Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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– ¿Qué es esto?

– Hemos identificado a su asesino misterioso, el que ahora lleva un flamante agujero de bala gracias a Jesse James y a su gatillo flojo. Hemos encontrado huellas completas en el escritorio de Davies. Francamente, es lo único de la noche que no es un completo desastre. No me extraña que hayan sido mis hombres quienes han impedido que acabara siendo precisamente eso.

Tony dijo:

– Hemos sacado huellas completas y las hemos cotejado con el SAIIH.

Joe asintió con la cabeza. El SAIIH era el Sistema Automatizado Integrado de Identificación de Huellas del FBI, una base de datos que incluía registros de más de cincuenta y un millones de personas. Hasta que estuvo operativo en 1999, podía tardarse meses en cotejar unas huellas. Ahora, dos horas se consideraba mucho tiempo.

– Nos han mandado una coincidencia perfecta. Ese tipo tiene un historial impresionante. Pero no en el buen sentido, ya me entienden. Nunca ha estado en la cárcel, pero lo han interrogado muchas veces por una lista de delitos que van desde el «lo siento, agente, no volverá a ocurrir» al «tengo un sitio especial reservado en el infierno». Nuestro amigo misterioso estuvo en un reformatorio por el robo de un coche, pero al parecer se pasó al homicidio a la tierna edad de dieciocho años.

– Presuntamente -dijo Denton. Wendell soltó un bufido.

– Sí, exacto. Presuntamente. Y no se trata de un solo homicidio, sino de cuatro, para ser exactos. En todas las ocasiones tenía una coartada que se sostuvo o el testigo principal fue encontrado al fondo del hueco de un ascensor. Ya se pueden hacer una idea.

Mauser miró la primera página. Una foto. Reconoció al hombre al que Denton había disparado, sólo que en la foto parecía diez años más joven. Llevaba entonces el pelo más largo y tenía las facciones más suaves. Estaba sonriendo: una gran sonrisa dientuda. Parecía lleno de confianza en sí mismo, como si no tuviera nada de que preocuparse, como si supiera que iba a largarse con una palmada en el culo y una piruleta en la boca.

El hombre al que se habían enfrentado esa noche tenía el mismo color de piel, el mismo color de ojos, la misma estructura facial, pero Joe notó que su alma se había estragado durante los años transcurridos desde el momento en que se tomó la fotografía. Aquel hombre era frío, implacable, desprovisto de confianza porque no había tal cosa en su mundo. Alguien le había hundido una hoja de acero en el corazón y la había retorcido.

Mauser leyó su nombre en el historial.

Shelton Barnes.

Joe oyó que Denton emitía un suave jadeo, que su cabeza temblaba ligeramente. Wendell continuó.

– Hay una orden de detención contra él todavía vigente por el asesinato de un camionero en Williamsburg. A la víctima le pegaron dos tiros en la nuca y luego le sacaron los ojos y los dientes. También le cortaron los dedos, y nunca se encontraron. A ese pobre diablo lo identificó su mujer por una cicatriz que tenía en la cara interna del muslo, de cuando de pequeño se cayó subiéndose a una valla de alambre.

Mauser echó un vistazo al historial. ¿Qué relación tenía Shelton Barnes con Henry Parker? ¿Y cómo había acabado Barnes en San Luis? Se le buscaba por asesinato en otro estado, había conseguido zafarse durante diez años, y luego, de pronto, aparecía en medio de una persecución. No tenía sentido.

– Todavía no sabéis lo mejor -Wendell les pasó otra página con una fotografía mal iluminada y borrosa. Mauser la miró, sintió un estremecimiento, se le revolvió el estómago. Respiró hondo. Estaba mirando la fotografía de un hombre mutilado y carbonizado. El cuerpo estaba irreconocible, la piel se había desprendido, los huesos estaban astillados y quebradizos. No parecía un esqueleto, sino un trozo de carne que se hubiera dejado demasiado tiempo en la parrilla. Oyó que Denton tragaba saliva. Levantó la vista, tenía la boca seca.

– Creía que había dicho que el tipo al que Barnes mató en Williamsburg había muerto por disparos de bala -dijo Mauser-. A este tipo parece que lo han metido en una freidora.

Wendell negó con la cabeza, y Mauser lo comprendió de pronto.

– Ése no es el hombre al que mató Shelton Barnes -dijo Wendell con voz firme-. Es Shelton Barnes. Según el Departamento de Justicia, Shelton Barnes y su mujer, que estaba embarazada, murieron en un incendio hace diez años. Parece que lo único que han encontrado ustedes esta noche es un puto muerto viviente.

Capítulo 24

Paulina dejó la copia y miró a Wallace Langston. Él la tomó, le echó una ojeada y se la devolvió.

– No voy a publicar esto.

Paulina frunció los labios, aquella mueca que había perfeccionado con los años. La que parecía decir «¿a ti qué te pasa?».

– Disculpa mi insolencia, Wally, pero eso es una idiotez. Todos los periódicos de esta ciudad están haciendo su agosto con nosotros. Henry Parker está haciendo correr ríos de tinta. Estamos hablando de asesinato, Wally. No es un caso de plagio que podamos pasar por alto.

– Lo sé -Wallace se sentía fatal, y se le notaba. Los últimos dos días habían sido los más largos de su carrera. Aún no podía creerlo, ni quería. Parker tenía tanto potencial… Era un reportero que podía haber estado décadas en la Gazette. Tenía el talento y la capacidad de trabajo de un león, la integridad del hombre al que idolatraba. Al menos, eso había creído Wallace-. Pero el editorial que has escrito es una barbaridad. Sé que tenemos que informar sobre la búsqueda de Parker, pero no tenemos por qué clavarnos una estaca en el corazón.

– ¿En el corazón? -dijo Paulina, cada vez más enfadada-. ¿Qué corazón? Ese chico tiene veinticuatro años. ¿Sabes cuántos como él hemos visto quemarse en estos años? Si Parker nunca hubiera trabajado aquí, ¿quién lo habría notado?

– Yo -respondió Wallace-. Y Jack.

– Sí, ya… Jack -Paulina bajó la voz-. Tiene gracia que toda esta historia empezara por un reportaje de Jack.

– No empieces, Paulina.

– Yo sólo digo que se está haciendo viejo. No las tiene todas consigo. ¿Quién sabe cuáles fueron sus motivos para mandar allí a Henry?

– Ahora mismo no lo sé ni me importa. Pero vamos a enfrentarnos a este escándalo como profesionales. Y no hay más que hablar.

Paulina volvió a dejar el editorial sobre la mesa de Wallace.

– Entonces publica mi columna. Sé profesional. No te salgas por la tangente. ¿Hablas de integridad? Mi artículo es lo que siente mucha gente. Puedes echar tierra sobre el asunto y admitir que la Gazette toma atajos. O puedes publicarlo. Que todo el mundo sepa que este periódico no teme golpear fuerte.

Wallace suspiró. Volvió a leer el artículo. Paulina había hecho pedazos a Parker y ahora le pedía que la ayudara a esparcir públicamente sus cenizas.

– Mándalo a maquetar -dijo-. Acorta el primer párrafo. Pero saldrá en la edición matinal.

Paulina sonrió, le dio las gracias y salió de su despacho con paso brioso.

Capítulo 25

Cuando llegamos al fondo de nuestras insondables tazas de café y chupamos las últimas migajas de tostadas que quedaban en los platos, Amanda y yo nos fuimos del Ken’s afé y salimos al sol de la mañana. La camioneta de David Morris no se veía por ninguna parte. Después de pasar cuatro horas escuchando música country, no lamenté perderla de vista.

Al observar los coches del aparcamiento, noté que la mayoría tenían matrícula de Illinois. Había también unos pocos de Misuri y uno o dos de Wisconsin. Antes de ir a ninguna parte, volví al restaurante y tomé un mapa de carreteras que había en un expositor. En la parte de atrás se anunciaban excursiones a pie por la capital del estado, Springfield. Dentro había vales para un partido de los Cubs. No sabía cómo, pero habíamos acabado en Illinois.

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