Cuando Osgood y el capitán subían de nuevo las escaleras, el prisionero se puso a cantar una tonadilla infantil:
En faenas de trajín o habilidad
me mantendré haciendo cosas:
porque Satán siempre encuentra una maldad
para las manos ociosas.
Luego se oyó un sonido, como el chillido de una rata.
En los días siguientes al ataque Osgood se vio agasajado cenando en la mesa del capitán y aclamado como un héroe cada vez que coincidía con sus compañeros de viaje. Su salida diaria a cubierta para dar el paseo matinal atraía ahora una procesión de mujeres solteras. Rebecca se sentaba en su tumbona y lo observaba todo de mala gana por debajo del ala de su sombrero.
Su compañera de camarote, Christie, se sentó a su lado.
– ¡El señor Osgood es la viva imagen del romanticismo! -sonrió a Rebecca inclinándose hacia ella-. ¡Ahora es más admirado que nunca!
Rebecca se esforzó por parecer concentrada en el libro que tenía sobre el regazo.
– No me parece que haya motivos de alegría. Podría haberse hecho daño -dijo.
– Bueno, y entonces ¿cuál es exactamente su idea del romanticismo? A lo mejor es que no la tiene, señorita.
Rebecca mantuvo los ojos fijos en el libro e intentó ignorarla. Pero, contra su propia decisión, habló.
– Hasta que resucites en el Juicio Final, vives aquí y moras en los ojos de los amantes.
Christie escuchó el verso del soneto de Shakespeare y luego dijo:
– ¿Cómo dice?
– El amor no es un concepto, Christie, sino un instante. Una mirada silenciosa que te clava en los ojos alguien que sabe exactamente quién eres y lo que necesitas.
La otra chica se incorporó con una energía maliciosa.
– ¡Vaya, qué bonito! Ahora averigüemos la opinión de un caballero sobre el mismo asunto.
– ¿Qué? -preguntó Rebecca pillada por sorpresa. Giró la cabeza y vio con horror que Osgood se encontraba detrás de las sillas. Con un ligero escalofrío se preguntó cuánto tiempo llevaría en aquel lugar.
– Y bien, señor Osgood -dijo la elocuente Christie-, ¿cómo define un auténtico caballero de Boston el verdadero amor?
– Bueno -dijo Osgood tartamudeando-, la entrega absoluta a la persona amada. Supongo que eso es lo que pienso.
– ¡Qué irresistible! -replicó Christie-. Supongo que habla de ese sentimiento que experimentan los hombres, ¿verdad, señor Osgood? Oh, es mucho más encantador. ¿No le parece, señorita Rebecca? Oh, qué mala cara tiene, querida muchacha.
Rebecca se puso de pie y se alisó el vestido.
– El barco se mueve mucho esta mañana -dijo.
– La acompañaré a su camarote, señorita Rebecca -Osgood le ofreció el brazo preocupado.
– Gracias, pero puedo ir sola, señor Osgood. Querría pasarme por la biblioteca del barco.
Rebecca dejó a Osgood de pie mientras Christie seguía mirándole jugueteando con el pelo.
– La señorita no tenía por qué agarrarse esa rabieta, ¿verdad, señor Osgood?
Éste le dedicó una torpe inclinación de cabeza antes de alejarse apresuradamente.
– ¡Se ha hecho usted más popular entre las mujeres que el mismísimo capitán! -le dijo más tarde Wakefield mientras compartían sendos puros en el salón principal.
– Entonces, mañana volveré a caer de cabeza al suelo -dijo Osgood. Su compañero pareció alarmarse ante sus intenciones. Osgood se repitió el propósito de no intentar hacer chistes.
– Bueno, sospecho que con una joven como la que tiene para cantar la segunda voz en su dúo, la atención femenina no le llamará demasiado la atención.
El editor arqueó una ceja.
– ¿Se refiere a la señorita Sand?
– ¿Lleva a alguna otra bella jovencita en el baúl? -bromeó Wakefield-. Le pido perdón, señor Osgood. ¿Me equivoco al suponer que tiene planes para la joven? No me lo diga: ella proviene de una clase social diferente a la suya, no es más que una mujer entregada a su carrera, etcétera. Soy una persona bastante filosófica, como irá comprobando, mi querido amigo americano. Estoy totalmente convencido de que hacemos de nosotros lo que queremos ser y no somos esclavos de las opiniones de los chismosos que quieren juzgarnos. Puede descuidar a su familia y amigos, puede descuidar su forma de vestir, dejarse ir al demonio en definitiva, ¡pero no descuide el amor! ¡No pierda esa sirena en favor del primer Tom o Dick que no sea tan cauteloso e íntegro como usted!
Osgood tenía una sensación extraña en la garganta: no era capaz de responder adecuadamente.
– La señorita Sand es una magnífica asistente, señor Wakefield. No hay otra persona en la empresa en la que pudiera confiar más que en ella.
Wakefield asintió pensativo. Tenía el hábito de tocarse su propia rodilla, a veces con un masaje, otras con un inaudible pero concienzudo ritmo.
– Mi padre decía que soy un maestro en dejar volar mi imaginación. Y cuando lo hago olvido por completo mis modales. Le pido perdón, en serio.
– Para depositar mi confianza en su discreción, señor Wakefield, le diré que está divorciada desde hace sólo unos años. Según las leyes de la Commonwealth de Massachusetts, no puede tener ningún vínculo amoroso hasta dentro de un año más o su solicitud de divorcio quedará revocada y ella perderá los privilegios de un futuro matrimonio -Osgood hizo una pausa-. Le cuento esto para poner de relieve que es una persona muy sensata, por su carácter y por necesidad. No le interesa la emoción por la emoción como a muchas otras chicas.
Tras este rato que pasó en el salón, Osgood se sorprendió al ver a Rebecca de pie en la cubierta, con la mirada perdida en el mar.
– ¿Le preocupa algo, señorita Sand? -preguntó Osgood acercándose a ella.
– Sí -respondió girándose hacia él con un enérgico asentimiento de cabeza-. Creo que sí, señor Osgood. Si usted fuera un ratero a bordo de un barco, ¿no esperaría al final del viaje para robar?
– ¿Cómo? -preguntó Osgood sorprendido por la cuestión.
– De otro modo -continuó Rebecca en tono confidencial-, sí, de otro modo, cuando alguien informara al capitán de lo sucedido, el criminal sería atrapado en posesión de lo robado.
Osgood se encogió de hombros.
– Bueno, supongo que sí. El señor Wakefield comentó que este tipo de delito no es raro en Inglaterra, ni siquiera en los barcos.
– No. Pero ese parsi, Herman, no tiene pinta de ser el clásico carterista, ¿verdad? -preguntó Rebecca-. Piense en la descripción que el propio Dickens hace de esa especie de criminales. Suelen ser pilluelos bastante jóvenes, dispuestos a todo y afectos al beneficio rápido que pasan inadvertidos. Nada que ver con él. ¡Me pregunto si mide menos de un metro ochenta!
Unos días después el tiempo había empeorado, hacía demasiada humedad para salir a cubierta y Osgood, contraviniendo su instinto natural, estaba sentado en la biblioteca del barco, dándole vueltas al asunto de Herman. Había encontrado una edición inglesa de Oliver Twist publicada por Chapman & Hall, y buscó los capítulos en los que se describen las experiencias de Oliver en el círculo de carteristas. Era difícil regresar a la rutina cotidiana de la vida en el barco bajo la sombra de aquel ataque y las agudas observaciones de Rebecca. Y aquellas abrasadoras órbitas del ladrón que permanecían grabadas a fuego en la memoria de Osgood.
Recordando el laberinto de salas que había recorrido durante la visita con el capitán, trajo una vela de su camarote y repitió minuciosamente por los oscuros pasillos sus pasos hasta el calabozo. No temía por su seguridad, sabiendo que el prisionero estaba encadenado y que unas rejas de hierro les separaban. No, quizá sentía más temor por algo indefinido que Herman podía revelar: un peligro que todavía Osgood no era capaz de predecir. Aguijoneado por las dudas de Rebecca, había empezado a preguntarse qué podía estar haciendo un hombre como Herman en Boston, para empezar.
Читать дальше