Encontraron una mochila que pertenecía a Parker. Denton la abrió y puso cara de desilusión cuando sólo sacó una grabadora y una libreta. En la cinta no había nada, excepto una entrevista con Luis Guzmán, el hombre al que Parker había atacado después. Una tapadera perfecta, en realidad. Parker lo entrevistaba, fingía hacer su trabajo para que pareciera que tenía un motivo legítimo para estar allí.
Mauser observaba a Len Denton. No era sólo rabia lo que se había apoderado del joven agente, sino una especie de miedo. A Mauser le sorprendía que hubiera apretado tan pronto el gatillo, que no se hubiera molestado en negociar, que hubiera corrido el enorme riesgo de que la bala diera a Amanda Davies. Se preguntaba si el sistema nervioso de su compañero había alcanzado su punto de quiebra, como les pasaba a muchos otros agentes que no estaban hechos para el trabajo de campo.
Los miraba discutir en el pasillo de Amanda Davies. Denton se rascaba distraídamente el cuello amoratado. Wendell fue poniéndose morado, luego azul, después de un tono de gris que no podía ser sano. La habitación olía todavía a pólvora y residuos de gas lacrimógeno. Los forenses se habían llevado ya el casquillo disparado por Denton, junto con las muestras de sangre y las huellas dactilares del asesino vestido de negro. A pesar de sus dudas, Mauser apoyaría la decisión de Denton de abrir fuego.
Había visto la mirada de aquel hombre, sabía que había sido pura suerte que aparecieran en aquel momento. Aquel tipo habría matado a Parker y a Davies sin pensárselo dos veces.
Mauser miró a Denton y sus ojos se encontraron. Los dos miraron al cielo al unísono. Wendell se lo estaba pasando en grande. El jefe de brigada dejó por fin de gritar. Pero, más que sin tacos, parecía haberse quedado sin carburante.
Una inspección rápida de los alrededores no había arrojado ningún resultado, salvo algunas ramas rotas y huellas que conducían a la carretera. Era casi imposible detectar las gotas de sangre en el barro, así que no sabían si Parker o Davies estaban heridos. No había cadáveres, ni rastro de Parker o Davies, ni del hombre al que Denton había disparado.
Mauser se encolerizó al comprender que había perdido su única pista.
Wendell entró en la habitación de Amanda Davies y se detuvo frente a él. Le temblaban las cejas. Joe suspiró. Por el bien de Wendell, esperaba que se diera cuenta del poco aguante que tenía.
– Lo que han hecho su compañero y usted esta noche ha sido muy poco profesional -dijo Wendell-. Me alucina que hayan roto el protocolo de esa manera, no informando a ningún departamento sobre ese fugitivo. Y no sólo no han conseguido detenerlo, sino que han puesto en peligro la vida de otras personas. ¿Y si hubiera entrado en otra casa? ¿Y si…?
– Pero no lo hizo -lo interrumpió Mauser.
– Ésa no es la cuestión -continuó Wendell, impertérrito-. Ésta es mi jurisdicción, agente, no la suya.
Su saliva salpicó la cara de Mauser. Mauser se la limpió con calma, pero notó que el calor empezaba a difundirse por su cuello. Buscó a su compañero con la mirada y lo vio en el pasillo, charlando con un agente rubio. Imagínate.
– Jefe -dijo Mauser-, con el debido respeto, cállese la puta boca. Ahora mismo.
Wendell cruzó los brazos sobre el pecho y esperó a oír lo que aquel bestia tenía que decir. Mauser prosiguió.
– Si no le informamos fue porque no podía confirmar el paradero de Parker. Si hubiéramos difundido una orden de busca y captura en el estado, se habría largado mucho antes de lo que usted es capaz de meterle la lengua por el culo a su supervisor. Teníamos a Parker en esta casa, y se acabó.
Wendell bufó y señaló la puerta.
– ¿Y se acabó? ¿Y dónde está ahora, si no le importa que se lo pregunte? ¿Escondido debajo de la cama, quizá? Es un buen escondite, quizá debamos mirar ahí. Su compañero y usted lo tenían acorralado en una casa, solo y desarmado. Tenían armas y él no. Lo tenían a su merced. Quizá deberían haberle pedido que se atara y que saliera al porche envuelto con una bonita cinta rosa.
– Con el debido respeto, jefe -dijo Mauser-, sabe usted muy bien lo que pasó. No podíamos prever que fuera a aparecer ese otro tipo.
– Sí, ya. Su amigo Denton consiguió meterle una bala en el cuerpo y aun así los han perdido a los tres.
– Es cuestión de tiempo -dijo Mauser-. Fuera la hierba está húmeda. Tienen dos caminos de pisadas. Dejaré que adivine usted cuál pertenece a Parker y a la chica. Se habrá fijado en que los dos llevan a la carretera. ¿Ha puesto controles?
– Los están montando en este momento -respondió Wendell. Mauser asintió con la cabeza.
– Bien. Hay muy pocos sitios a los que puedan ir. ¿Quiere que le dé un consejo, jefe? Compruebe las áreas de servicio, los moteles, los restaurantes de comida rápida de todas las carreteras interestatales hasta Illinois. Es lo que más le conviene.
Wendell asintió distraídamente, como si le costara dar su brazo a torcer. Denton entró guardándose un trozo de papel en el bolsillo. Mauser dedujo enseguida que le había sonsacado su número de teléfono al agente rubio. Siempre a la caza. Denton le puso la mano en el hombro, habló en voz baja.
– ¿Qué tal estás, socio?
– No me llames socio -Denton levantó las manos fingiendo que se rendía. Mauser se frotó la frente-. Me duele la puta cabeza como si tuviera un oso sentado encima.
– Quizá deberías hacerte una resonancia magnética -dijo Denton-. Si tienes una conmoción cerebral, deberías descansar unos días.
– Y una mierda -respondió Mauser-. Tráeme una aspirina y estaré perfectamente. Parker nos lleva dos horas de ventaja. Cuanto más tiempo pasemos aquí sentados, más posibilidades hay de que ese payaso vestido de negro al que le pegaste un tiro los atrape a él y a la chica.
Denton asintió con un gesto. Mauser notó que le temblaba un poco el cuello. No sabía si era por mala conciencia o por otra cosa.
– Se te fue el gatillo, ¿eh? -dijo, y sus ojos se suavizaron un poco.
– Sí, supongo que sí.
– La chica estaba en medio. No veías bien.
– Veía suficiente. Mejor que tú ayer, en Harlem -Joe tenía que reconocer que sí, pero por alguna razón su disparo parecía justificado-. Tú le viste los ojos a ese tipo igual que yo. Si hubiéramos llegado cinco minutos más tarde, Davies habría muerto. Además, he hecho ese disparo una docena de veces. Apuntaba al nervio supraescapular del hombro. Si le das, se le cae la pistola. Y, visto lo visto, dio resultado.
– No le estabas apuntando al hombro. Tiraste a matar, Leonard, no te hagas el tonto. Y Parker sigue ahí fuera. Tenemos que atraparlo o esa chica está perdida.
Denton asintió distraídamente con la cabeza. Rehén o no, Amanda Davies formaba ahora parte de la ecuación. Igual que aquel loco violento, salido de no se sabía dónde.
En el pasillo sonaban voces, se estaba formando un revuelo. Oyó la voz crispada de Wendell.
– ¿Estás seguro? ¿Completamente seguro? Pero ¿es posible?
Mauser ladeó la cabeza, intentó aguzar el oído. Entendió alguna que otra palabra y se volvió hacia Denton, que estaba haciendo lo mismo. Pasados unos minutos, Wendell volvió a entrar en la habitación con los brazos en jarras. A su lado había un técnico calvo, nervioso, angustiado. Wendell parecía un padre listo para una regañina (y perversamente entusiasmado por ello).
– Bueno, agentes, se han llevado ustedes oficialmente la palma -dijo con una leve sonrisa en la cara. Aquella sonrisa, pensó Mauser, era de pura alegría por la desgracia ajena-. Enséñaselo, Tony.
Tony, el técnico, les dio unas hojas de fax. Era un historial delictivo que les había pasado el Departamento de Justicia. Sin leerlo, Mauser dijo:
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