Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– Es una idea excelente -dijo Annie con palabras que conferían al socio menor un real beneplácito.

– Pero, bueno, ¿qué diferencia hay? -preguntó Fields, aunque sólo por diversión, porque sabía que la discusión con Annie estaba ya perdida una vez que tomaba una decisión.

– Si lo entiendo correctamente, querido mío -dijo Annie-, los términos del divorcio de la señorita Sand establecen que no puede tener ninguna relación sentimental. No está ni soltera ni casada. Vamos, llevarse a esa chica daría al mundo una imagen tan casta como llevarse al señor Midges.

– Desde luego, es una compañera de viaje un poquito más atractiva que el señor Midges -concluyó Fields cediendo con reservas-. Muy bien, me ocuparé de que mi secretaria reserve el pasaje de la señorita Sand en tercera clase de inmediato.

Osgood sonrió y le agradeció a Annie la sugerencia. La inesperada decisión le había agradado más de lo que cabía esperar. Por una parte, no se enfrentaría totalmente solo a la tarea encomendada. Tendría a su lado a una persona que era al mismo tiempo una compañía agradable y alguien extremadamente competente. Y si Osgood necesitaba una distracción de la muerte de Daniel, sin duda Rebecca era la persona que más la necesitaba en el mundo entero.

– ¿Qué le parece?

Le preguntó Osgood a Rebecca tras explicarle la idea cuando regresó a la oficina y la encontró llevándole un manojo de contratos al señor Clark, del departamento financiero.

– Me honra que haya decidido confiarme esa responsabilidad. Esta noche me ocuparé del resto de los preparativos -dijo.

Pasaron varias horas, y unas cuantas más desde que Osgood se hubiera marchado a casa a pasar la noche, antes de que Rebecca se diera cuenta de que estaba sonriendo ante la sorprendente oportunidad de viajar, de colaborar y de asegurar su futuro en Boston ayudando a Osgood en su misión. Sabía que podía cambiar las cosas, aunque tan sólo fuera ligeramente. Las oficinas de la editorial estaban casi por completo vacías, pero Rebecca seguía en el despacho, recogiendo enérgicamente pilas de papeles y documentos para su viaje. Bajó rápidamente al sótano, donde se alineaban hileras de cajas metálicas que contenían registros y publicaciones, cada uno de los pasillos con el nombre de uno de los autores, como el callejón de Holmes. Estaba tan emocionada que empezó a ejecutar una pequeña danza por la avenida Longfellow.

– Espero que no se esté perdiendo ninguna fiesta por estar aquí esta noche, señorita Sand.

– ¡Oh! -Rebecca se sobresaltó-. Vaya, señor Midges, lo siento. No creí que hubiera nadie aquí abajo tan tarde.

Midges, sudando profusamente, estaba sentado en el suelo revisando un libro de cuentas. Con la cabeza descubierta, su pelo ralo se levantaba sobre su cráneo como si hubiera visto un fantasma.

– ¡Tarde! Para mí no lo es. Vaya, esta empresa se iría a la ruina si yo no pasara aquí la mitad de mi vida. Ojalá no estuviera en este sótano cochambroso, tesoro. Pero la lista de suscriptores tiene que estar en perfecto orden y es un desastre desde que andamos cortos de empleados.

Rebecca retiró la mirada ante esta irreflexiva alusión a la muerte de Daniel.

– Buenas noches, señor Midges.

– ¡Espere! ¡No se vaya! -tartamudeó Midges incómodo y luego empezó a emitir su arbitrario silbido para tranquilizarla-. Siento muchísimo lo que le ocurrió a su pobre hermano, le doy mi palabra. Es horriblemente triste. Tuve un hermano pequeño que murió en mis brazos cuando tenía cuatro años. Sencillamente dejó de respirar, y nunca he podido olvidar ese momento.

– Siento lo de su hermano, señor Midges…, y le agradezco que me lo haya contado. Ahora tengo que acabar el encargo del señor Osgood.

– Sí, sí, es usted muy trabajadora -balbuceó Midges con una ligera turbación, como si le hubiera negado el último baile en una fiesta en favor de Osgood-. Si me permite que le diga una última cosa… Como hombre que respeta las conductas morales, lo sentí especialmente al enterarme de las terribles circunstancias en que murió Danny. Siempre había tenido un alto concepto de él.

Una expresión de temor invadió el rostro de Rebecca, dejando claro que no entendía a qué se refería. Midges continuó hablando con un temblor de placer en sus palabras.

– Bueno, escuché cómo el señor Osgood le contaba lo del opio al señor Fields cuando se sentaron juntos en el comedor. ¡En fin, me parece algo realmente lamentable! Parecía un chico tan sencillo… Si yo tuviera una hermana, tesoro, y ésta fuera tan bella y sensata como usted, por ejemplo…

Rebecca se levantó el bajo del vestido y subió las escaleras apresuradamente para alejarse de Midges tan rápido como le fuera posible.

– ¡Buenas noches, señorita Sand! -alzó la voz Midges detrás de ella con una expresión descorazonada y confusa-. ¡Qué criatura tan valiente y varonil! -se dijo para sí.

Rebecca subió al piso de arriba y apoyó en el escritorio los puños fuertemente cerrados. Sentía un gran peso apretándole el pecho y una lágrima recorrió su mejilla enrojecida. No eran lágrimas de tristeza; eran lágrimas de cólera, de frustración, de rabia. Eran lágrimas difíciles: no querían salir y no querían quedarse dentro. Apenas consciente de lo que estaba haciendo, encontró el pañuelo que Osgood le había ofrecido el día que le dio la noticia y observó el bonito trazado del monograma JRO. En sus cartas personales firmaba con un informal «James» pero añadía «(R. Osgood)». El resto del mundo le consideraba cordial y preparado para todo, pero ella valoraba el hecho de haberle visto en momentos de consternación: se sentaba con una mano, y a veces las dos, detrás de la cabeza, como si quisiera soportar el peso de los pensamientos que la llenaban. Por las noches, ya en casa, pensaba en él como James en vez de señor Osgood. Que hubiera dicho aquellas cosas de su hermano le resultaba desolador, ¡y al alcance de los oídos de todos! Había sido una tonta por creer que era su abogado defensor.

Esperó a que llegara un coche de caballos que la llevara cerca de Oxford Street, lo que supondría un gran avance, pero en aquel torbellino de emociones no podía soportar la aglomeración de todos los demás trabajadores que iban camino de sus hogares. El paseo hasta casa le pareció al mismo tiempo instantáneo y cruelmente tedioso.

Ya en su habitación de la pensión de segunda clase, la calma y el silencio le parecieron asfixiantes después de su precipitada vuelta a casa. ¿Aquellas paredes vacías eran todo lo que quedaba de su vida? Sin familia, sin Daniel, sin marido y ahora sin la confianza siquiera que siempre había creído ganarse del señor Osgood, un hombre al que admiraba más que a ninguna otra persona en Boston por proporcionarle una profesión decente y respetable. La ira había quemado sus lágrimas dejándola sólo con el pánico. Sin saber por qué, el orden de su diminuta habitación la aturdió, así que sacó su baúl de debajo de la cama y se puso a reorganizar sus pertenencias.

Se le pasó por la cabeza no presentarse en el muelle por la mañana y, más aún, ni siquiera regresar a la editorial ni a Boston. Si pudiera elegir, no volvería a ver al señor Osgood. Pero aquella habitación, la vieja señora Lepsin y su familia de tristes huéspedes, aquello no podía ser lo que quedara de Rebecca Sand; no podía ser todo lo que permaneciera de ella en Boston; esa vida insignificante debía de haber ocurrido en algún otro universo. Necesitaba el viaje que se le ofrecía. Y sabía que lo que más necesitaba en aquel momento, más que ninguna otra cosa, era una explicación de labios de Osgood.

9

A bordo del transatlántico con destino a Inglaterra, Osgood repartió libros con liberalidad en el salón principal, haciéndose al instante con la amistad de una docena de caballeros y la mitad de ese número de damas cuyos nombres y gustos llegó a conocer mediante esta presentación. La nave, el Samaria , era un lugar ideal para que Osgood desplegara sus dotes naturales de sociabilidad. Alejados de sus ocupaciones diarias, los pasajeros, al menos si el tiempo era bueno, tenían una buena disposición a mostrarse corteses, educados y sociables. Nada podía animar más a un editor y a un hermano mayor, como era el caso de James R. Osgood, que ayudar a un barco lleno de gente a ser felices. No era el tipo de hombre que cuenta chistes, pero solía ser el primero en reír con ellos. Y cuando los contaba, luego se tenía que recordar a sí mismo que no debía hacerlo, ya que, con demasiada frecuencia, había alguien que se tomaba muy en serio lo que él decía en broma.

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