Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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Joyce me miró como si le hubiera pedido a su hijo primogénito; luego tomó el bolígrafo que llevaba detrás de la oreja y me lo dio. Miré el bolígrafo, tomé una servilleta y lo limpié. A saber dónde habían estado aquellas orejas.

Abrí el cuaderno, le quité la capucha al boli y me dispuse a escribir.

– Está bien -dijo Amanda-. ¿Quién?

– Una pregunta polifacética. Los Guzmán. Luis y Christine. Christine sabía de qué hablaba Fredrickson, así que Fredrickson estaba allí con motivo. Luego está Fredrickson, claro. El hombre de negro. Y los policías.

– Deja fuera a los policías -dijo Amanda.

– ¿Por qué?

– Piensa en sus motivos. Ahora mismo sólo les interesas tú. Nosotros intentamos descubrir qué estaba pasando antes de que ellos intervinieran. ¿Qué escondían los Guzmán? ¿Qué andaba buscando Fredrickson? Y ese tío que estaba en mi casa, ¿cómo se metió en esto?

– No lo sé, pero está claro que no es policía. Quizá conocía a Fredrickson y sabía lo del paquete perdido. Luego me relacionó contigo, no sé de qué manera, y nos encontró en San Luis.

Amanda se estaba mordiendo una uña.

– ¿Va todo bien?

– A eso voy a dejar que contestes tú. Pero ¿sabes qué me da miedo? Que ese tío nos encontrara. Yo no le hablé a nadie de ti y estoy segura de que tú no cometiste la estupidez de hablarle a nadie de mí.

– Sí, da miedo -dije. Ella asintió con la cabeza.

Escribí los nombres y tracé una flecha que unía a Fredrickson con los Guzmán. Otra conectaba al hombre de negro con ambos. Al levantar la vista del papel, sorprendí a Amanda mirándome.

– ¿Qué pasa?

– Nada -contestó-. Pero he visto animales sin pulgares oponibles que tenían mejor letra que tú.

– Me da igual. Mientras pueda leerla…

– Como quieras -se recostó, cruzó las manos detrás de la cabeza y bostezó-. Entonces, ¿ya hemos acabado con el «quién»?

Me puse a juguetear con el bolígrafo, intentando descubrir quién más podía estar implicado. Entonces me acordé. Pasé las hojas del cuaderno y encontré el nombre que había anotado hacía dos días. El casero de Guzmán. Grady Larkin.

Amanda pareció sorprendida.

– ¿Por qué crees que está implicado?

– Porque en el periódico decían que había oído ruidos extraños y que luego me vio huyendo del lugar de los hechos. Es un poco raro. Como si prefiriera darle el beneficio de la duda a un ex presidiario -escribí el nombre de Larkin con un par de signos de interrogación al lado y tracé una línea de puntos entre él y los Guzmán.

– ¿Alguien más?

– Creo que eso es todo. Por ahora.

– Muy bien, ahora el «qué».

– Gran pregunta -dije-. Drogas, quizá, pero lo dudo. Algo de valor. Ese hombre que estaba en tu casa estaba dispuesto a matarnos a los dos. No se comete un asesinato por una chocolatina.

– Eso depende de lo vieja que sea la chocolatina. Quizá si es antigua pueda conseguir un buen precio en eBay.

– Entendido. Pero el «qué» es simple especulación. Lo único que sabemos es que para algunas personas merece la pena matar por ese paquete -mis palabras se clavaron como una aguja hipodérmica. Nos miramos un momento. De pronto parecíamos haber asimilado lo grave que era la situación. Por suerte Amanda rompió el silencio, porque yo estaba a punto de echarme a llorar.

– Vale, ¿y el «dónde»?

– Nueva York -dije-. Harlem, en concreto. El edificio de apartamentos de 2937 de Broadway. Fredrickson era policía de Nueva York, así que seguramente es un asunto local.

– ¿No crees que San Luis tenga algo que ver?

Negué con la cabeza.

– Lo de San Luis fue circunstancial. La policía y el otro me siguieron hasta allí, no sé cómo. Fue pura suerte que acabáramos en tu casa.

– Está bien, otra pregunta -dijo Amanda-. ¿Cómo te siguieron exactamente? ¿Cómo descubrieron que estabas conmigo?

– No lo sé. Puede que alguien me viera en la Universidad de Nueva York y avisara a la policía. La recepcionista me vio mirando los anuncios, puede que hiciera algo, que dijera algo. O quizás había una cámara en la oficina. Hay cientos de posibilidades.

Amanda no parecía satisfecha con mi respuesta.

Joyce volvió con nuestras tostadas. La de Amanda parecía crujiente y ligera. La mía estaba quemada. Amanda suspiró y me dio un trozo de la suya. Le di las gracias y unté el pan con un buen pegote de mermelada de fresa.

– Bueno, ¿y el «cuándo»? -dijo.

– Yo me encontré metido en esto antesdeayer, pero es probable que Fredrickson y los Guzmán hubieran concertado una cita antes.

– ¿Por qué? -preguntó Amanda.

– Cuando llegué para la entrevista, Luis estaba vestido de punta en blanco, como si hubiera quedado con Hillary Clinton. Pero yo me pregunto: si los Guzmán no tenían el paquete, ¿por qué se molestó Luis en vestirse así?

Amanda se quedó pensando, bebió un sorbo de café.

– Por excitar su compasión -dijo tranquilamente.

– ¿Cómo dices?

– Está claro que Luis sabía que Fredrickson quería algo que él no tenía -dio un mordisco a la tostada y untó el resto con mantequilla-. ¿Nunca te llamaron al despacho del director cuando estabas en el instituto?

– ¿Por qué?

– Tú dímelo.

Me reí.

– Sí, una o dos veces.

– ¿Y qué llevabas puesto?

– No sé. Unos chinos, una sudadera.

– Pero te duchabas y te afeitabas, ¿no? Estabas presentable, ¿no?

– Claro.

– Pues aquí es lo mismo. Cuando sabes que estás en un lío, quieres aparentar que lo sientes de verdad, te vistes de punta en blanco, etcétera, etcétera. Luis sabía que Fredrickson iba a cabrearse y quería suavizar el golpe.

– Para lo que le sirvió. Lo cual significa probablemente que mintieron a la prensa para protegerse. Pensaron que era mejor endosarme a mí el paquete perdido.

Asentimos ambos con una satisfacción compartida que pareció quitarle hierro al asunto. Habíamos nacido para aquello.

– Ahora, la gran pregunta -dijo Amanda-. ¿Por qué?

– ¿Por qué? -repetí, y luego lo dije otra vez en voz baja, miré a Amanda, me pasé la mano por la barba de dos días y dije-: No tengo ni idea. Pero esos tres hombres andan detrás de mí y no creo que vayan a detenerse. Si no lo descubro, dentro de unos días estaré muerto o en prisión.

Capítulo 23

Mauser tomó dos pastillas y se las metió en la boca. Luego se lo pensó mejor y se tragó otras dos. Dio las gracias al chico que, de pie junto a él, sostenía el frasco de pastillas sonriendo como un perro que acabara de ganarse un premio. A Joe le dolía la cabeza. La sangre golpeaba el bulto que tenía en la sien izquierda. Los analgésicos tardaban en hacer efecto. El chico con el uniforme marrón claro de la policía del condado de San Luis parecía encantado de estar allí. Mauser le dio de nuevo las gracias y se levantó lentamente de la cama en la que llevaba sentado media hora, intentando despejarse.

Denton estaba en el pasillo. El jefe de la Brigada de Búsqueda de Fugitivos, un tal Wendell que no parecía tener más de treinta años y cuyo pelo, sin embargo, empezaba a volverse gris, lo miraba con el ceño fruncido y maldecía como si sus compañeros de clase acabaran de enseñarle un taco nuevo. Mauser había tenido que aguantar sus improperios hasta que lo había ahuyentado diciendo que el dolor de cabeza podía desencadenar en él reacciones violentas contra «cretinos que se creen que tienen un megáfono en la boca».

Denton tenía un moratón de color arándano a un lado del cuello, donde se había golpeado contra el armario. Se había puesto totalmente blanco, pero Mauser había conseguido calmarlo, le había dicho que el departamento le daría una prima por los moratones adquiridos en acto de servicio.

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