John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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¿Su encuentro con el demonio?

«Calma, Gurney. Calma. ¿De qué diantre tienes tanto miedo?»

La respuesta solo oscureció el pozo y engrasó las paredes.

«Tienes miedo de ti mismo. Tienes miedo de lo que puedas haber hecho.»

Se mantuvo en una especie de parálisis emocional durante el resto de la cena, tratando de comer lo suficiente para ocultar el hecho de que en realidad no estaba comiendo, simulando apreciar las descripciones de Madeleine de su paseo. Pero cuanto más se entusiasmaba ella con la belleza de las rudbeckias, el perfume del aire, el azul celeste de los ásteres silvestres, más aislado, desplazado y desquiciado se sentía él. Se dio cuenta de que Madeleine había dejado de hablar y lo estaba mirando con preocupación. Dave preguntó si le había dicho algo y estaba esperando una respuesta. No quería reconocer lo distraído que estaba ni por qué.

– ¿Has hablado con Kyle?-Su pregunta parecía surgir de la nada. ¿O ya lo había preguntado? ¿O ya había ido tendiendo a ella mientras él estaba inmerso en sí mismo?

– ¿Kyle?

– Tu hijo.

En realidad no estaba planteando una pregunta, solo repitiendo la palabra, el nombre, como forma de mantenerse a flote, de estar presente. Era algo demasiado enmarañado para explicarlo.

– Lo he intentado. Hemos cruzado llamadas, nos hemos dejado mensajes varias veces.

– Deberías intentarlo más. Insistir hasta que hables con él. Dave asintió, no quería discutir, no sabía qué decir.

Ella sonrió.

– Sería bueno para él. Bueno para los dos.

Dave asintió otra vez.

– Eres su padre.

– Lo sé.

– Bueno, pues. -Era una afirmación concluyente. Empezó a aclarar los platos.

Dave vio que Madeleine hacía dos viajes al fregadero. Cuando ella volvió con una esponja húmeda y papel de cocina para limpiar la mesa, él dijo:

– Está muy centrado en el dinero.

Madeleine levantó la bandeja que contenía las servilletas para poder limpiar por debajo.

– ¿Y qué?

– Quiere ser un abogado de litigios.

– Eso no es necesariamente malo.

– Parece que lo único que le importa es el dinero, una casa grande, un coche grande.

– Quizá quiere que se fijen en él.

– ¿Que se fijen en él?

– A los niños les gusta que sus padres se fijen en ellos-dijo.

– Kyle no es un niño.

– Es exactamente lo que es-insistió ella-. Y si te niegas a fijarte en él, entonces tendrá que intentar impresionar al resto del mundo.

– No me estoy negando a nada. Eso es un rollo de psicólogo.

– Quizá tengas razón. ¿Quién sabe?-Madeleine había perfeccionado el arte de esquivar un ataque, de salir ilesa.

Dejó a Gurney dando bandazos en el vacío.

Continuó sentado a la mesa mientras ella lavaba los platos. Empezaron a cerrársele los ojos. Como había descubierto muchas veces antes, la intensa ansiedad conllevaba agotamiento. Se fue deslizando a una especie de sopor.

50

Un cañón sin cureña

D eberías venir a la cama. -Era la voz de Madeleine.

Dave abrió los ojos. Su mujer había apagado todas las luces menos una y estaba saliendo de la cocina con un libro bajo el brazo. La posición de la cabeza caída sobre el pecho le había producido a Gurney un dolor agudo en la clavícula. Al enderezarse, descubrió un dolor equivalente en el cogote. En lugar de refrescarle, la cabezadita sobre la mesa había reconstituido sus temores.

Se sentía tan agitado que sabía que no podría dormir bien. Tenía que hacer algo para evitar rebotar de un escenario de horror de Saul Steck a otro.

Podía devolver la llamada a Sheridan Kline, que le había dejado aquel mensaje vago sobre la familia Skard. Gurney ya había hecho un seguimiento con Hardwick, pero quizás el fiscal sabía más que Hardwick. Por supuesto, la oficina del fiscal estaría cerrada. Era domingo por la noche.

Tenía el teléfono móvil personal de Kline. Como lo conservaba de los días del caso Mellery, no le había parecido apropiado usarlo en relación con el caso Perry sin que lo invitaran a hacerlo. Pero justo en ese momento el protocolo parecía menos importante que mantener su cordura.

Fue al estudio, consiguió el número e hizo la llamada. Estaba preparado para dejar un mensaje y recibir una llamada de respuesta más tarde, calculando que un maniático del control como Kline preferiría que las conversaciones telefónicas ocurrieran según su propia agenda. Así que le sorprendió que el hombre respondiera.

– ¿Gurney?

– Disculpe que le llame tan tarde.

– Pensaba que llamaría antes. Investigar ese asunto de Karmala fue idea suya.

– Lo siento, he estado un poco liado. En su mensaje de teléfono me decía que si había oído hablar de la familia Skard.

– Allí es adonde nos llevó la pista de Karmala. ¿Le suena?

– Sí y no.

– Eso no es una respuesta.

– Lo que quiero decir, Sheridan, es que me es familiar, pero no sé por qué. Jack Hardwick me informó de que los Skard son tipos malos con raíces en Cerdeña. Pero todavía no puedo situar de dónde conozco el nombre. Sé que lo he visto hace poco.

– ¿Es lo único que le dijo Hardwick?

– Me dijo que nunca habían condenado por nada a ningún Skard. Y que fuera el que fuese el negocio en el que estaba metido Karmala Fashion, no era el de la moda.

– Así que sabe lo mismo que yo. ¿Para qué más me llama?

– Me gustaría participar de una manera más oficial.

– ¿Eso qué significa?

– Actualizaciones, invitaciones a las reuniones.

– ¿Por qué?

– He estado más o menos adscrito al caso y hasta el momento el instinto no me ha fallado.

– Está por ver.

– Mire, Sheridan, lo único que estoy diciendo es que nos podemos ayudar mutuamente. Cuanto más sepa y cuanto antes lo sepa, más puedo ayudar.

Hubo un largo silencio. La intuición de Gurney le decía que era más una técnica que una indecisión por parte de Kline. Esperó.

Kline prorrumpió en una risa sin humor. Gurney siguió esperando.

– Ya sabe que Rodriguez no lo soporta, ¿verdad?

– Claro.

– Y sabe que Blatt no lo soporta.

– Desde luego.

– ¿Y que ni siquiera a Bill Anderson le cae bien?

– Exacto.

– Así que sería tan bien recibido en el DIC como una ventosidad en un ascensor, ¿se da cuenta de eso?

– No lo dudaría ni un minuto.

Hubo otro silencio, seguido por otra risa espeluznante de Kline.

– Esto es lo que le ofrezco: voy a decirle a todo el mundo que tenemos un problema con Gurney. Gurney es un cañón sin cureña. Y la mejor manera de controlar a un cañón suelto es no quitarle ojo, atarlo en corto, mantenerlo en el corral. Y la forma en que he planeado mantenerlo vigilado es tenerlo mucho por aquí, compartiendo sus ideas con nosotros. ¿Qué le parece?

Mantener un cañón suelto atado en corto en un corral le sonaba a síntoma de desintegración mental.

– Es factible, señor.

– Bien. Hay una reunión en el DIC mañana a las diez. No falte. -Kline colgó sin decir adiós.

51

Confusión total

D urante el resto de la noche, Gurney se sintió al mismo tiempo cargado de energía y calmado por la conversación y la promesa de Kline.

Estaba complacido y bastante sorprendido de sentirse todavía igual cuando se despertó al amanecer del día siguiente. En un esfuerzo por alimentar esa sensación, permanecer dentro de los confines comparativamente seguros y sólidos de un mundo en el cual era el cazador y no la presa, Gurney revisó el archivo Perry por enésima vez mientras tomaba el café de la mañana. Entonces llamó al número de Rebecca Holdenfield y dejó un mensaje en el que le preguntaba si podía pasar por su oficina de Albany esa tarde después de su reunión con el DIC.

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