John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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– Bueno, la echaron de Greystone por pasar roxies y por follar con sus compañeros pacientes. La última noticia es que la detuvieron por pasar crac en una reunión de Drogadictos Anónimos.

Gurney se preguntó adónde quería ir a parar Hardwick. No parecía que sintiera compasión alguna por el capitán.

Hardwick dio la clase de calada que habría dado si hubiera tratado de batir algún récord de cantidad de humo que podía uno meterse en los pulmones en tres segundos.

– Veo que me miras con cara de ¿y esto qué tiene que ver con nada? ¿Tengo razón?

– La pregunta se me ha pasado por la cabeza, sí.

– La respuesta es que nada. No tiene nada que ver con nada. Salvo que las decisiones de Rodriguez no valen para una mierda últimamente. Tiene un vínculo con el caso. -Lanzó el cigarrillo a medio fumar al suelo, lo pisó y lo aplastó en el asfalto.

Gurney intentó cambiar de tema.

– Hazme un favor. Investiga a Allessandro y Karmala. Me da la impresión de que nadie más está particularmente interesado.

Hardwick no respondió. Se quedó de pie un rato más, mirando al suelo, la colilla aplastada junto a su pie.

– Hora de irse-dijo por fin. Abrió la puerta del coche y arrugó la cara como si lo asaltara un olor acre-. Ten cuidado, Davey. El cabrón es una bomba de relojería y va a explotar. Siempre explotan.

37

El ciervo

E l trayecto a casa fue deprimente, en cierto sentido, aunque al principio Gurney no supo cómo identificar aquella sensación. Estaba al mismo tiempo distraído y buscando distracción, sin encontrarla. Cada emisora de radio era más intolerable que la anterior. La música que no lograba reflejar su estado de ánimo le resultaba idiota, mientras que aquella que lo conseguía solo lo hacía sentirse peor. Cada voz humana llevaba consigo una irritación, una revelación de estupidez o codicia, o ambas cosas. Cada anuncio le daba ganas de gritar: «¡Cabrones mentirosos!».

Apagar la radio hizo que se concentrara otra vez en la carretera, en los pueblos venidos a menos, en las granjas muertas y agonizantes, en las zanahorias económicas envenenadas que la industria de la extracción de gas natural agitaba delante de los pueblos pobres del norte del estado.

Estaba de un humor de perros.

¿Por qué?

Dejó que su mente vagara de nuevo a la reunión para tratar de entender algo más.

Ellen Rackoff, por supuesto, de cachemira. Ninguna pretensión de inocencia. Cálida y agradable como una serpiente. El peligro en sí constituía una parte perversa de su atractivo.

El informe de pruebas original del equipo de la escena del crimen, repetido por el teniente Anderson, que lograba que el asesinato sonara como un algo profesional: «Incluso había limpiado los sifones de debajo del fregadero y la ducha».

Lo que relacionaba a las chicas desaparecidas entre sí: sus discusiones comunes con sus padres, sus exigencias extravagantes inevitablemente rechazadas, los contactos previos con Héctor y Karmala Fashion y con el escurridizo fotógrafo, Allessandro.

El frío pronóstico de Jack Hardwick: «Es muy probable que ahora estén todas muertas».

El sufrimiento personal de Rodriguez, magnificado por el eco de los horrores potenciales del caso que tenía delante.

Gurney podía oír la voz ronca del hombre tan claramente como si estuviera sentado a su lado en el coche. Era el sonido de alguien al que estiraban hasta que se deformaba, al que tensaban como una goma elástica demasiado pequeña para abarcar todo lo que tenía que abarcar: un hombre cuya constitución carecía de flexibilidad para absorber los elementos accidentales de su propia vida.

Eso hizo que Gurney se preguntara: ¿de verdad existen los elementos accidentales? ¿Acaso no somos nosotros mismos quienes nos situamos, de una manera innegable, en las posiciones en las cuales nos encontramos? ¿Acaso nuestras elecciones y prioridades no influyen de manera decisiva? Tenía el estómago revuelto, y de repente supo la razón. Se estaba identificando con Rodriguez, el policía obsesionado con su carrera, el padre desorientado.

Y entonces-como si aquello no fuera suficiente, como si algún dios malvado hubiera ideado un plan perfecto para complementar su malestar-chocó con el ciervo.

Acababa de pasar el cartel que decía BIENVENIDOS A BROWNVILLE. No había pueblo, solo los restos cubiertos de maleza de una propiedad agraria abandonada hacía mucho tiempo a la izquierda y una pendiente boscosa a la derecha. Una hembra de tamaño medio había salido del bosque, había dudado y luego había cruzado la carretera a tanta distancia que Gurney ni siquiera tuvo necesidad de frenar. Pero entonces el cervato la siguió. Era demasiado tarde para frenar y, aunque dio un volantazo a la izquierda, oyó y sintió el terrible impacto.

Paró en el arcén. Miró por el espejo retrovisor, con la esperanza de no ver nada, con la esperanza de que se tratara de una de esas colisiones afortunadas de las cuales el notoriamente resistente ciervo corre hacia el bosque con solo una herida superficial. Pero no era el caso. Treinta metros detrás de él, un pequeño cuerpo marrón yacía al borde de la cuneta.

Gurney bajó del coche y se acercó caminando por el arcén, manteniendo una tenue esperanza de que el cervato solo estuviera aturdido y se pusiera en pie de un momento a otro. Al aproximarse, la posición girada de la cabeza y la mirada vacía de los ojos abiertos acabaron con toda esperanza. Se detuvo y miró a su alrededor, impotente. Vio a la hembra de pie en la granja arruinada, observando, esperando, inmóvil.

No había nada que Gurney pudiera hacer.

Estaba sentado en su coche sin recordar haber vuelto caminando a él, con la respiración interrumpida por pequeños sollozos. Ya se encontraba a medio camino de Walnut Crossing cuando se dio cuenta de que no había mirado si tenía algún desperfecto en la parte delantera del coche, pero incluso entonces continuó, atenazado por la pena, sin desear nada más que llegar a casa.

38

Los ojos de Peter Piggert

L a casa tenía esa peculiar sensación de vacío que exudaba cuando Madeleine había salido. Los viernes cenaba con tres amigas, hablaban de punto y de costura, de las cosas que hacían y de las que iban a hacer, de la salud de todas ellas y de los libros que estaban leyendo.

Tuvo la idea, formada durante el trayecto entre Brownville y Walnut Crossing, de seguir el consejo de Madeleine y llamar a Kyle: de mantener una conversación real con su hijo en lugar de otro intercambio de aquellos mensajes de correo electrónico cuidadosamente esbozados, asépticos, que proporcionaban a ambos la ilusión de que mantenían el contacto. Leer las descripciones editadas de los acontecimientos de la vida en la pantalla de un portátil tenía escaso parecido con oírlas relatadas de viva voz, sin el proceso de suavizado de reescrituras y supresiones.

Se metió en el estudio con buenas intenciones, pero decidió revisar su buzón de voz y su correo electrónico antes de hacer la llamada. Tenía dos mensajes. Ambos eran de Peggy Meeker, la trabajadora social casada con el hombre araña.

En el mensaje de voz parecía excitada, casi alegre: «Dave, soy Peggy Meeker. Después de que mencionaras a Edward Vallory la otra noche, el nombre no ha dejado de incordiarme. Sabía que lo conocía de algún sitio. Bueno, lo he encontrado. Lo recordaba de un curso de literatura. Drama isabelino. Vallory era un dramaturgo, pero ninguna de sus obras sobrevivió y por eso casi nadie ha oído hablar de él. Lo único que existe es el prólogo de una obra. Pero mira esto: se cree que todo el texto era misógino. ¡Despreciaba a las mujeres! De hecho, se cree que la obra de la que este prólogo formaba parte era sobre un hombre que mataba a su propia madre. Te he enviado por mail el prólogo. ¿Tiene algo que ver con el caso Perry? Me lo estaba preguntando por lo que hablaste esa tarde. Pensé en eso cuando leí el prólogo de Vallory y me dio escalofríos. Mira el mensaje de correo. Dime si te ayuda. Y dime si puedo hacer algo más por ti. Hablamos pronto. Adiós. Ah, saludos a Madeleine».

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