Por primera vez, el magistrado miró a su invitado como si fuera un extraño.
– Supongo que algunos comportamientos de los ingleses son demasiado fríos para que los entendamos los bengalíes -murmuró.
Frank se terminó el vino y dejó la copa, levantando luego la mirada con un gesto defensivo.
– ¿Sabe lo que me dijo mi padre cuando le comuniqué que quería irme al extranjero, babu ? Sólo le había pedido que me proporcionara un caballo, un rifle y quince libras. Mi padre se rió y me aseguró que me robarían las quince libras, que el caballo me tiraría al suelo y que me volaría la cabeza con mi propio rifle -Frank hizo una pausa y luego añadió-: Con el tiempo, Bengala se ha convertido en mi hogar y me he ganado el respeto tanto de los europeos como de los nativos, un respeto que nunca se me ofreció en Inglaterra.
– ¿Tiene usted hermanos, señor?
– Cinco hermanos y dos hermanas, sí.
– Yo también tengo siete hijos, señor Dickens, y me temo que muchas veces los padres esperan demasiado de sus retoños -respondió el magistrado solícito-. Me atrevería a decir que, sobre todo, de usted.
– ¿Qué quiere decir?
– ¡Acérquese a ese espejo de encima de mi cómoda, señor Dickens! El parecido que guardan sus ojos y boca con los de su padre es asombroso. Estoy convencido de que, cada vez que le veía, se veía a sí mismo.
– Mi pa-padre -Frank se interrumpió. Volvió a empezar, conteniendo esta vez la emoción-. Mi padre nunca se vio en mí. A pesar de que sus admiradores lo imaginan como uno de los hombres más tolerantes, no tuvieron la ocasión de verse sometidos a su disciplina. Tener el mundo a los pies durante treinta años hace que uno crea que es de una naturaleza perfecta. Siempre nos dijo que su nombre era nuestro mejor capital y que no lo olvidáramos nunca.
La conversación se vio interrumpida por un inesperado alboroto fuera del bungaló. Los dos hombres salieron apresuradamente y encontraron a un indio que se debatía agarrado por varios policías nativos.
– ¿Qué pasa aquí? -inquirió Frank.
– ¡Comisario Dickens! ¡Éste es el dacoit del opio que faltaba! -gritó uno de los policías de piel oscura. Tras algunas indagaciones, quedó claro que, efectivamente, era el ladrón que había escapado de Turner y Mason en la selva. Se había escondido en un sótano de barro unas cuantas aldeas más allá, hacia el interior de la selva. Al ver a Frank paseando por las calles, un compatriota se había adentrado en la selva para advertirle de que la policía andaba cerca. Le habían seguido y habían detenido al ladrón cuando intentaba huir.
Frank ordenó a los policías que maniataran al prisionero y lo pusieran en un carro para llevárselo al cuartel.
– Se dará cuenta, señor comisario, de que mis compatriotas ni siquiera ahora, en nuestra infancia intelectual, intentan eludir la justicia -dijo el magistrado con una sonrisa que le llenaba la cara-. Estoy deseando escuchar su caso ante mi cutcherry .
Después de haber dado agua a su sediento caballo, Frank montó en él y bajó la mirada hacia el babu .
– Nuestro recorrido por los senderos, los puentes, la escuela… Usted quería que todo el mundo me viera para asegurarse de que alguien fuera a dar la alerta al ladrón y así atraparle. Y para retrasar mi partida hasta que su plan surtiera efecto, sacó el tema de mi padre.
Su anfitrión mantuvo la amplia sonrisa.
– Los dos hemos obtenido el resultado que deseábamos.
– Eso me hace pensar, babu , que los habitantes de su jurisdicción temen a los británicos, pero no le temen a usted. ¿Cómo afecta eso a su promesa de mantener el orden? Recuerde que, aunque sea usted nativo de esta tierra, es el representante de Su Majestad la Reina.
– No lo olvido nunca, comisario -respondió el magistrado haciendo una reverencia.
– ¡Agentes, monten con el prisionero! -Frank dijo esto en un tono suficientemente alto como para que le oyeran todos los observadores de los alrededores-. Babu , puede usted estar seguro de mi más profundo agradecimiento… Le sugiero que informe a todos los amigos y familiares de este bellaco de que prestar ayuda a un rufián, aunque sea de la propia sangre, no será bien visto por las autoridades británicas. Quedan avisados.
Boston, a la mañana siguiente, 1870
– Imagínese -dijo Fields mesándose la barba hasta dejarla convertida en un revoltijo enmarañado-. Esta mañana, al leer los periódicos con el café, me entero de que ese abogadillo quisquilloso con el que consultó usted, ese Sylvanus Bendall, ha aparecido muerto en la calle. ¡Con el cuello cortado de oreja a oreja y la cabeza colgando de un hilo! La policía se está volviendo loca. La misma gente que hizo que se aboliera nuestro corrupto departamento de detectives está pidiendo que se vuelva a convocar. ¡El alcalde culpa a las vías del ferrocarril porque traen forasteros a nuestra ciudad!
Era temprano por la mañana y Fields paseaba nervioso sobre la lujosa alfombra de su despacho, manoteando mientras hablaba. Era como si señalara a los diferentes retratos y fotografías del pasado y del presente de la editorial que había en las paredes. Aquéllos eran los artistas que habían llevado la literatura a las masas, que habían cambiado las mentes sobre prejuicios y política, que habían reconstruido los puentes entre Inglaterra y América, todo a través de las páginas de sus novelas y poemas.
Osgood estaba sentado en silencio en una silla contigua a la que acababa de dejar vacía el agente Carlton.
– Bendall no me dijo toda la verdad sobre la muerte de Daniel Sand, señor Fields -replicó Osgood después de esperar a ver si Fields iba a decir algo más.
Fields observó a Osgood como si no le hubiera visto nunca en su vida.
– ¿Y usted cree que ha sido por eso por lo que le han asesinado? -preguntó sarcásticamente-. Dudo mucho que la razón tuviera algo que ver con Daniel Sand, un muchacho de diecisiete años y un empleado corriente.
Osgood no quería traspasar los límites de su posición. La necesidad de ser resolutivo que imponía su oficio le había ayudado a reconocer que a veces podía ser demasiado precipitado a la hora de abrazar sin condiciones una nueva idea antes de comprenderla del todo y, en otras ocasiones, de discrepar demasiado alegremente. Pero no podía alterar su opinión.
– Bendall estaba presente cuando Daniel murió. Las páginas anticipadas de los episodios que Daniel tenía que recoger, las que debíamos utilizar para publicar la entrega, desaparecieron, a pesar de que el conductor creía haberle visto llevar un paquete.
– Ya sabemos que el joven Sand estaba bajo el influjo del opio, Osgood. Podría haber dejado caer el paquete en un charco sin darse ni cuenta. En cuanto a Bendall, ¡a un hombre se le puede rajar el cuello por menos de la leontina de un reloj o un alfiler de oro! Incluso en éste -Fields hizo una pausa teatral-, ¡el septuagésimo año del siglo diecinueve!
– ¿Qué me dice del hecho de que Dickens escriba sobre los consumidores de opio en las primeras páginas de Drood y que ésa sea, según la policía, la razón de la muerte de Daniel? ¿Es una coincidencia?
– ¿Qué otra cosa podría ser? Daniel era un consumidor de opio como lo son cada día más personas. Seguramente por eso decidió Dickens escribir sobre ese tema en primer lugar, a causa de la cantidad de gente que se ha perdido en las brumas de esas drogas, ¡aquí y en Inglaterra! Dickens siempre ha sido consciente de las enfermedades sociales, desde sus primeras novelas. ¿Cree que el conductor del ómnibus quería impedir que Daniel cumpliera con su encargo? Al diablo con Daniel Sand. Ya no es problema suyo. Nadie espera que haga nada mas.
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