Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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Eran las cuatro de la mañana, la flecha no estaría pero Julia decidió hablar con ella, al fin y al cabo ni siquiera tenía constancia de no haberse vuelto loca ni de que esas líneas que se escribían en el ordenador no estuviesen escritas por ella misma, desdoblada sin darse cuenta. Era absurdo pensarlo pero también no tener rastro de esa persona que le hablaba.

«Hemos avanzado mucho -escribió-. Ya circulan rumores de todo tipo, y en cuanto el presidente me dé luz verde comenzará el baile. Por supuesto, van a decir que esta no es la medida más necesaria ahora. Yo creo que sí. Es el hecho y es el símbolo, demostrar que no estamos completamente sometidos a los mercados, las agencias de valoración, la burocracia de Bruselas. Si conquistamos algo de autonomía financiera podremos aliviar la restricción crediticia que pesa sobre familias y pequeñas empresas. No hará falta sobreendeudar, bastará una refinanciación de las deudas vivas. Podremos fomentar la creación de pequeñas empresas viables, dar salida al parque de viviendas incautadas bajo la forma de alquiler social para las familias sin hogar, forzar la desaparición de los préstamos hipotecarios abusivos. Priorizaremos la financiación a empresas generadoras de infraestructuras necesarias para cumplir cometidos sociales que no alcanzamos mediante las leyes. Cada vez que he dicho esto, algo que al mismo tiempo es el abecé y un sueño, me han escuchado como si lo imaginaran, como si durante un momento volvieran a pensar que es posible, siempre que, han insistido, claro, tuviéramos el aval del presidente.

»No me contestas, ¿dónde estás? Aunque he pasado por todas las hipótesis, ya no creo que seas un enemigo, ni tampoco un amigo. Al principio llegué a preguntarme si eras Luciano, Carmen, Helga, pensé en ex amantes, adversarios, en Álvaro tendiéndome una trampa. Lo que ahora me digo es que tal vez coincidimos una vez en un sitio corriente, no sé, una piscina o un comercio. Quizá eras el dependiente que me atendió. Y a lo mejor fui brusca contigo. Recuerdo a un chico a quien conocí en una piscina cubierta. Los dos íbamos a nadar por la mañana. Luego en el bar había un solo periódico, a veces llegaba él primero y a veces yo; lo leíamos deprisa para dejárselo al otro porque éramos educados. Hasta que una mañana me miró medio riéndose y decidimos compartirlo. Avanzábamos de titular en titular, consultándonos las pocas ocasiones en que alguno quería leerse una noticia entera. Pensé que podías ser ese chico, aunque no recuerdo haberle ofendido. ¿En qué momento mi cobardía te ofendió? ¿Qué hice o qué dejé de hacer para que estés ahí, aguijoneándome?

»Puede que no haya ningún vínculo entre nosotros, o que sea unidireccional, ese psicópata a quien un gesto mío podría haberle parecido un signo que pide mi muerte. No lo creo. A menudo pienso que eres solo quien dices ser, un votante medio, el inexistente hombre de la calle, porque no hay nadie medio y cada uno tiene su angustia, su rencor, su pedazo de felicidad. De personas así llegan todos los días a vicepresidencia decenas de cartas y correos. Casi siempre se trata de papeles pendientes, ayudas no concedidas, trámites que se juzgan erróneos. También, aunque menos, hay sugerencias y peticiones concretas. Nunca nadie me ha pedido como tú mi cobardía.»La vicepresidenta decidió no borrar el documento, le puso nombre: «cuatro de la mañana», lo dejó en el escritorio y apagó.

Crisma se hizo un termo con café para poder servirse a cada rato sin salir de la habitación, luego preparó sus discos y demás herramientas de análisis forense. Tenía delante de sí unas horas en las que solo habría intensidad, sin daño, sin temor a causarlo, sin dudas. En inglés lo llamaban/w«pero debía de ser más parecido a lo que sentía alguien cuando dibujaba o componía una canción, un tiempo de concentración que aplazaba el mundo. Una vez hallado el origen de ese murciélago tendría que responder a cuestiones como quién lo enviaba, si era una amenaza para él o solo para su jefe o simplemente un virus capaz de atravesar las defensas de ATL. Pero ahora podía retrasar las preguntas mientras revisaba la placa base y el disco duro sintiéndose parte de un conjunto de mentes inquietas, atentas a la manera en que el pensamiento podía convertirse en acto si se sabía ordenar el código adecuadamente.

Aunque aún era de día, bajó la persiana y encendió la luz. Hay personas que están hechas para permanecer en cuartos tenuemente iluminados. Para huir de las bromas baratas, la risa que explota, de todo lo que fluye fácilmente en unos casos y sin embargo se detiene en otros. ¿Soy un enfermo, un asocial? ¿Esta felicidad de ahora tiene sentido? Aunque apenas había ruido en su casa, pues todas las habitaciones daban a patios interiores excepto una pequeña ventana en el dormitorio, Crisma se puso unos protectores de oído de los que se usaban en los aeropuertos. En ese silencio, frente a la pantalla negra con caracteres verdes, también había desorden, incertidumbre, y el olor persistente de alguna casa donde alguien freía con aceite quemado las cosas. Pero todo lo de afuera parecía suceder de un modo menos intenso, amortiguado. Creen que no me canso, cuando no sale a la primera, cuando lo intento y tropiezo, cuando voy al hospital. Mejor que lo crean, pero sí me canso. Que otros hagan, si quieren, quince cosas a la vez, yo no puedo, he tenido mucho tiempo para comprobarlo. Aquí estoy bien.

Deseó que el Murciélago fuese un buen enemigo. Muchos hackers tenían ahora un objetivo económico y bastantes pertenecían al crimen organizado dentro del sistema o en sus alrededores. Pero en algún lugar seguía habiendo mentes conscientes de que el código era poder y debía ser compartido; gentes que solo buscaban un territorio donde las cerraduras y la combinación de la caja fuerte no dependiera del dinero acumulado con violencia, sino de noches con un termo de café y el universo entero al otro lado.

Comprobó que el virus había entrado en la BIOS como si fuera a actualizarla y en vez de hacerlo había puesto un archivo inejecutable. Eso inutilizaba por completo el ordenador pero en principio dejaba el disco duro intacto. Se conectó al chip de la BIOS y vio que lo que debía ser un programa había sido sustituido por un texto:

«Estar solo es metafísicamente imposible: el único monstruo sería aquel Robinson soñado por Tournier en un mundo sin otro. Viernes, o las huellas de los indígenas, son necesarias hasta para concebir la isla, no digamos la novela».

Miró detrás de sí en un gesto instintivo, ¿quién acababa de hablar? Luego volvió a leer el texto, un mensaje de náufrago bastante extraño. Por lo menos pareces un enemigo elegante. Desmontó el disco duro y lo instaló en uno de sus ordenadores. Funcionaba. No tengo nada; una tarjeta de visita, una firma literaria, pero qué puedo hacer con ella. Introdujo el texto en un buscador, solo había una entrada para las palabras escritas en la misma secuencia, un artículo publicado en un periódico el día de Reyes de 1990. Bien, ya sabía de dónde procedía el texto, pero era una vía cerrada. Quizá el intruso fuera alguien mayor si conocía un texto publicado en 1990, aunque también podía haberlo encontrado casualmente en la red hacía tres semanas.

– Puto Murciélago -dijo en voz alta, y entonces se acordó. Tenía que haber dejado una firma en el disco duro para que se viera la imagen troquelada del murciélago.

La vicepresidenta contempló su mesa, los papeles ordenados en montones simétricos. Abrió la siguiente carpeta de cartulina blanda y empezó a leer el recurso de las operadoras de telecomunicaciones que se negaban a pagar un 0,9 de sus ingresos como aportación a la financiación de la televisión pública. Veladamente amenazaban con perjuicios que podían incluso llegar a ser de carácter estratégico. Si hacen esto por el 0,9 de sus ingresos, qué no harán los bancos si ven en peligro el negocio de la posible privatización de las cajas. Que lo hagan. A veces es mejor el enfrentamiento abierto. No son los amos, nadie es el amo, y en estos malos tiempos ellos también tienen mucho que perder. Siguió leyendo. Los efectos de pagar esa aportación serían «irreversibles e intangibles, de difícil o imposible cuantificación». Río por no llorar. Al poco llamaron a la puerta. Qué raro que Mercedes no la hubiese avisado.

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