Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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Dos paquetes de ropa de la lavandería encima de la cama. Eso podría significar algo. La luz del cuarto de baño, encendida. Toallas en el suelo. Una botella de colonia sin tapón en el lavabo. Junto a ella, un secador de cabello con el cable enchufado. A Jack no le gustaba estar allí. Ya no le había gustado la otra noche. Pero en esa ocasión la urgencia por apresurarse y largarse era más fuerte, sentía una sensación aún más intensa de estar cometiendo una locura. Era demasiado viejo para eso. Ya no era el mismo. Lo notó al acercarse al armario. Su cuerpo le decía que no tenía que estar allí. Se sentía lento. Se había sentido vivo al entrar en todas aquellas otras habitaciones para llevarse el dinero, pero también simplemente por hacerlo, por el placer de estar allí dentro y conseguirlo. Pero eso ya no tenía sentido en absoluto.

Era un espectáculo que sólo podía representarse delante de gente dormida.

Abrió el armario de las camisas del coronel, metió la mano entre los pliegues de seda y notó la pistola y dos cargadores de repuesto. Los sacó, cerró su mano sobre la empuñadura de la Beretta, sintiendo su sólida textura mientras se dirigía hacia la mesa. Junto a los resguardos de depósitos y reintegros bancarios había una copia rosa de la factura del alquiler de un coche.

Helene tenía que coger su whisky con agua con la mano izquierda. El coronel, inclinado sobre la mesa, con su chaqueta oscura de seda, no le soltaba la mano. La sostenía entre las suyas, con la que llevaba el diamante encima. Parecía un gángster de película. O un promotor de discos de rock duro. Salvo cuando hablaba.

– Le diré algo en lo que tengo experiencia. Nunca en mi vida he visto una mujer tan atractiva como usted.

– Oh, no le creo -dijo Helene-. Está exagerando, ¿verdad?

– He estado asociado con mujeres muy bellas. Una de ellas iba a participar en el concurso de Miss Universo. ¿Lo conoce? En el que eligen a la mujer más guapa del mundo. Pero se puso enferma.

– Yo fui reina de la promoción en Fortier -dijo Helene-, en mi último curso. Podría haber sido reina del Sugar Bowl, pero no lo intenté con demasiado interés, ¿sabe? ¿Para qué preocuparse? Tengo entendido que cuando una se mete en esos grandes concursos todo se reduce a política. ¿Sabe?, depende de con quién se acueste una, y yo no soy de ésas. Me respeto demasiado a mí misma.

– Política, sí, claro. He dedicado mi vida entera al gobierno de mi país. Sí, estuve en Washington, conozco muy bien a su presidente. Me escribió una carta que me gustaría enseñarle. La firmó «Ronald Reagan, presidente». Oiga, tengo que enseñársela.

– No hace falta, Dagoberda. ¿Cómo le gusta que le llamen, Dago?

– No, prefiero que mis amigos me llamen Bertie.

– ¡Qué mono! Me gusta, Birdy.

– No, Birdy no. Bertie. Ber-tie.

– También es mono así.

– Usted sí que es mona. Oiga, ¿está de visita? ¿De dónde viene?

– De Miami.

– ¡No!, ¿de verdad? ¿Es de Miami?

– ¿Ha estado allí alguna vez?

– Claro que sí. Y voy a volver muy pronto.

– ¿De verdad? ¿Cuándo?

– Así que de Miami… ¿Sabe qué es esto, eso de que haya venido a mi habitación? Es el destino. Iba a suceder, y nosotros no lo sabíamos. Fíjese, y no hay manera de evitarlo.

– Es curioso -dijo Helene-. ¿Y cuándo se va?

– Me tiene que dar su número de teléfono y su dirección para cuando vaya.

– ¿Por qué no me da usted el suyo?

– Todavía no lo sé. -Alzó la vista y se puso derecho, soltándole la mano-. Ah, pero ahora podré enseñársela. -Y llamó-: ¡Crispín!

Helene se volvió lo suficiente para ver a dos hombres que venían del vestíbulo, dos latinos con trajes a medida con hombreras sobresalientes. El que iba delante, con las manos en los bolsillos, llevaba gafas de sol. El coronel le dijo:

– Crispín, esta bella dama es de Miami. Helene, Crispín, mi socio, también es de allí. Crispín, siéntate con nosotros y toma algo.

– Oigan -advirtió Helene-, tengo que irme dentro de un par de minutos.

Y el coronel negó con la cabeza y le dijo que no quería ni oírlo. Vio que chasqueaba los dedos, una sola vez, y el otro latino, que se había quedado aparte con las manos enlazadas delante del cuerpo, se acercó a ellos. El coronel le dijo en castellano algo que sonó como una orden y le tiró la llave de la habitación para que la cogiese. «Toma, hazlo.» Luego se volvió hacia ella con una sonrisa. Otra vez Bertie.

– Va a buscar la carta del presidente Reagan para que se la pueda enseñar.

– No hace falta -dijo Helene-. Realmente, preferiría que no lo hiciese.

Pero el coronel estaba ya chasqueando los dedos para que viniera el gigantesco camarero negro, y el que se llamaba Crispín volvió hacia ella sus gafas de sol.

– ¿En qué parte de Miami vive?

Jack repasó los comprobantes de ingresos y reintegros y no vio nada que pareciese una transferencia a una cuenta en Miami. Sí vio que habían abierto una nueva cuenta y apuntó los datos para asegurarse. Había algunos nombres más señalados en la lista de prospección del coronel. Llegó a la carta con membrete de la Casa Blanca y empezó a leerla una vez más, intentando memorizar sus partes preferidas, como cuando el presidente le decía al coronel lo de obtener una gran victoria para la democracia y cuando decía lo de sus amigos del Estado del pelícano. ¡Por Dios, el Estado del pelícano! Y aquel final… Jack había imaginado más o menos el significado de aquellas palabras castellanas.

Concentrado, en silencio, oyó los ruidos que venían de la otra habitación. La llave en la cerradura. Alguien que entraba, o lo intentaba. Alguien que empujaba la puerta, pero con alguna dificultad. Lo volvía a intentar. Jack cogió la Beretta de la mesa. Pasó al otro lado de la cama, junto a la ventana, y se agachó, apoyándose en la pared, encajado entre la cabecera y unos cuantos cojines. Pero no le gustó. Le daba la sensación de estar acorralado. Prefería estar de pie, y pensó en el cuarto de baño, de puertas correderas, en aquel momento cerradas. Hacían algo de ruido al abrirlas. Tendría que cruzar la habitación para llegar hasta allí. Tendría que darse prisa.

Entonces, lo hizo todo de golpe. Se levantó, cruzó hasta el cuarto de baño mirando hacia la entrada y vio que el pomo se movía, que daba la vuelta. Siguió andando, entró en el cuarto de baño, apagó la luz, dejó la puerta medio cerrada y se metió detrás. Se quedó a la escucha con la Beretta alzada, casi tocándole la cara.

Delante de él todo estaba oscuro, sólo entraba algo de luz por la rendija de la puerta, a su lado. Esperó. No oyó nada hasta que se movió la puerta.

La puerta se movió hacia él. Se encendió la luz del baño. La puerta volvió a alejarse de él, cerrándose, y se encontró mirando una cabeza cuyo cabello oscuro, alisado, espeso, cubría los ángulos agudos de la chaqueta del traje del hombre, inclinado sobre el espejo. Se vio a sí mismo al bajar la Beretta del rostro y tenderla, hasta casi tocar al hombre que se echaba colonia en las manos. El indio nicaragüense de nombre estrambótico se frotó las manos y se las llevó a la cara, al tiempo que levantaba la cabeza. Entonces Franklin de Dios, el indio que parecía criollo, quedó enmarcado con Jack en el espejo. Se quedó mirando, con las manos sobre los pómulos sobresalientes, a la media cabeza que asomaba por encima de la suya. Bajó las manos y empezó a darse la vuelta.

Jack puso la Beretta en el hueco de la nuca del indio, metió el cañón entre su pelo y le obligó a seguir mirando hacia delante.

Al principio, Jack dobló un poco las rodillas, intentando quedarse detrás él para esconderse. Pero, mierda, había visto los ojos del indio. El indio sabía quién era. De modo que se puso derecho para ir al grano, aunque no tenía ni idea de lo que iba a hacer, salvo fingir, intentar conseguir que el hombre que había matado a Boylan estuviera más asustado de lo que lo estaba él mismo. Mierda. Pero ni con su pistola apoyada contra la cabeza del tipo se sentía Jack dueño de la situación. No estaba seguro de que aquel fulano fuera a hacer lo que él le ordenase.

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