John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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– ¿Y?

– Y no llegó a tiempo.

Gurney reparó en que cierta luz casi imperceptible había vuelto a las pupilas de Madeleine, un destello de humor sutil con el cual lo veía casi todo, un humor que equilibraba su tristeza, una luz que últimamente había estado ausente. En ese momento, Dave deseaba avivar la llama de esa luz, pero sabía que si lo intentaba con mucha fuerza, solo conseguiría apagarla.

– ¿Supongo que hubo un poco de lío?

– Oh, sí un poco de lío. Y no… eh… no se quedó en el mismo sitio.

– No… ¿qué?

– Bueno, no solo vomitó en el suelo. En realidad, vomitó en los gatos.

– ¿En los gatos?

– Esta noche nos tocaba reunirnos en la casa de Bonnie. ¿Te acuerdas de que Bonnie tiene dos gatos?

– Sí, más o menos.

– Los gatos estaban acostados juntos en una cama que Bonnie colocó para ellos en el pasillo, junto al cuarto de baño.

Gurney se echó a reír; una ligereza repentina se apoderó de él.

– Sí, bueno, Marjorie Ann llegó hasta los gatos.

– Oh, Dios…-Ya estaba doblado sobre sí mismo.

– Y vomitó bastante. Quiero decir que era… sustancial. Bueno, los gatos saltaron de la cama y entraron saltando en la sala de estar.

– Cubiertos de…

– Ah, sí, bien cubiertos. Corriendo por la sala, por encima de los sofás, sillas. Fue… una barbaridad.

– ¡Cielo santo!-Gurney no podía recordar la última vez que se había reído tanto.

– Y, por supuesto-concluyó Madeleine-, después de eso nadie podía comer. Y no podíamos quedarnos en la sala de estar. Naturalmente, queríamos ayudar a Bonnie a limpiar, pero no nos ha dejado.

Después de un breve silencio, él preguntó:

– ¿Te gustaría comer algo ahora?

– ¡No!-Ella se estremeció-. No menciones la comida.

La imagen de los gatos hizo reír otra vez a Dave.

Sin embargo, la sugerencia de comida al parecer provocó en la mente de Madeleine una asociación atrasada que apagó el brillo en sus ojos.

Cuando su marido por fin dejó de reír, ella preguntó:

– ¿Así es que estaréis solo tú, Sonya y el coleccionista loco en la cena de mañana por la noche?

– No-dijo Dave, contento por primera vez de que Sonya no fuera a estar presente-. Solo el coleccionista loco y yo.

Madeleine enarcó una ceja burlona.

– Pensaba que ella hubiera matado por asistir a esa cena.

– En realidad, la cena se ha cambiado por un almuerzo.

– ¿Un almuerzo? ¿Ya te han degradado?

Gurney no mostró ninguna reacción, pero, por absurdo que pareciera, el comentario le escoció.

40

Un aullido débil

U na vez que Madeleine hubo terminado con los cazos, las sartenes y los platos, se preparó una taza de infusión de hierbas y se instaló con la bolsa de hacer punto en uno de los mullidos sillones, al fondo de la sala. Gurney, con una de las carpetas del caso Perry en la mano, pronto la siguió al sillón del lado opuesto de la chimenea. Se sentaron en sociable aislamiento, cada uno bajo la luz de una lámpara distinta.

Dave abrió la carpeta y sacó el informe del VICAP. Eran unas siglas curiosas. En el FBI significaban Programa de Aprehensión de Criminales Violentos. En el Departamento de Investigación Criminal de Nueva York respondían a Programa de Análisis de Crímenes Violentos. Pero se trataba del mismo formulario, procesado por los mismos ordenadores y distribuidos a los mismos destinatarios. Le gustaba más la versión de Nueva York. Decía lo que era, sin hacer ninguna promesa.

El formulario de treinta y seis páginas era, como mínimo, amplio, pero solo resultaba útil en la medida en que el oficial que lo cumplimentaba lo hacía de manera concienzuda y precisa. Uno de los propósitos era descubrir modus operandi similares en otros delitos archivados, pero en este caso no había ninguna anotación de coincidencia en el programa de análisis comparado. Estudió detenidamente las treinta y seis páginas para asegurarse de que no había pasado por alto nada importante en la primera revisión.

Le estaba costando mucho concentrarse, seguía pensando que debería llamar a Kyle y seguía buscando excusas para posponerlo. La diferencia horaria entre Nueva York y Seattle había proporcionado un conveniente obstáculo durante los últimos tres años, pero Kyle estaba otra vez en Manhattan, se había matriculado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia, y Gurney ya no tenía excusas. Aquello no significaba que hubiera dejado de posponerlo, ni siquiera que las causas se hubieran hecho transparentes para él.

En ocasiones lo desdeñaba como el producto natural de la frialdad de sus genes celtas. Esa era la forma más cómoda de ver las cosas, pues apenas implicaba ninguna responsabilidad personal. Otras veces se convencía de que estaba relacionado con una espiral de culpabilidad: la culpa que se originaba al no llamar creaba a su vez una resistencia mayor a llamar, y más culpa. Hasta donde alcanzaba a recordar, había experimentado en grandes dosis esa emoción lacerante: la sensación de responsabilidad de un hijo único por el matrimonio tenso y asombroso de su padres. Incluso en ocasiones pensaba que el problema era que veía demasiado de su primera esposa en Kyle, excesivos recuerdos de demasiados desacuerdos desagradables.

Y luego estaba el factor de la decepción. En medio de la crisis del mercado de valores, cuando Kyle anunció que cambiaba la banca de inversión por la Facultad de Derecho, Gurney había fantaseado por un momento con la delirante idea de que el joven podía tener cierto interés en seguir sus pasos en el mundo de la ley y el orden. Pero pronto quedó claro que Kyle simplemente estaba tomando una nueva ruta hacia su viejo objetivo de éxito material.

– ¿Por qué no lo llamas y listo?-Madeleine lo estaba mirando, con las agujas de tejer apoyadas en las rodillas, encima de una bufanda de color naranja a medio terminar.

Dave la miró un poco sorprendido, pero no tanto como antes, por esa sensibilidad extraordinaria de su mujer.

– Es la expresión que se te pone cuando estás pensando en él-dijo ella, como si estuviera explicando algo obvio-. No es una cara de felicidad.

– Lo haré. Llamaré.

Dave comenzó a examinar el formulario VICAP con renovada urgencia, como un hombre encerrado en una habitación que busca una salida oculta. No surgió nada que pareciera diferente de lo que ya recordaba. Hojeó el resto de informes de la carpeta.

Uno de los diversos análisis del material de la recepción de la boda en DVD concluía con este resumen: «Las ubicaciones de todas las personas presentes en la propiedad de Ashton durante el marco temporal del homicidio han sido verificadas a través del tiempo codificado en las imágenes de vídeo». Gurney sabía muy bien qué significaba aquello y recordaba lo que Hardwick le había dicho la noche que vieron el vídeo, pero quería estar seguro.

Cogió el teléfono móvil del aparador y llamó al número de Hardwick. Enseguida lo desviaron al buzón de voz: «Hardwick. Deje un mensaje».

– Soy Gurney. Tengo una pregunta sobre el vídeo.

Menos de un minuto después de dejar el mensaje, su teléfono sonó. No se molestó en comprobar el identificador de llamadas.

– ¿Jack?

– ¿Dave?-Era una voz de mujer, familiar, pero que no pudo situar de inmediato.

– Lo siento, esperaba otra llamada. Soy Dave.

– Soy Peggy Meeker. Tengo tu dirección de correo electrónico y acabo de mandarte un mensaje. Luego he pensado que debía llamar por si necesitabas saber esto de inmediato. -Tenía la voz acelerada por el entusiasmo.

– ¿De qué se trata?

– Querías información sobre la obra de Edward Vallory, la trama, personajes, todo lo que se conociera. Bueno, no vas a creerlo, pero he llamado al Departamento de Literatura de la Wesleyan y, ¿sabes quién sigue allí?, el profesor Barkless, el que impartía el curso.

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