John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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Conduciendo hacia la casa de Ashton, Gurney medio esperaba ver a Marian Eliot y al ya famoso Melpómene , desenterrador de pecados, con pose dura delante del porche delantero, pero no había rastro de ninguno de los dos, ni tampoco había ningún signo de vida en la casa de los Muller.

Cuando bajó del coche en el sendero adoquinado de Ashton, a Gurney le volvió a impactar el ambiente inglés del lugar: la sutileza con la que comunicaba riqueza y exclusividad discreta. En lugar de ir directamente a la puerta principal, caminó por la pérgola en arco que servía de entrada al amplio césped que se extendía por detrás de la casa. Aunque los arbustos que lo rodeaban seguían siendo en su mayoría verdes, empezaban a aparecer algunos matices amarillos y rojos en los árboles.

– ¿Detective Gurney?

Se volvió hacia la casa. Scott Ashton estaba de pie junto a la puerta abierta.

Gurney sonrió.

– Lamento molestarle un domingo por la mañana.

Ashton se dio cuenta de su sonrisa.

– No esperaría diferencias entre un día laborable y un fin de semana en una investigación de homicidio. ¿Hay alguna cosa concreta…?

– En realidad, me estaba preguntando si podría echar otro vistazo a la zona de alrededor de la cabaña.

– ¿Otro vistazo?

– Exacto. Si no le importa.

– ¿Hay alguna cosa en particular que le interese?

– Espero saberlo cuando lo vea.

La sonrisa de Ashton era tan mesurada como su voz.

– Avíseme si necesita ayuda. Estaré con mi padre en el gabinete.

Alguna gente tenía «estudios»; otra gente, «gabinetes», pensó Gurney. ¿Quién había dicho que Estados Unidos era una sociedad sin clases? Ciertamente nadie con una casa construida en piedra de Cotswold y cuyo padre se llamara Hobart Ashton.

Caminó por el jardín lateral y pasó bajo la pérgola que daba a la zona principal del jardín trasero. Había estado tan preocupado que no se había fijado hasta ese mismo momento en el día espléndido que hacía; uno de aquellos días de otoño en que el ángulo alterado del sol, el color distinto de las hojas y una absoluta quietud en el aire conspiraban para crear un mundo de paz atemporal, un mundo que no requería nada de él, un mundo cuya calma le quitaba la respiración.

Como todos los momentos de serenidad en la vida de Gurney, este duró poco. Había llegado allí para concentrarse en un crimen, para absorber más plenamente la esencia real del lugar en el cual había ocurrido, el escenario en el que el asesino cometió el asesinato.

Continuó rodeando la casa por detrás hacia el amplio patio de piedra, hasta llegar a la mesita redonda, la mesita donde cuatro meses antes la bala de un rifle Weatherby calibre 257 había hecho añicos la taza de té de Ashton. Se preguntó dónde estaría Héctor Flores en ese mismo momento. Podría estar en cualquier sitio. Podría estar en el bosque vigilando la casa, sin quitar ojo a Ashton y a su padre, sin quitarle ojo a él.

La atención de Gurney pasó a la cabaña, a lo que había ocurrido el día del asesinato, el día de la boda. Desde donde estaba sentado podía ver la fachada delantera y un lateral, así como la parte del bosque por la que Flores tenía que haber pasado para dejar el machete en el lugar donde se encontró. En mayo las hojas estarían saliendo, igual que ahora estaban menguando, con lo cual las condiciones de visibilidad en el bosquecillo serían más o menos iguales.

Como había hecho muchas veces durante la pasada semana, Gurney imaginó un latino atlético saltando por la ventana de atrás, corriendo con la zancada de un jugador de fútbol americano a través de los árboles y arbustos hasta un punto situado a unos ciento cincuenta metros y escondiendo a medias el machete ensangrentado bajo algunas hojas. Y entonces… ¿Entonces qué? ¿Poniéndose alguna clase de bolsas de plástico encima de los pies? ¿O rociándolos con algún producto químico para destruir la continuidad del rastro de olor? ¿Para poder seguir sin dejar rastro hasta algún otro destino en el bosquecillo o hasta la carretera? ¿Para poder reunirse con Kiki Muller, que esperaba en el coche para sacarlo de la zona y ponerlo a salvo antes de que llegara la Policía? ¿O llevarlo a su propia casa? ¿A su propia casa, donde luego él la mató y la enterró? Pero ¿por qué? ¿Qué sentido tenía todo eso? ¿O se equivocaba de pregunta al suponer que el escenario debía tener un sentido práctico? ¿Y si una gran parte de ello estuviera impulsada por una patología pura, por alguna fantasía retorcida? Pero esa no era una vía de investigación útil de explorar. Porque si nada tenía sentido, no había forma de darle sentido. Y Gurney tenía la sensación de que bajo la capa de furia y demencia todo tenía sentido de algún modo.

Entonces, ¿por qué el machete estaba solo parcialmente escondido? Parecía absurdo cubrir el filo y al mismo tiempo dejar el mango a la vista. Por alguna razón, esa pequeña discrepancia era la que más lo molestaba. Quizá «molestar» no era el verbo adecuado. De hecho le gustaban mucho las discrepancias porque sabía por experiencia que, al final, proporcionaban una ventana a la verdad.

Se sentó a la mesa y miró al bosque, imaginando lo mejor posible la ruta de fuga. Aquellos ciento cincuenta metros desde la cabaña a la ubicación del machete quedaban ocultos casi del todo, no solo por el follaje del bosque en sí, sino también por el seto de rododendros que separaba la zona silvestre del césped y los arriates. Gurney trató de calcular hasta qué punto de profundidad del bosque podía ver, y concluyó que no era mucha; resultaba fácil pasar por donde Flores había pasado sin que nadie reparara en él desde el césped. De hecho, desde donde estaba sentado, el objeto más distante que Gurney podía ver a través del follaje era el tronco negro de un cerezo. Y solo podía distinguir una estrecha rendija de él a través de un hueco en los arbustos de no más de unos centímetros de ancho.

Cierto, ese fragmento visible del tronco del árbol estaba en el lado más alejado de la ruta que Flores habría tomado y, en teoría, si alguien hubiera estado mirando al bosque, concentrado en ese punto en el momento adecuado, él o ella habría captado durante una fracción de segundo un atisbo de Flores al pasar. Pero en ese momento no habría significado nada. Y las posibilidades de que alguien se concentrara en ese punto preciso en ese momento eran casi tan probables como…

¡Cielo santo!

Gurney puso los ojos como platos al darse cuenta de que había pasado por alto algo obvio.

Miró a través del follaje a la corteza negra del cerezo. Sin perderlo de vista, caminó hacia él, recto por el patio, a través del arriate donde Ashton se había derrumbado, a través del seto de rododendros que rodeaba el césped, al bosquecillo. Su dirección era más o menos perpendicular a la que suponía que había tomado Flores desde la cabaña al machete. Quería estar seguro de que no había ninguna manera de que el hombre evitara pasar por delante del cerezo.

Cuando Gurney llegó al borde del barranco que recordaba de su primer examen del bosquecillo tres días antes, su hipótesis se confirmó. El árbol estaba en el otro lado del barranco, que era largo y profundo, de laderas muy empinadas. Cualquier ruta desde la cabaña que pasara por detrás del árbol implicaría cruzar ese barranco al menos dos veces, una tarea que consumiría tiempo y que sería imposible de cumplir antes de que la zona fuera un enjambre de gente después del hallazgo del cadáver; por no mencionar el hecho de que el rastro de olor iba por el lado más cercano del barranco y no por el más lejano. Aquello significaba que cualquiera que fuera desde la cabaña hasta el lugar del machete tenía que pasar por delante del árbol. Simplemente no había forma de evitarlo.

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