Tom Branagan era uno de los cuatro asistentes del equipo que Dickens se había traído para la gira. Éstos compartían dos habitaciones en el mismo piso que Dickens, cuyas espaciosas dependencias acogían también a George Dolby. Tom compartía la suya con Henry Scott, el ayuda de cámara y sastre del novelista. Henry era la única persona, con la sola excepción de Dolby, a la que se permitía el acceso al camerino de Dickens antes y después de las conferencias. Henry, un hombre melancólico, vestía al escritor y le arreglaba el cabello hasta que éste se ajustara a la perfecta imagen de hombre más joven que se veía en tantos escaparates de tantas librerías: el genio brillante y despreocupado cuyos ojos parecían atravesar el mundo que le circundaba como en las novelas que le habían hecho famoso.
A Henry le gustaba creer que pertenecía a una clase diferente a la de otros asistentes y, cuando no estaba en compañía de Dickens, se mostraba muy reservado. Henry siempre se dirigía al mayordomo irlandés como «Tom Branagan», no utilizando simplemente su nombre o su apellido. Estaba además Richard Kelly, un agente de ventas muy bravucón pero con una constitución delicada, que todavía se estaba recuperando del agitado episodio a bordo del Cuba . George, el especialista en lámparas de gas, ajustaba la iluminación de todos los teatros a las exigencias precisas de Dickens. Las conversaciones con George eran imposibles porque en cuanto veía cualquier disposición de luz, como la del lustroso vestíbulo de mármol del Parker, se paraba y empezaba a murmurar para sí una lista interminable de posibles mejoras.
Tom, con veinte años, era el más joven del grupo. Su padre, que había emigrado de Irlanda a Inglaterra, había trabajado como cochero para Dolby durante diez años en la ciudad de Ross. Hasta que murió de la coz que le propinó un caballo en el pecho y Dolby, en un ataque de humanidad, resolvió contratar a Tom, que necesitaba ayudar a la manutención de su anciana madre y dos hermanas solteras.
El joven estaba bien proporcionado y era sobrio y sensato, las condiciones idóneas para un mayordomo. Tom no tenía un cometido tan específico como ocuparse de la ropa, la luz o los beneficios de Dickens. Un silbido, un chasquido de dedos, un taconazo, todo valía como señal para indicar a Tom que se le requería para hacer algo.
No todo el mundo estaba de acuerdo con la decisión de llevar a Tom a América.
Porque cada uno de los fiables consejeros a los que se había consultado cuando se planificaba el viaje de Dickens había aportado su opinión sobre lo que podía ir mal en América. El mismo Charles Dickens estaba muy preocupado por la Hermandad Feniana, los radicales irlandeses que se extendían por todos los Estados Unidos, en particular en Boston y Nueva York, dedicados a la labor de buscar la ruina a Inglaterra. Aprovecharían cualquier oportunidad para agraviar a un reputado inglés como él en suelo americano. Por su parte, a George Dolby le preocupaba que los revendedores americanos les arruinaran la venta de entradas al comprarlas en gran cantidad. John Forster, que se consideraba a sí mismo uno de los mejores amigos y el consejero más desinteresado de Dickens… Bueno, al señor Forster le preocupaba todo. Le preocupaba que la presencia de Dickens provocara disturbios antiingleses, como los que había habido contra el actor shakesperiano William Macready en Nueva York. Forster también pensaba, en general, que era inoportuno que un hombre de la talla de Dickens, y a los ojos de John Forster no había nadie de mayor estatura, llegara a tal extremo sin otro propósito que el de obtener un beneficio.
Dickens no se paró en barras a la hora de rebatir este particular.
– En mi vida los gastos son de tal calibre -dijo- que me siento arrastrado hacia América como una roca de magnetita, como Darnay en Historia de dos ciudades se siente arrastrado hacia París. América es el terreno ideal para hacer campaña.
Forster frunció el ceño y fruncido lo dejó. ¿Qué beneficios podían obtenerse en América, la tierra de los pobres y los ladrones? Incluso aunque hubiera dinero por ganar, los irlandeses encontrarían un medio de robar todo el dinero de los bancos americanos. Y si los bancos lograban defender el dinero, ellos mismos se arruinarían, ¡como todos los bancos de aquella tierra!
– Dickens no debería ir a América -dijo Forster medio gritando-. Me opongo tajantemente a esa idea como una inaceptable ofensa a la dignidad y no quiero oír hablar más de ello. ¡In-to-le-ra-ble!
Cuando le hablaron a Forster sobre los asistentes que iban a viajar con el novelista, se quedó aún mas sorprendido de que entre ellos hubiera un irlandés. ¿Y si aquel aparentemente inofensivo Paddy era uno de los fenianos con un plan de ataque secreto? Ni Dickens ni Dolby podían asegurar con certeza que Forster se equivocara respecto a Tom Branagan, pero lograron convencerle de que era más un sencillo mayordomo que un revolucionario.
Tom, por su parte, encontró interesante observar que los miembros del público que más querían a Dickens eran los que despertaban mayor preocupación. Tom había ayudado a mantener a los mirones a raya cuando llegaron al Parker House y no le sorprendió su presencia, sino su insistencia. Una mujer joven arrancó un trozo de fleco del grueso chal azul marino y gris que llevaba Dickens; un hombre, emocionado de tocar al novelista, aprovechó la oportunidad para quitarle un mechón de piel de su abrigo. Una señora daba saltos sin parar agitando unas páginas de un manuscrito suyo que le rogaba a Dickens que leyera. Tom les miraba a la cara. ¿Creía cada uno de ellos que Dickens se iba a girar y marcharse con ellos a su casa agarrado de su brazo?
Una cosa sí sabía Tom. Nunca en toda su vida había conocido a un hombre al que las mujeres cedieran el asiento en un transporte público o una sala de espera hasta que conoció a Dickens.
La segunda mañana tras la llegada de Dickens al Parker House se produjo una conmoción en la planta donde estaban las habitaciones del escritor y su personal. Al principio, Tom sólo notó que Henry Scott, su compañero de habitación, tenía la cabeza apoyada en la pared y estaba llorando.
– ¿Va todo bien, señor Scott? -le preguntó Tom preocupado.
Henry miró a Tom agradecido de tener un testigo. Abandonando su habitual distanciamiento, se desmoronó en uno de los sillones de terciopelo.
– ¿Maleteros? ¡Destrozaequipajes!
Los baúles con la ropa de Dickens que venían del Cuba habían llegado al hotel maltrechos y abollados. Tom se sentó en la alfombra y ayudó a Henry a reorganizar la ropa.
– Gracias, Tom Branagan -dijo Henry apurado-. Es más doloroso de lo que un hombre puede soportar que traten el trabajo de uno de esta manera. ¡País de bestias!
Una vez que los dos hombres recuperaron un poco el orden del vestuario, un nuevo escándalo se oyó al otro lado del corredor. George Dolby gritaba y alborotaba. Estaba de pie en medio del pasillo con Dickens y los demás pasándose un ejemplar del Harper's Weekly . Tom les preguntó si se encontraban bien.
– Véalo usted mismo, Branagan -dijo Dolby pronunciando su nombre con un seco chasquido de lengua que transmitía cierto tono de censura-. ¿Bien? Naturalmente que no.
En la revista se podía ver un dibujo que mostraba en grotesca caricatura las figuras de Dickens y Dolby bloqueando las puertas de una estancia en la que se leía «Parker House» contra hordas de americanos en el otro lado. Un acobardado señor Dickens gritaba: «¡En mi casa no!».
– No creo que el artista estuviera aquí en persona -dijo Tom tras un momento de reflexión-. El dibujo muestra al señor Dickens escondiéndose de los mirones en su habitación, que no era el caso.
– ¡Por supuesto que no se estaba escondiendo! -dijo Dolby furioso.
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