eso?
– ¿Por qué? Porque no le conoces. Pero seguirá apretándote, y al final dices: «Bueno, de acuerdo, sólo una.» Habláis de todo y de nada, de cómo van las cosas de Nicaragua… Ah, intenta hacerle hablar de coches. Averigua si se acaba de comprar un Mercedes, sí, y hasta cuándo se queda, qué día se va del hotel. Menciona Miami, si puedes, a ver qué dice.
– Creía que sólo tenía que mantenerle ocupado.
– Bueno tendrás que hablar con él, no pensarás hacerle juegos de manos, ¿no?
– Podría bailar un zapateado. Encima de la mesa.
– Sólo necesito diez o quince minutos. O hasta que me veas allí arriba. Me quedaré en la galería un minuto. Le dices al tipo que vas al lavabo o lo que quieras, y nos encontramos en la acera de enfrente, en el bar del Sonesta… ¿De acuerdo?
– Pero ¿qué pasa si no baja?
– No puedo creer que seas tú quien dice eso. Con tu belleza, esos enormes ojos castaños…
– Mi nariz. Siempre te ha gustado mi nariz.
– Me encanta. Me encanta tu nariz.
– ¿Te gusta mi cabello así?
– Eres tú. -Lo era. Su rojo cabello, con pequeños rizos, estaba empezando a gustarle-. Helene, no puedo pensar en nada que pudiera impedirle bajar tras de ti.
– Ya, supongo.
El coronel Dagoberto Godoy abrió la puerta en calzoncillos rojos y con un ceño que en seguida desapareció.
Entonces Helene dijo:
– Oh, lo siento. Vaya, me he equivocado de habitación.
El coronel alargó la mano, la tomó del brazo con un agarrón que la sorprendió, y le hizo dar la vuelta para que le mirara.
– No te has equivocado de habitación. Ésta es la que buscabas. Venías a ver a un hombre, ¿no?
– Da la casualidad -dijo Helene- de que me alojo en este hotel. -Fría, pero no del todo enfadada-. Ahora veo que me he equivocado de piso al bajar del ascensor. Si tiene la amabilidad de soltarme el brazo y comportarse, no tendré que denunciarlo a la dirección.
Podía, pensaba Helene, darle un rodillazo en la entrepierna. Quitarle el gallito al arrogante canijo gilipollas.
Pero con eso no conseguiría que la invitara a una copa, ¿verdad?
Dejó que el coronel le dijese:
– Oh, por favor, perdóneme. Déjeme que le demuestre que soy un buen tipo de verdad…
Jack salió del ascensor hacia el recibidor y miró al jardín de la planta baja. Helene estaba sentada otra vez a la mesa. El coronel estaba de pie junto a ella, hablando, agobiándola, cogiéndole la mano, besándosela -¡por Dios!-, agarrándose a su mano mientras ella se sentaba, tomándoselo con calma.
Se volvió y pasó por delante del ascensor, de camino hacia la 501. Pegó el oído a la puerta, y usó su llave para entrar. Todavía estaba allí la botella de vino que había subido Little One, abierta, metida en una cubitera de plata. Un recipiente lleno de hielo derretido y colas de gamba. Colas de gamba en los ceniceros. Cartas en la mesita del televisor, las mismas que había visto la vez anterior.
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