Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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Cuando llegó al nivel más bajo del buque y entró en el pasillo de las celdas, negros huecos de hierro y metal, cubiertas de mugre y polvo, se detuvo delante de la de Herman. Levantó la vela y resolló sonoramente. La celda estaba vacía salvo por una rata muerta a la que le faltaba la cabeza y un puñado de cadenas colgantes.

10

Osgood se quedó un momento parado en el sitio, paralizado por el miedo y la sorpresa, a pesar de que era consciente de que tenía que reaccionar rápidamente. La duda podía ponerle ante un peligro todavía mayor y, peor aún, poner en peligro a su amigo Wakefield, ¡e incluso a Rebecca! Herman podía estar en cualquier lugar del barco y, si era capaz de fugarse de una celda pensada para la guerra, también podría demostrar que era mucho más peligroso que un insignificante carterista.

Osgood corrió en la oscuridad y subió las escaleras de dos en dos.

– ¿Qué le ocurre, señor? -le preguntó un camarero al que casi derriba.

Osgood le relató la situación precipitadamente y el capitán y su camarilla no tardaron en hacer acto de presencia. Se dividieron en grupos para registrar el vapor de arriba abajo en busca de Herman. Osgood y el resto de los pasajeros fueron confinados en el salón con un centinela armado para garantizar su seguridad. Cuando regresó el capitán, con la gorra en la mano, el rifle bajo el brazo y secándose el sudor que le había provocado la expedición, les informó de que Herman no se encontraba a bordo.

– ¿Cómo es posible? -quiso saber Rebecca.

– No lo sabemos, señorita Sand. Le vieron ayer por la mañana, cuando uno de mis asistentes le llevó su plato de sopa. Debe de haber forzado el cerrojo y huido durante la noche.

– ¿Huido adónde, capitán? -exclamó Wakefield mientras se daba un frenético masaje en las rodillas con ambas manos.

– No lo sé, señor Wakefield. Tal vez viera otro barco y decidiera llegar nadando hasta él. Aunque ayer la mar estaba bastante picada: es poco probable que sobreviviera a tan insensato intento. Casi seguro que haya perecido en las profundidades y descanse eternamente en el fondo del mar.

Al oír esta hipotética explicación, los pasajeros suspiraron aliviados y para cuando llegaron a sus respectivos camarotes ya estaban otra vez aburridos. Al cabo de unos cuantos días la idea de la llegada a Inglaterra borró los recuerdos del prisionero fugado. Los pasajeros guardaron los contenidos de sus camarotes en unas cuantas maletas pequeñas y pagaron a los camareros unas facturas sorprendentemente altas por las bebidas consumidas. Osgood también intentó erradicar las preguntas de su pensamiento. No así Rebecca.

– No tiene sentido, señor Osgood -le insistió una tarde en la biblioteca mientras tamborileaba nerviosamente con los dedos en la mesa.

– ¿El qué, señorita Sand?

– ¡La desaparición del ladrón!

Osgood, con una mano detrás de la nuca en su habitual postura de concentración, levantó abruptamente la mirada del libro de cuentas pero no tardó en recobrar la mencionada postura de cara a la ventana.

– No debe pensar demasiado en ese tema, señorita Sand. Ya ha oído decir al capitán que ese hombre falleció. Si nos empeñamos en creer otra cosa, podríamos creer igualmente que existen los monstruos marinos. Y si creemos en ellos, ¡seguramente habrían devorado al ladrón!

– ¿Qué clase de hombre se arriesgaría a ahogarse para escapar de una insignificante acusación de robo? ¿Y si…? -la voz de Rebecca se desvaneció, reemplazada por la percusión de sus dedos.

Unas horas más tarde se pudo ver a Osgood paseando a solas por la cubierta como la mañana de la treta de Herman. Se acercaban ya a Inglaterra y él contemplaba abstraído los navíos lejanos con destinos desconocidos que se divisaban en el horizonte. Pensaba en la expresión de zozobra que había observado en el rostro de Rebecca y sabía lo que había querido decirle antes en la biblioteca. ¿Y si Herman estuviera todavía vivo, y si vuelve por usted? Se esforzó por alejar aquellos pensamientos de su cabeza imaginando lo que habría respondido Fields, con la cabeza bien alta y la barba apuntando al frente. Recuerde el motivo de este viaje. Se trata de acabar con el misterio de Dickens, no de crear uno propio. De otro modo, nuestra empresa puede venirse abajo y nuestras vidas quedar fuera de control.

SEGUNDA ENTREGA

Conozco a una niña que, cuando está alegre, lee Nicholas Nickleby; cuando está triste, lee Nicholas Nickleby; cuando está cansada, lee Nicholas Nickleby; cuando está en la cama, lee Nicholas Nickleby; cuando no tiene nada que hacer, lee Nicholas Nickleby, y cuando ha acabado el libro lee Nicholas Nickleby otra vez.

WILLIAM THACKERAY

11

Dos años y medio antes: Boston, 19 de noviembre de 1867

En cuanto se anunció que las entradas para la primera lectura pública del novelista se pondrían a la venta la mañana siguiente, se empezó a formar una cola en la puerta de la calle de la editorial. James Osgood ordenó a Daniel que sacara colchones de paja para aquellos que fueran a pasar la noche en la calle fría y azotada por el viento. Fields añadió que, si querían un público realmente feliz, el muchacho debería además sacar cervezas.

Al amanecer del día de la venta, la multitud que se había acumulado en la puerta se extendía una milla y media por Tremont Street. Algunos se habían llevado sus propios sillones para dormir.

Los dos socios, Fields y Osgood, observaban desde una ventana en la que se habían hecho instalar barrotes precipitadamente, por miedo a que los compradores escalaran para conseguir entradas. Quedaron estupefactos al ver que no sólo se apiñaban hombro con hombro caballeros de la aristocracia con trabajadores irlandeses, sino que entre la multitud se podía distinguir a varios negros… ¡y que tres mujeres habían ocupado un lugar en la bulliciosa fila! Los hombres que esperaban en el frío polar consideraron este último hecho tan conmovedor que, después de una votación, invitaron a la primera de las mujeres a ocupar el lugar de cabecera en la cola. En honor del cariz predominantemente británico del evento, se sirvió té, aunque parte de él se mezcló con el contenido de unas pequeñas botellas negras.

En la cola se encontraban también los especuladores de entradas, que las compraban por un precio y las revendían con un recargo. Se esperaba a aquellos emprendedores buitres que abundaban en América, pero no tantos. Uno de los revendedores, entre los más agresivos a la hora de obtener y acumular entradas, iba vestido de George Washington, con la peluca, el sombrero y todo.

Mientras se producía la venta, entregaron un telegrama al calvo y cabezón George Dolby, que iba y venía entre la multitud.

– Viene del puerto de Halifax -dijo el señor Dolby después de leerlo en silencio-. Anuncia la llegada del Cuba . ¡Dickens se aproxima a Boston en este mismo instante! ¡El Jefe pisará suelo americano antes del anochecer! -las últimas palabras quedaron sofocadas por los gritos de júbilo.

Eso había pasado hacía horas. Ya era noche entrada en el puerto, hacía un frío cortante y no se veía ni rastro del Cuba . ¡Qué muchedumbre! Los periodistas recorrían los muelles en grupos, dispuestos a describir los primeros pasos del escritor en suelo americano para las ediciones de la mañana. El oficial de aduanas prestó el vapor Hamblin a Fields para que saliera a la bahía. A Osgood y a él se les sumó a bordo Dolby, que había llegado de Londres previamente con varios ayudantes. Los ingleses se ceñían los abrigos para protegerse del gélido aire.

– ¡ Cuba a la vista! -gritó el vigía.

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