John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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– Gracias, Jennifer. Ha sido muy útil.

Puede que no fuera parte del trabajo de Jennifer Stillman juzgar por qué la gente quería lo que quería, pero era una gran parte del trabajo de Gurney. Comprender las motivaciones podía ser crucial y en ese momento se le ocurrió una muy rara: una razón por la que una persona podría querer una cobertura total en vídeo era la seguridad. O porque pensaba que el efecto disuasorio de múltiples cámaras que grabaran continuamente impediría que ocurriera algún suceso temido, o porque quería tener un registro irrefutable de cualquier cosa que sucediera.

Y luego estaba la cuestión de quién quería todas las cámaras funcionando. A Gurney no se le había escapado que la solicitud se le había presentado a la señora Stillman como procedente de Jillian, pero ella en persona no había estado presente y la solicitud la había transmitido Ashton. Así que podría haber sido idea de Ashton y haberla presentado como idea de su prometida. Pero ¿por qué iba a hacerlo? ¿Qué importaba de quién había sido la idea?

La posibilidad de que él o ella hubieran estado motivados por la seguridad que ofrecían las cámaras-la posibilidad de que al menos uno de ellos, quizás ambos, tuviera motivos para temer lo que podría ocurrir ese día-era intrigante.

La razón más clara que justificaría su preocupación habría sido Flores, del que se decía que había estado actuando de manera extraña. Tal vez el énfasis en la cámara había venido de Jillian, tal y como había dicho Ashton. Quizás ella tenía razones para temer a Flores. Al fin y al cabo, sus registros de móvil durante las semanas precedentes al asesinato indicaban numerosos mensajes de texto desde el teléfono de Flores, incluido el último, el único que no había borrado: «Por todas las razones que he escrito. Edward Vallory». A la luz del prólogo de la obra de Vallory, el mensaje podía interpretarse como una amenaza. Así que quizá Jillian fue a verlo a la cabaña para discutir algo mucho menos agradable que un brindis de boda.

Cuando Gurney estaba enfrascado en hilvanar indicios, interpretaciones, rumores y saltos lógicos para comprender qué había sucedido en un crimen, en su mente no había espacio para más, cosa que le hacía perder la noción del tiempo y el lugar. Así pues, cuando miró el reloj en la librería del estudio y vio que eran las 17.05 le sorprendió, pero al mismo tiempo no le sorprendió; igual que la rigidez en sus piernas cuando se levantó.

Madeleine todavía no había vuelto. Quizá debería preparar algo para cenar o al menos mirar si ella había dejado algo en la encimera que hubiera que meter en el horno. Se estaba dirigiendo hacia allí cuando sonó el teléfono en su escritorio y retrocedió. El identificador de llamada decía que era Jack Hardwick.

– Caray, superpoli, ¡tienes un amigo muy asqueroso!

– ¿Qué significa?

– Espero que no hayas estado cerca de un patio de escuela con este tipo.

Gurney tuvo una desoladora sensación de hacia dónde iba.

– ¿De qué coño estás hablando, Jack?

– ¡Qué susceptible! ¿Este tesoro es muy amigo tuyo?

– Basta de chorradas. ¿De qué se trata?

– ¿El caballero con el que estuviste bebiendo? ¿Cuya copita te llevaste? ¿Cuyas huellas me pediste que comprobara? ¿Te suena familiar, Sherlock?

– ¿Qué has descubierto?

– Bastante.

– Jack…

– He descubierto que su nombre es Saul Steck. Nombre profesional: Paul Starbuck.

– ¿Y su profesión es…?

– Actualmente ninguna. Al menos que se tenga constancia. Hace quince años era un aspirante a actor de Hollywood. Anuncios en la tele, un par de películas. -Hardwick estaba en modo narrador de cuentos, con pausas dramáticas entre frase y frase-. Entonces tuvo un pequeño problema.

– Jack, puedes ir al grano. ¿Qué pequeño problema?

– Lo acusaron de violar a una menor. Una vez que eso saltó a los medios, empezaron a aparecer más víctimas. Se presentaron contra él varios cargos por violación y abusos sexuales. Le gustaba drogar a niñas de catorce años. Tomaba muchas fotos explícitas. Terminó su carrera de actor. Podría haber ido a prisión durante el resto de su vida. Lástima que no fuera así. Es el mejor lugar para esa basura. Sin embargo, el dinero de la familia compró suficientes testimonios de médicos expertos para mandarlo a un hospital psiquiátrico, del que salió discretamente hace cinco años. Desapareció del radar. Dirección actual desconocida. Salvo ¿quizá por ti? Me refiero a que sacaste esa copita de algún sitio, ¿no?

49

Un niño

G urney estaba de pie junto a las puertas cristaleras de cara a los restos de lavanda de un espectacular atardecer en el que no reparó, tratando de asimilar la última réplica del terremoto Jykynstyl.

Información. Necesitaba información. ¿Qué necesitaba encontrar primero? Debería coger un bloc y escribir una lista de preguntas, empezar a priorizar. Se le ocurrió una de inmediato: ¿quién era el dueño de aquella casa?

Cómo encontrar la respuesta no era tan obvio.

Otra vez la paradoja. Para soltarse de la red, necesitaba saber de quién era la red. Pero si investigaba la pregunta ingenuamente, sin ninguna idea de cuál podría ser la respuesta, podría enredarse aún más. Preguntas sin responder estaban amenazando con hacer que otras preguntas fueran incontestables.

– ¡Hola!

Era la voz de Madeleine. Como una voz que te despierta por la mañana, que te sacude y te sitúa en la habitación, en el día específico de la semana.

Gurney se volvió hacia el pasillito que llevaba de la cocina al lavadero.

– ¿Eres tú?-preguntó.

Por supuesto que lo era. Una pregunta estúpida. Cuando ella no respondió, la planteó de nuevo, en voz más alta.

Madeleine respondió apareciendo en el umbral de la cocina, con expresión reprobadora.

– ¿Acabas de entrar?-preguntó él.

– No, llevo toda la tarde en el lavadero. ¿Qué clase de pregunta es esa?

– No te he oído entrar.

– Y sin embargo-dijo ella con alegría-, aquí estoy.

– Sí-dijo-. Aquí estás.

– ¿Estás bien?

– Sí.

Madeleine alzó una ceja.

– Estoy bien-insistió él-. A lo mejor, tengo un poco de hambre.

Ella miró un cuenco de la encimera.

– Las vieiras ya deberían estar descongeladas. ¿Quieres sofreírlas mientras yo pongo el agua para el arroz?

– Claro.

Confiaba en que esa tarea simple le proporcionara al menos una escapatoria parcial del torbellino Saul-Paul, que estaba envolviendo su mente.

Sofrió las vieiras en aceite de oliva, ajo, zumo de limón y alcaparras. Madeleine hirvió un poco de arroz basmati y preparó una ensalada de naranja, aguacate y dados de cebolla roja. A Dave le estaba costando horrores concentrarse, quedarse en la cocina, permanecer en el presente. «Le gusta drogar a niñas de catorce años. Tomaba muchas fotos explícitas.»

En mitad de la cena, Gurney se dio cuenta de que Madeleine había estado describiendo una excursión que había hecho esa tarde por el sinuoso sendero que conectaba sus veinte hectáreas con las ciento cuarenta de su vecino. No había escuchado ni una palabra. Sonrió con ánimo e hizo un esfuerzo tardío por atender.

– … verde sorprendentemente intenso, incluso en la sombra. Y debajo del manto de helechos había florecitas violetas, las más pequeñas que puedas imaginar. -Mientras Madeleine hablaba había una luz en sus ojos más brillante que cualquier luz de la sala-. Casi microscópicas. Como minúsculos copos de nieve azules y violetas.

Copos de nieve azules y violetas. Madre de Dios. La tensión, la incongruencia, la brecha que sentía entre la euforia de su mujer y su angustia casi lo hizo gruñir. El campo de helechos de un perfecto esmeralda de Madeleine y su propia pesadilla de espinas envenenadas. La animada sinceridad de su esposa y su… ¿su qué?

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