John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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– La respuesta más sencilla es que serían necesarias marcas de coche distintas para causar el mismo efecto en familias con diferentes circunstancias económicas. Suponiendo que el propósito de la discusión fuera proporcionar una excusa creíble para que la chica se largara, para que desapareciera sin que la desaparición se convirtiera en asunto policial, la petición del coche tendría que cumplir dos requisitos. Uno, tendría que solicitar suficiente dinero para garantizar que sería rechazada. Dos, los padres tenían que creer que su hija hablaba en serio. Las diferentes marcas no tendrían significado per se ; el punto clave sería la diferencia en los precios. Serían necesarios precios distintos para lograr el mismo impacto en familias de diversa posición económica. En otras palabras, una petición de un coche de veinte mil dólares en una familia podría causar el mismo efecto que la de uno de cuarenta mil dólares en otra.

– Inteligente-dijo Kline, sonriendo de manera apreciativa-. Si tiene razón, Flores es inteligente. Maniaco, quizá, pero sin duda alguna inteligente.

– Pero también ha hecho cosas que no tienen sentido. -Gurney se levantó para servirse otro café-. La maldita bala en la taza de té, ¿cuál era el objetivo de eso? ¿Robó el arma de caza de Ashton para poder romperle la taza? ¿Por qué correr un riesgo así? Por cierto-dijo Gurney en un aparte a Blatt-, ¿sabe que Withrow Perry tiene un arma del mismo calibre?

– ¿De qué demonios está hablando?

– La bala que dispararon a la taza de té salió de un Weather-by calibre 257. Ashton tiene uno, que declaró robado, pero Perry también posee otro. Quizá debería estudiar eso.

Hubo un silencio incómodo mientras Rodriguez y Blatt tomaban notas de manera acelerada.

Kline miró acusadoramente a los dos, luego centró su atención en Gurney.

– Muy bien, ¿qué más sabe que no sepamos?

– Es difícil decirlo-dijo Gurney-. ¿Cuánto saben del loco Carl?

– ¿Quién?

– El marido de Kiki Muller.

– ¿Qué tiene que ver con esto?

– Quizá nada, salvo que tenía un motivo creíble para matar a Flores.

– A Flores no lo han matado.

– ¿Cómo lo sabemos? Desapareció sin dejar rastro. Podría estar enterrado en el patio de alguien.

– Uf, uf, ¿qué es todo esto?-Anderson estaba horrorizado, supuso Gurney, ante la perspectiva de más trabajo: cavar en patios-. ¿Qué estamos haciendo, inventarnos asesinatos?

Kline parecía perplejo.

– ¿Adónde quiere llegar con esto?

– Al parecer la hipótesis es que Flores huyó de la zona en compañía de Kiki Muller, quizás incluso se escondió en la casa de Muller durante unos días antes de irse de la zona. Supongamos que Flores todavía estaba por allí cuando Carl volvió a casa de su destino en ese barco en el que trabajaba. ¿Supongo que el equipo que hizo los interrogatorios se fijó en que Carl está chiflado?

Kline se apartó un paso de la mesa, como si el panorama del caso fuera demasiado amplio para verlo desde el lugar en el que estaba.

– Espere un segundo. Si Flores está muerto, no puede estar relacionado con las desapariciones de estas otras chicas. Ni con el disparo en el patio de Ashton. Ni con el mensaje de texto que Ashton recibió del teléfono móvil de Flores.

Gurney se encogió de hombros.

Kline negó con la cabeza, en un gesto de frustración.

– Me da la sensación de que coge todo lo que empieza a encajar y lo desecha.

– No estoy desechando nada. Personalmente, no creo que Carl esté implicado. Ni siquiera estoy seguro de que su mujer estuviera relacionada con este asunto. Solo estoy tratando de agitar un poco las cosas. No tenemos tantos hechos sólidos como cabría pensar. A lo que me refiero es a que necesitamos mantener una mentalidad abierta. -Sopesó el riesgo de la inquina inherente en lo que estaba a punto de añadir y decidió soltarlo de todos modos-. Comprometerse con hipótesis equivocadas desde muy pronto quizá sea el motivo de que la investigación no haya llegado a ninguna parte.

Kline observó a Rodriguez, que estaba mirando la superficie de la mesa como si fuera una pintura del Infierno.

– ¿Qué opinas, Rod? ¿Crees que tenemos que adoptar una nueva perspectiva? ¿Crees que a lo mejor hemos estado tratando de resolver el puzle con las piezas boca abajo?

Rodriguez se limitó a negar con la cabeza, poco a poco.

– No, no es eso lo que pienso-dijo, con voz grave, tensa, con emoción contenida.

A juzgar por las expresiones en torno a la mesa, Gurney no fue el único pillado por sorpresa cuando el capitán, un hombre obsesionado con proyectar un aura de control, se levantó torpemente de su silla y abandonó la sala como si no pudiera soportar estar allí ni un minuto más.

36

Al corazón de las tinieblas

D espués de que el capitán se marchara, la reunión perdió su interés. No es que tuviera mucho de por sí, pero la partida del capitán pareció dejar bien a las claras la incoherencia de la investigación. Poco a poco, la discusión se fue apagando. La profiler estrella, Rebecca Holdenfield, expresando confusión sobre su papel allí, fue la siguiente en abandonar la sala. Anderson y Blatt estaban inquietos, atrapados entre los campos gravitacionales de su jefe, que se había ido, y el fiscal, que todavía estaba presente.

Gurney preguntó si se había hecho algún progreso en la identificación y significado del nombre de Edward Vallory. Anderson pareció atónito ante la pregunta y Blatt la desechó con un movimiento de la mano que dejaba claro que consideraba que era una vía de investigación inútil.

El fiscal pronunció unas pocas frases sin sentido sobre lo provechosa que había sido la reunión, pues había logrado poner a todos en la misma longitud de onda. Gurney no creía que lo hubiera conseguido. Pero al menos podría haber hecho que todos se preguntaran qué clase de historia estaban leyendo. Y puso sobre la mesa la cuestión de la desaparición de las graduadas.

Finalmente, Gurney recomendó al equipo del DIC que buscara antecedentes e información de contacto de Allessandro y Karmala Fashion, puesto que constituían un factor común en las vidas de las chicas desaparecidas y un vínculo entre ellas y Jillian. Justo cuando Kline estaba apoyando esta propuesta, Ellen Rackoff se acercó a la puerta y señaló su reloj. El fiscal miró el suyo, pareció sorprendido y anunció con serio engreimiento que llegaba tarde a una conferencia con el gobernador. En el umbral, expresó su confianza en que todos encontraran la salida. Anderson y Blatt se marcharon juntos, seguidos por Gurney y Hardwick.

Hardwick tenía uno de los omnipresentes Ford negros de la Policía del estado de Nueva York. En el aparcamiento, se apoyó en el maletero, encendió un cigarrillo y, sin que se lo preguntaran, ofreció a Gurney su opinión sobre el capitán.

– El cabrón se está desmoronando. Ya sabes lo que dicen de los fanáticos del control, que quieren controlarlo todo en el exterior porque todo lo que tienen dentro es una mierda. Eso es lo que le pasa al capitán Rod, salvo que el cabrón ya no puede aguantar la locura escondida. -Dio una larga calada al cigarrillo e hizo una mueca al expulsar el humo-. Su hija es una cocainómana desquiciada. Ya lo sabías, ¿no?

Gurney asintió.

– Me lo dijiste durante el caso Mellery.

– ¿Te dije que estaba en el psiquiátrico de Greystone, en Jersey?

– Exacto.

Gurney recordó un día húmedo y amargo del mes de noviembre anterior en que Hardwick le había hablado del problema de adicciones de la hija de Rodriguez y de cómo torcía el juicio de su padre en casos donde pudieran estar implicadas las drogas.

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