John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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– Dave, me alegro de pillarte al teléfono y que no me salte el contestador. Tengo un par de complicaciones, pero no te preocupes. -Era Sonya Reynolds con un destello de ansiedad coloreando su excitación característica.

– Iba a llamarte…-empezó Gurney. Había planeado hacer más preguntas para formarse una impresión más firme sobre la cena del día siguiente con Jykynstyl.

Sonya lo cortó.

– La cena ahora es un almuerzo. Jay ha de coger un avión a Roma. Espero que no te suponga un problema. Si lo es, tendrás que conseguir que no lo sea. Y la segunda complicación es que yo no voy a ir. -Esa era la parte que obviamente más preocupaba a Sonya-. ¿Has oído lo que he dicho?-preguntó al ver que Gurney no reaccionaba.

– El almuerzo no es problema para mí. ¿No puedes venir?

– Desde luego que puedo y desde luego que me gustaría, pero…, bueno, en lugar de tratar de explicarlo, mejor te cuento lo que me dijo él. Deja que te comente primero lo increíblemente impresionado que está con tu trabajo. Se refirió a él como «potencialmente muy fructífero». Está entusiasmado. Pero esto es lo que dijo: «Quiero ver por mí mismo quién es este David Gurney, este artista increíble que resulta que es detective. Quiero entender en quién estoy invirtiendo. Quiero estar expuesto a la mente e imaginación de este hombre sin la obstrucción de una tercera persona». Le dije que era la primera vez en mi vida que se referían a mí como «una obstrucción». Le dejé claro que no me gustaba nada que me pidieran que no fuera. Pero le dije que por él haría una excepción y me quedaría en casa. Estás muy callado, David. ¿En qué estás pensando?

– Me estaba preguntando si ese hombre es un chiflado.

– Es Jay Jykynstyl. Chiflado no es la palabra que utilizaría. Diría que es bastante inusual.

Gurney notó que la puerta lateral se abría y se cerraba; oyó unos ruidos en la antesala de la cocina.

– David, ¿por qué estás tan callado? ¿Estás pensando?

– No, solo… No lo sé, ¿qué quiere decir con «invertir» en mí?

– Ah, esa es la buena noticia de verdad. Es la principal razón por la que quería estar en la cena, el almuerzo o lo que sea. Escucha esto. Es información fundamental. Quiere poseer todas tus obras. No solo una o dos cosas. Todas. Y espera que incrementen su valor.

– ¿Cómo?

– Todo lo que compra Jykynstyl sube de valor.

Gurney captó un movimiento con el rabillo del ojo y vio a Madeleine en el umbral del estudio. Estaba frunciendo el ceño, preocupada.

– ¿Sigues ahí, David?-La voz de Sonya era al mismo tiempo efervescente e incrédula-. ¿Siempre estás tan callado cuando alguien te ofrece un millón de dólares para empezar y el cielo como límite?

– Me parece extraño.

Madeleine añadió un pequeña mueca de enfado al ceño de preocupación y volvió a la cocina.

– ¡Por supuesto que es raro!-exclamó Sonya-. El éxito en el mundo del arte siempre es raro. Lo raro es lo normal. ¿Sabes por cuánto se vendieron los cuadrados de colores de Mark Rothko? ¿Por qué lo raro tiene que ser un problema?

– Deja que asimile esto, ¿vale? ¿Puedo llamarte más tarde?

– Será mejor que me llames, David, mi chico del millón de dólares. Mañana será un gran día. Necesito prepararte para eso. Siento que estás pensando otra vez. Dios mío, David, ¿en qué estás pensando ahora?

– Es solo que me está costando mucho creer que esto sea real.

– David, David, David, ¿sabes lo que te dicen cuando vas a aprender a nadar? Deja de luchar contra el agua. Relájate y flota. Relájate, respira y deja que el agua te sostenga. Aquí es lo mismo. Basta de luchar con lo real, lo irreal, lo loco, lo no loco, todas estas palabras. Acepta la magia. La magia del señor Jykynstyl. Y sus mágicos millones. Ciao!

¿Magia? No había ningún concepto en la Tierra más ajeno a Gurney que la magia. Ningún concepto tan poco significativo, tan insoportablemente absurdo.

Se quedó de pie junto a su escritorio, mirando por la ventana oeste. El cielo por encima de la cumbre, que hacía tan poco era rojo sangre, se había desvaído en un manto oscuro de malva y granito, y la hierba del campo alto de detrás de la casa solo conservaba un vago recuerdo del verde.

Hubo un estruendo en la cocina, el sonido de ollas resbalando del escurreplatos sobrecargado en el fregadero y, luego, el sonido de Madeleine recolocándolas.

Gurney emergió del estudio oscuro a la cocina iluminada. Madeleine estaba secándose las manos con uno de los paños de cocina.

– ¿Qué ha pasado con el coche?-preguntó.

– ¿Qué? Oh. Un choque con un ciervo. -El recuerdo era claro, escalofriante.

Ella lo miró con alarma, dolor.

Dave continuó.

– Salió corriendo del bosque. Justo delante de mí. No hubo forma de… esquivarlo.

Madeleine tenía los ojos como platos, lanzó un pequeño grito de asombro.

– ¿Qué le ha pasado al ciervo?

– Muerto. Al instante. Lo comprobé. Ninguna señal de vida.

– ¿Qué hiciste?

– ¿Qué hice? ¿Qué podía…?

Su mente se inundó de repente con la imagen del animal junto a la cuneta de la carretera, con la cabeza torcida, los ojos abiertos con la mirada perdida, una imagen impregnada de emociones de hacía mucho tiempo, de otro accidente, emociones que le oprimían el corazón con dedos congelados y casi lo detenían.

Madeleine lo miró, parecía saber lo que estaba pensando, estiró el brazo y le acarició la mano. A medida que se recuperaba poco a poco, Dave miró a los ojos de su mujer y vio una tristeza que simplemente formaba parte de todas las cosas que ella sentía, incluso de la alegría. Sabía que ella había afrontado hacía mucho tiempo la muerte de su hijo de una manera a la que él nunca había estado dispuesto o no había sido capaz de estarlo. Sabía que algún día tendría que hacerlo. Pero todavía no, no en ese momento.

Tal vez eso era parte de lo que se interponía entre él y Kyle, el hijo adulto de su primer matrimonio. Pero esas ideas las sentía como teorías de terapeuta y no le servían de nada.

Se volvió hacia la cristalera y se quedó mirando el atardecer. Ya había oscurecido tanto que hasta el granero rojo había perdido su color.

Madeleine se volvió hacia el fregadero y empezó a secar la vajilla. Cuando habló por fin, su pregunta llegó desde una dirección inesperada.

– Así que esperas tenerlo todo listo la próxima semana; ¿el criminal entregado a los buenos en una caja con un lazo?

La percibió en su voz antes de mirarla: la sonrisa inquisitiva, carente de humor.

– Si es lo que dije, entonces ese es el plan.

Ella asintió con la cabeza, sin disimular su escepticismo.

Hubo un largo silencio mientras Madeleine continuaba secando la vajilla con más atención de la habitual, guardando los cacharros secos en el aparador de pino, alineándolos con una pulcritud que comenzó a crisparle los nervios.

– Por cierto-dijo cuando la pregunta saltó de nuevo en su mente, saliendo de manera más agresiva de lo que pretendía-, ¿por qué estás en casa?

– ¿Perdón?

– ¿No es noche de costura?

Madeleine asintió con la cabeza.

– Hemos decidido terminar un poco antes.

Dave pensó que había percibido algo extraño en su voz.

– ¿Cómo es eso?

– Hubo un pequeño problema.

– ¿Ah, sí?

– Bueno…, en realidad… Marjorie Ann vomitó.

Gurney parpadeó.

– ¿Qué?

– Vomitó.

– ¿Marjorie Ann Highsmith?

– Exacto.

Él volvió a parpadear.

– ¿Qué quieres decir con que vomitó?

– ¿Qué diablos crees que quiero decir?

– ¿Dónde? ¿Allí mismo en la mesa?

– No, en la mesa no. Se levantó de la mesa y corrió hacia el cuarto de baño y…

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