Gurney sonrió ante la previsibilidad de Kline. Nunca se separaba del principio conductor de su vida: conseguir todo lo posible de otra persona al tiempo que se cubría las espaldas por completo.
– Una pregunta, Sheridan: ¿cómo me pongo en contacto con Rebecca Holdenfield?
La voz de Kline se tensó con un escepticismo de abogado.
– ¿Qué quiere de ella?
– Estoy empezando a formarme una impresión de nuestro asesino. Muy hipotética, nada firme todavía, pero podría ayudarme contar con alguien con su historial como caja de resonancia.
– ¿Por alguna razón no quiere llamar al asesino por su nombre?
– ¿Héctor Flores?
– ¿Tiene un problema con eso?
– Un par de problemas. Número uno, no sabemos si estaba solo en esa cabaña cuando Jillian entró, así que no sabemos si es el asesino. Ni siquiera sabemos si estaba en la cabaña. ¿Supongamos que hubiera alguien más esperándola? Me doy cuenta de que es improbable, lo único que estoy diciendo es que no lo sabemos. Todo es circunstancial, suposiciones, probabilidades. El segundo problema es el nombre en sí. Si el jardinero cenicienta es realmente un asesino frío y calculador, entonces Héctor Flores es sin duda un alias.
– ¿Por qué tengo la sensación de estar en una noria, de que todo lo que parece que está establecido vuelve volando hacia mí otra vez?
– Una noria no me suena mal. A mí me da más la sensación de estar siendo absorbido por un sumidero.
– ¿Y quiere que Becca le acompañe en la succión?
Gurney no quiso reaccionar a cualquiera que fuera la sugerencia obscena que Kline estuviera haciendo.
– Quiero que me ayude a ser realista, a proporcionar límites a la imagen que me estoy formando del hombre al que persigo.
Quizá sacudido por el compromiso de esas últimas palabras, tal vez por el recordatorio del historial de detenciones sin parangón de Gurney, el tono de Kline cambió.
– Le diré que le llame.
Al cabo de una hora, Gurney estaba sentado delante de la pantalla de su ordenador del estudio, mirando los ojos negros y carentes de emoción de Peter Piggert, un hombre que podría tener algo en común con el asesino de Jillian Perry y mucho en común con el villano de la obra perdida de Edward Vallory. Gurney no estaba seguro de si el retrato por ordenador que había hecho el año anterior lo había atraído por su posible relevancia en relación con su actual presa o por su nuevo potencial económico.
¿Cien mil dólares? ¿Por eso? El mundo del arte adinerado podía ser muy extraño. Cien mil dólares por un retrato de Peter Piggert. El precio era absurdo. Necesitaba hablar con Sonya. Se pondría en contacto con ella a primera hora de la mañana, pero por el momento quería concentrarse lo menos posible en el posible valor del retrato y lo más posible en el hombre al que describía.
A los quince años, Piggert había asesinado a su padre para eliminar trabas en mantener una relación profundamente enferma con su madre. La dejó embarazada dos veces y tuvo dos hijos con ella. Quince años después, a los treinta, la asesinó para poder mantener sin trabas una relación igual de enferma con sus hijas, entonces de trece y catorce años.
Para el observador medio, Piggert parecía el hombre más ordinario. Gurney, en cambio, había visto desde el principio algo que no estaba bien en sus ojos. Su oscura placidez daba la sensación de no tener fondo. Peter Piggert parecía ver el mundo de una manera que justificaba y alentaba cualquier acción que pudiera complacerle, sin tener en cuenta el efecto en nadie más. Gurney se preguntó si era un hombre como Piggert el que Scott Ashton tenía en mente cuando presentó su provocadora teoría de que un sociópata es una criatura con «fronteras perfectas».
Al mirar la desconcertante calma de aquellos ojos, estuvo más convencido que nunca de que el principal impulso de Piggert era la necesidad de controlar su entorno. Su visión del orden adecuado de las cosas era inviolable; sus caprichos, absolutos. Eso era lo que Gurney había deseado resaltar en su manipulación de la foto original de la ficha policial. El tirano rígido detrás de los rasgos anodinos. Satán en la piel de un hombre corriente.
¿Era eso lo que había fascinado a Jay Jykynstyl? ¿El mal velado? ¿Era eso lo que valoraba, por lo cual estaba dispuesto a pagar una pequeña fortuna?
Por supuesto, había una diferencia decisiva entre el asesino y su retrato. El objeto en la pantalla debía su seducción en parte a su evocación del monstruo y, en parte, curiosamente, a su esencial inocuidad. La serpiente sin colmillos. El diablo paralizado e impotente.
Gurney se retiró de su escritorio y se alejó de la pantalla del ordenador. Cruzó los brazos delante del pecho y miró por la ventana que daba al oeste. En principio sin prestar atención al paisaje. Cuando empezó a reparar en la puesta de sol carmesí, al inicio le pareció una mancha de sangre en el cielo acuoso. Luego se dio cuenta de que estaba recordando una pared de dormitorio en el sur del Bronx, una pared turquesa contra la cual reposaba la víctima de un disparo, resbalando lentamente hacia el suelo. Veinticuatro años antes, su primer caso de asesinato.
Moscas. Era agosto y el cuerpo llevaba allí una semana.
Real, irreal, loco, no loco
D urante veinticuatro años había estado sumergido hasta el cuello en asesinatos y caos. La mitad de su vida. Incluso entonces, en su jubilación… ¿Qué había dicho Madeleine durante la carnicería del caso Mellery? ¿Que incluso en ese momento la muerte parecía atraerle con más fuerza que la vida?
Gurney lo negó. Y argumentó la cuestión desde un punto de vista semántico: no era la muerte lo que captaba su atención y su energía, sino el desafío de desentrañar el misterio de un crimen. Se trataba de justicia.
Y por supuesto, ella lo había mirado con expresión irónica. Madeleine no estaba impresionada por sus supuestos principios, que tal vez invocaba para ganar discusiones.
Una vez que se desconectó del debate, la verdad reptó en su interior. La verdad era que los misterios criminales y el proceso de exponer a la gente que había detrás lo atraían de una manera casi física. Era una fuerza primigenia y mucho más poderosa que nada que lo empujara a quitar la maleza de entre las matas de espárragos. Las investigaciones de asesinato captaban su atención más que ninguna otra cosa en su vida.
Esa era la buena noticia. Y también la mala. Buena porque era real, y algunos hombres pasaban por la vida sin nada que los excitara, salvo sus fantasías. Mala porque tenía la fuerza de una marea que lo arrastraba lejos del resto de las cosas que contaban en su vida, incluida Madeleine.
Trató de recordar dónde estaba ella en ese mismo momento y descubrió que se le había olvidado, Dios sabe por qué. ¿Por Jay Jykynstyl y su zanahoria de cien mil dólares? ¿Por el rencor tóxico en el DIC y su efecto distorsionador de la investigación? ¿Por el significado provocador de la obra perdida de Edward Vallory? ¿Por la ansiedad de Peggy, la mujer del hombre de las arañas, por unirse a la caza? ¿Por el eco de la voz temblorosa de Savannah Liston denunciando la desaparición de sus antiguas compañeras de clase? Lo cierto es que eran muchas las cosas que podrían haber apartado de su memoria dónde estaba Madeleine.
Entonces oyó un coche que subía por el camino del prado y lo recordó: su reunión del viernes por la noche con sus amigas de labores y costura. Pero si ese era su coche, volvía a casa mucho antes de lo habitual. Al dirigirse a la ventana de la cocina para comprobarlo, el teléfono sonó en el escritorio del estudio, detrás de él, y fue a cogerlo.
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