– Romántico -repitió Rebecca sacudiendo la cabeza-. No lo sé.
La chica pecosa insistió en su argumento.
– Es usted un poco simple, ¿verdad, señorita? ¿Cómo es posible que no lo crea? ¡No me diga que no se ha dado cuenta de la cantidad de caballeros apuestos que hay en el barco! No tengo intención de seguir mucho tiempo trabajando como niñera y viviendo con perezosas doncellas irlandesas, ¿sabe?
– ¿No le gustan los niños que tiene a su cargo, señorita Christie?
– ¡Esos diablillos! No me va mal, porque les digo que existe un hombre negro que se traga a los niños pequeños que no hacen caso a sus niñeras. Pero, ah, esas doncellas irlandesas, las Sallys, las Marys y las Bridgets, no tardan mucho en volver a soliviantar los espíritus de los niños.
– Desdichada -dijo Rebecca.
– No lloraré por ellos durante mucho tiempo después de que encuentre un marido. ¡Este barco está lleno de posibilidades! Piense en los solteros, los hombres de negocios y los socios de clubes, y en los jóvenes con padres ricos y en las posibilidades que ofrece el amor con uno de ellos. Supongo que una podría incluso intentar caer por accidente a las olas y esperar a ser rescatada.
– Sí -dijo Rebecca tranquilamente. La brisa había soltado su pelo negro como ala de cuervo que le caía de forma atractiva sobre la cara-. Una podría incluso ahogarse -añadió sarcástica.
– ¡Oh, o naufragar juntos solos los dos! -fue la inconsciente respuesta. Christie siguió parloteando-. Se comenta que es usted una de las cuatro chicas más guapas a bordo. Y eso a pesar de ser demasiado intelectual y de que no se puede decir una palabra a favor de su estilo, con esa ropa de luto que le da una apariencia demasiado pálida y resuelta. ¿Por qué no ponerse una flor en el cinturón de vez en cuando para dar pie a algún galanteo ocasional de los hombres? Y siempre lleva un libro apoyado en la cadera, como si fuera un chicazo. ¿Qué me dice de ese caballero encantador con el que viaja? Hay muchas mujeres que tienen las miras puestas en él si se pone usted demasiado selectiva.
– Estoy aquí para trabajar -dijo Rebecca retirando la mirada para que la chica no viera el color que subía a sus mejillas; su cuerpo la traicionaba cuando mas necesitaba su discreción-. Me gustaría mucho demostrar que soy perfectamente capaz de actuar como una persona autosuficiente. Eso es todo lo que busco del señor Osgood.
– Viste bien y nunca pierde los estribos.
– Sí, eso es cierto.
– Eso es lo que importa.
– Es muy especial por muchas otras cosas -objetó Rebecca.
– ¿Qué me aconseja?
– ¿A qué se refiere?
– ¡Sí, para impresionar a su señor Osgood!
– No es mi… Mi consejo es que el señor Osgood está dedicado a sus asuntos de negocios y no tiene tiempo para tonterías.
– ¡Qué lástima! -respondió su compañera, decepcionada por las desordenadas prioridades de James Osgood-. La habría invitado a usted a la boda, desde luego.
Durante la travesía Rebecca se reunía a menudo con Osgood en la biblioteca del barco para ayudarle a redactar cartas para los representantes editoriales de Dickens en Londres o escribir borradores de otros documentos. Aunque no podía comer en su mesa o participar en otros pasatiempos de los viajeros de primera clase, una agradable tarde se sentó en una tumbona al aire libre a leer los papeles de Drood envuelta en un chal que la protegía del viento. Se habían unido a ella algunas chicas que hacían punto. A través de un ojo de buey cercano se veía el resplandor de un salón en el que Osgood jugaba al ajedrez, juego que Rebecca le había enseñado a Daniel para pasar las tardes en la pensión de Boston cuando dejó de beber.
Al principio, consciente de que no debía espiar, se esforzó por concentrar la atención en la lectura, pero no pudo resistirse. Le fascinaba la idea de observar a su jefe sin que él lo supiera. Tuvo que recordarse a sí misma que seguía un tanto decepcionada por Osgood y, como si le aplicara una especie de castigo, decidió contener su interés por él. Pero al poco rato se encontraba tan embelesada por las maniobras del juego que también ella tramaba en silencio sus propias estrategias. Osgood alcanzó un punto crítico y se quedó con la mano paralizada sobre la mesa, y ella le instó mentalmente a mover el caballo a la izquierda del tablero de su oponente.
¡Con eso lo conseguirá, señor Osgood! pensó. Sabía que, si ganaba, él no haría más que sonreír cortésmente para no menospreciar al otro jugador.
Un instante después, tras retirar la mano descartando varios movimientos, eligió el que le aconsejaba ella. Rebecca dio palmadas encantada y dos de las chicas la miraron por encima de sus labores de punto sacudiendo las cabezas.
Después de tan sólo unos días en el mar se sentía como si estuviera en un mundo completamente diferente al de Boston. El viaje no eliminó a Daniel de su pensamiento. En su ausencia, había llegado a darse cuenta de hasta qué punto parte de la resistencia y la capacidad de recuperación de su hermano había impregnado sus propias ambiciones. La voz del muchacho se había convertido en parte de su vida interior de una manera que no era capaz de describir. La travesía la ayudó a sentirse temporalmente en paz con la muerte de Daniel, como si él formara parte de la interminable extensión de cielo, agua salada y brisas cálidas.
Una templada mañana Osgood paseaba por la cubierta superior abstraído en sus pensamientos. Se había levantado viento y el barco se movía más que de costumbre. Las náuseas se iban apoderando cada día de más personas. El médico del barco repartía pequeñas dosis de morfina para calmar los nervios. Los pasajeros que no sufrían de mareos se habían aburrido de jugar a las cartas y al ajedrez y de hablar de política mientras fumaban puros. Al cabo de un tiempo ni siquiera la campana de la comida conseguía interesarles; sólo el avistamiento de algunas ballenas conseguía acabar temporalmente con el amodorramiento general. Pero Osgood no; él había conseguido eludir el aburrimiento por completo.
Se mantenía ocupado, bien vestido y absorbido por su futura misión. Mientras que algunos hombres se dejaban ver cada vez más frecuentemente sin afeitar, él llevaba el bigote bien recortado y la cara limpia. Osgood no lo consideraba sencillamente un hábito, sino una necesidad. Su rostro, aunque compuesto por rasgos bastante agradables, era muy corriente, por no decir anodino. De hecho, no era del todo infrecuente que una persona que hubiera conocido a Osgood en un lugar (la oficina de Tremont Street, pongamos por caso) y luego volviera a coincidir con él en otro sitio (el puente de Public Garden) no mostrara el menor signo de reconocerle. A veces, era notorio que el simple cambio de la luz solar a la luz de gas, o del sábado al martes, causaba la misma confusión en aquellos que intentaban situar la identidad del editor en su memoria. Este problema se habría visto agravado si Osgood hubiera cambiado alguna vez el corte de un solo pelo de su cara, lo que el editor no se atrevía a hacer. Con ello se arriesgaría a despertar una mañana y descubrir que su casa y su posición le habían sido arrebatadas.
Osgood no había dejado de analizar las páginas de El misterio de Edwin Drood que había llevado consigo. El libro era diferente del resto de las novelas de Dickens y su empeño más artístico desde Historia de dos ciudades . Era la obra de un genio maduro, sobrio y conciso, y Osgood estaba convencido de que, una vez acabada, habría sido una obra maestra y, como todas las obras maestras, admirada e incomprendida a partes iguales. Mórbida y siniestra, describía a una familia dividida del pueblo ficticio de Cloisterham con apenas una mínima esperanza de ser felices. Los personajes estaban poseídos de tal vitalidad que uno casi podía sentir que eran capaces de salir de las páginas y llevar a cabo el resto de la historia sin contar con la ayuda de la pluma de Dickens. La gran pregunta quedaba en el aire al final de las páginas existentes: ¿Edwin Drood, el joven héroe, había sido asesinado? ¿O estaba escondido a la espera de un regreso triunfal?
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