Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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– Vamos.

Entraron en lo que Amaya llamó para sus adentros la sala de máquinas. Torres dispuestas en horizontal o vertical, viejos monitores de tubo y monitores planos. Eduardo la llevó hasta una mesa con un solo ordenador conectado a dos pantallas a la vez.

– ¿Has sabido algo más de ese tipo?

– Me ha mandado otros dos mensajes insultantes al móvil. A pesar de que me habías advertido, los borré, lo hice sin querer, un gesto automático. A lo mejor tú puedes encontrarlos, tengo el cable que conecta el móvil al ordenador.

– ¿Por qué has tardado tanto en avisarme?

– Esperaba poder arreglármelas sola.

– Pedir ayuda no significa que no puedas arreglártelas sola. Una forma de hacerlo es tener amigos en quien confiar.

– Ya. A veces lo confundo todo.

– Primero sacaremos el disco duro. Lo normal es que siga intacto. Luego veré cómo tiene instalado el chip la placa base. Quizá se pueda sustituir solo el chip.

– Bueno, si no, no te preocupes, es un portátil viejo que compré de segunda mano.

– Lo sé -dijo el abogado.

Lo habían comprado juntos, pero no quiso decírselo, solo habría servido para que ella se sintiera mal durante unos segundos por haberlo olvidado. El ya se había acostumbrado a esa desproporción en la memoria, había una vida de horas y semanas pasadas con Amaya de la cual él podía evocar olores, prendas, gestos, y que en cambio para ella se había esfumado: el brazo de Amaya alzado al guardar una taza en un estante, su cara en ese momento se vuelve hacia él mientras sonríe. Podía reconstruirlo fotograma a fotograma. Recordaba las historias que ella le contó, los bares que habían compartido, y sabía que todo eso estaba sobrescrito en el cerebro de Amaya, con imágenes de otras personas y otras historias donde él no aparecía.

Amaya miraba los ordenadores.

– Creía que ya no te dedicabas a esto.

– Solo en algunos ratos libres. Amaya, deberías denunciar a ese hombre.

– Seguramente, sí, tendré que hacerlo. Pero ¿por esto?

Mientras terminaba de instalar el disco duro en otro ordenador, el abogado dijo:

– No. El chico y yo registramos lo que hizo con tus fotos. Ahora entraré en tu móvil, quizá se pueda saber desde dónde envió los últimos mensajes. Piensa que está puteando a más gente igual que a ti. Estará pagando con vosotras algo que le hicieron, o puede que disfrute, no lo sé, pero no debes dejar que se sienta dueño de la situación.

Se abrió la pantalla de bienvenida. Sin que tuviera que preguntársela, ella le dio la contraseña:

– «Odaracuza». Es «azucarado» al revés -sonrió encogiéndose de hombros.

Y ahora él estaba dentro, todos los archivos y directorios a su disposición. Pensó en la vice sin poderlo evitar. Se sentía incómodo ahí. Soy un monógamo de disco duro, vicepresidenta. Se imaginó una noche buscando a Amaya entre los bits. No habría sido difícil romper su contraseña y espiar una vida que las horas diarias le negaban. Estar mirándola a su lado pero invisible mientras ella abría ventanas, cuáles, y creaba ficheros. Asomarse a eso, sin embargo, habría supuesto perder la oportunidad de que un día ella le buscara con sed.

– Parece intacto, luego lo escanearé despacio de todos modos -dijo-. Vamos con tu móvil.

Amaya se lo dio y se quedó de pie a su lado, la mano apoyada sobre su hombro. El abogado veía los dedos, sin pensarlo se los llevó a los labios un momento y volvió a dejar la mano donde estaba. Amaya no reaccionó apartándose, había sentido dentro el sonido del vino cuando cae en la copa y siguió ahí, apoyada, sorprendida.

El abogado guardó los mensajes borrados en un pendrive.

– Aquí está todo. Si quieres mañana te acompaño a poner la denuncia. Tengo un amigo en la brigada de investigación tecnológica.

– Mañana me voy fuera, te aviso cuando vuelva.

– Ahora veo si tiene arreglo el chip de tu ordenador y terminamos.

El abogado se levantó apartando con suavidad y firmeza la mano de Amaya. Fueron a la mesa donde estaba el portátil.

– ¿Por qué un murciélago? ¿Se cree Batman, quiere decir algo?

El abogado tenía un secreto, ¿quién no lo tiene? Y lo mantuvo consigo.

– Es un animal frecuente en los creadores de virus. Lo más seguro es que no lo haya diseñado él sino que lo haya comprado. Los murciélagos tienen que ver con la noche. Están despiertos cuando todos duermen.

Amaya se alejó del abogado en busca de una ventana. La calle mal iluminada podía muy bien ser las aguas de un río. Si se acostaba con él quizá luego no querría volver a verle, porque hay errores y cuerpos que no cuadran. Perdería entonces un punto de apoyo en la ciudad cada vez más oscura. Pues si de día nunca tenía miedo y era capaz de estimular equipos en el trabajo, conducir reuniones en el partido, viajar a países situados a miles de kilómetros, en las noches a veces sí temía por Jacobo y por ella misma, por el tallo de la vida que en cualquier momento se puede partir.

Volvió hacia donde estaba el abogado.

– Tendré que buscar un chip, pero es fácil, en un par de días puedo devolvértelo funcionando. Si lo necesitas antes, te llevas uno de aquí con el disco duro dentro.

– No, no…, puedo esperar.

– Tengo que pedirte un favor.

El abogado se había puesto de pie, era más ancho y más alto, a ella se le ocurrió la imagen de una puerta, quiso apoyarse y que se abriera.

– Claro -dijo ahora deseando ser tocada.

– Necesito tu coche, te acompaño y luego me lo llevo.

– Bien, ¿hasta cuándo lo necesitas? Mañana por la tarde había…

– No, no te preocupes, son solo unas horas. Esta misma noche, a eso de las tres, lo dejo aparcado en tu calle.

– ¿Vas a salir ahora? -preguntó con una curiosidad no exenta de celos.

– Asuntos de trabajo -dijo el abogado.

La cara de Amaya rozó la manga del jersey del abogado. Olía a café y a frío. Se apoyó con más fuerza y él le acarició el pelo.

– ¿Nos vamos?

– ¿Tienes mucha prisa?

– Un poco -dijo el abogado. Y solo para sí: Vuelo de noche.

Llovía en Zamora, un agua fina que el frío pronto convertiría en aguanieve. Cinco ministros españoles y cinco portugueses aguardaban en la intemperie de la plaza mientras sonaba una banda de música. Era el encuentro bianual posterior a la vigésimo cuarta cumbre hispano-portuguesa. En breves minutos se esperaba la llegada de los presidentes de ambos países, pero una convocatoria urgente desde Bruselas había determinado que en su lugar acudieran la vicepresidenta española y el vicepresidente portugués. Ahí estaban, se estrecharon la mano en público, permanecieron firmes mientras sonaban los himnos nacionales. Luego la comitiva se dirigió al palacio donde tendrían lugar las reuniones. Un ministro reclamó la presencia del vicepresidente portugués casi en el mismo momento en que el ministro del Interior español se dirigía a Julia. El abrigo de lana azul marino de Álvaro y su barba entrecana le conferían un aire de capitán de barco, su silueta se avenía de forma extraña con la más lánguida de la vicepresidenta, envuelta en una capa verde oscuro que no llegaba a rozar el suelo.

– Querida Julia, estás cavando tu propia tumba.

– Creía que me la estabas cavando tú.

– Si querías competir conmigo, podías haber elegido otro asunto.

– Parece que he elegido este, al fin y al cabo mi tumba me concierne bastante.

El ministro se frotó las manos con suavidad, como si se las acariciara.

– ¿Pido un paraguas? -dijo.

– Por mí no hace falta, estamos llegando. Es aguanieve lo que cae, ¿no?

– Enseguida será solo nieve. Resérvame unos minutos después de la reunión sectorial, antes de la comida en el Ayuntamiento.

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