Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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Se dijo que habría podido evitarse los detectives si el chico hubiera resuelto ya el problema de las actualizaciones. El chico había jurado que lo resolvería esa semana. Ojalá termine pronto, está nervioso y nos está poniendo nerviosos a los demás.

A las siete de la mañana el teléfono del abogado sonó y se cortó varias veces. El abogado se vistió de mala gana. Acudió al bar convenido, el chico estaba bastante nervioso.

– Habrás hablado ya con el vigilante.

– Sí.

– Seguro. La otra vez me dejaste colgado.

– No: tú te adelantaste.

– Yo creo que no, pero no importa. ¿Me va a ayudar?

– Sí. Me contó su encuentro contigo. Llegamos a un acuerdo.

– ¿Qué le das tú a cambio?

– Cosas nuestras…

– Avísale entonces. Voy a hacerlo hoy.

– ¿Hoy?

– Es que es más complicado de lo que ellos creen. Les he explicado que técnicamente resulta imposible hacer las actualizaciones sin dejar pistas. Lo saben, lo entienden, pero les da igual, yo soy una pieza de recambio.

– Necesitas algo más que mi ayuda. Tenemos que organizamos, ellos te dejarán solo y terminarás tú en la cárcel o suicidado como ese técnico griego.

– No, ni hablar. Lo he planeado bien. Cuando tenga una llave de acceso para mí, me las arreglaré para que lo sepan. Así tendrán que dejarme en paz.

– No creo que pretendan estar escuchando siempre. Una vez que resuelvan su asunto, pararán.

– Ellos no pueden añadir los números desde fuera. Cada vez que les interese otro me lo van a pedir. Tengo que poner un límite. Dentro de cinco minutos vamos a esa cabina y llamas al guarda. Por favor.

El chico llegó al trabajo con antelación, avanzó los últimos cien metros pegado a la pared para no ser filmado. El guarda de la puerta le esperaba.

– Aquí -dijo desde un rincón que era también un punto ciego de la cámara.

Luego regresó a su sitio habitual. El chico esperó fuera mientras el guarda abandonaba su caseta. Luego entró a gatas con un pasamontañas hasta el punto ciego donde el guarda había depositado unas llaves. Había estado preparando el plan con la vikinga y habían decidido que sería más seguro y desconcertante acudir primero a los viejos métodos analógicos. Solo si algo se complicaba usaría el inhibidor. Con una caña de pescar plegable puso un paño negro sobre la cámara, cubriéndola, y repitió lo mismo en el pasillo. Abrió la puerta del pequeño cuarto de racks. De su mochila sacó una bolsa isotérmica con un bloque de hielo. Lo dejó encima del rack. Tenía poco tiempo antes de que los sensores advirtieran el cambio de temperatura. Volvió sobre sus pasos retirando los trapos negros. Salió pegado de nuevo a la pared. Regresó a las ocho, con otra ropa y sin pasamontañas. Tras saludar al guarda subió deprisa a su ordenador. Entró en el sistema y modificó el script de los sensores. Borró su rastro, aunque no podía hacerlo en el otro ordenador del hielo, esperaba que la avería que produciría el agua provocase un pequeño incendio que destruyera los registros de lo ocurrido.

El chico trabajó de buen humor. Pedaleaba con los pies sin querer, como si tuvieran música. Un compañero se le acercó para preguntarle una duda y el chico le sugirió salir a tomar un café.

– ¿Cómo vas? -se interesó el chico por él.

– Un poco harto -replicó su compañero, apenas unos meses mayor.

– ¿Por qué?

– Porque tengo sueño, porque me controlan a todas horas, porque han quitado a dos personas de mi grupo y ahora tenemos el doble de trabajo… ¿Sigo?

El chico negó con la cabeza.

– ¿Y tú?

– Hasta el cuello.

Se miraban sin verse, cada uno conjurando un tiempo futuro que les atenazaba. La luz de la cafetería parpadeó. El chico levantó los ojos hacia el reloj de la pared. La luz se fue del todo y volvió una más débil de emergencia.

– Vamos a hacer backups, esto tiene mala pinta -dijo su compañero.

– Sí, ve yendo si quieres, yo invito.

Crisma dejó unas monedas en la barra y salió por la puerta opuesta. Entró en la sala de monitorización.

– Se está cayendo todo -le dijo su jefe.

– Por eso he venido.

– ¿Puedes seguir con esto? Hay dos cosas que no quiero perder en mi ordenador -dijo, y se fue.

No entraba en el plan del chico, pero sus zapatillas seguían pedaleando solas. No estaba nervioso, lo había repasado, podía tocar las teclas con los ojos cerrados. Y no tenía miedo porque el miedo ya había sucedido, formaba parte de una historia paralela en la que pudo no haberlo intentado. Tecleaba como jugando, como si en vez de escribir código estuviera conduciendo un coche por el borde de un precipicio, guiando una lancha bajo los puentes.

La luz parpadeó de nuevo, él había logrado actualizar la red de teléfonos sombra y tenía ya también su propia puerta trasera. Pero le faltaba el encargo de su jefe. Sonó el teléfono, era él.

– Cierra el ordenador y ven a mi despacho.

Crisma apagó. Sus zapatillas se quedaron quietas: ¿le había visto su jefe, había sido todo una emboscada?

Anduvo despacio, como si no hubiera gravedad en los pasillos y pudiera chocarse con el techo o la pared. Las luces de emergencia parpadeaban sin cesar. El chico repasó los pasos, era difícil que su jefe los hubiera visto pero no imposible. Podían despedirle. Podían llevarle a la cárcel. ¿Y todo por qué? ¿Por haberse metido en un lío sin pensarlo o tal vez porque había estado demasiado tiempo sin meterse en ninguno? ¿Al final era un ingenuo? El mundo se desmoronaba, dentro de diez años quizá todo se viniera abajo: el fascismo, la guerra, el fin de la energía, ya nadie podía soñar con un futuro previsible. Recordó sus veinte años, cómo se sentía al mirar a sus padres y verse reflejado, para ellos él era una promesa, sus miradas le hacían creerse poseedor de algo nuevo. Y ahora qué, una pieza de una empresa, material intercambiable que iba a ser arrojado al contenedor.

La luz volvió cuando el chico llamaba a la puerta del despacho de su jefe. Miró el reloj: lo habían solucionado antes de lo que él había previsto. Bueno, aquí se acaba todo. No sé, supongo que es peor, pero lo otro también era malo. Y sintió miedo al recordar la celda de la comisaría, el hedor, el frío.

– Entra -dijo su jefe.

Estaba sentado delante del monitor. Lo señaló.

– Se ha ido al negro con un texto troquelado en forma de murciélago. Luego el ordenador se ha apagado y no puedo volver a encenderlo. Por lo que sé, ha sido solo el mío.

– ¿Has abierto algún enlace?

– No, por lo menos no hoy

– ¿Ha sido durante la avería?

– Sí, ¿crees que puede tener relación?

– No estoy seguro.

– Quiero que te lo lleves. Ahora. Tengo demasiados problemas, no voy a dar parte de esto hasta que no tenga más datos. Hazme un análisis forense, dime qué ha pasado, de dónde ha podido venir esto.

– … Entonces… ¿me marcho?

– Sí, lo desmontas y te vas a casa. Mañana me lo traes a primera hora y me cuentas lo que sepas.

Crisma se acuclilló y empezó a desenchufar los cables. Los dedos le temblaban después de la tensión, pero su jefe no podía verlo. Intentó controlar la expresión de la cara, la sonrisa nerviosa que le afloraba sin querer, hacía un minuto se había imaginado con toda nitidez dentro de una celda.

Enseguida, sin embargo, empezaron las preguntas, ¿podía haber sido azar, estaría el Irlandés detrás de ese ataque con murciélago, qué estaba pasando? Levantó la caja del ordenador y la puso sobre la mesa de su jefe.

– ¿Necesitas un carro?

– Será más discreto, sí.

Crisma pasó por su mesa arrastrando el carro negro. Nadie le preguntó qué llevaba.

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