Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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Aquel día se pudo ver a Sylvanus Bendall recorriendo afanosamente las calles de Boston durante algunas horas más después de la reunión con James Osgood, correteando agobiado entre su oficina, los juzgados, la desolada superficie de la prisión de Charlestown y, por último, caminando heroicamente bajo la lluvia para coger un carruaje de caballos que le llevara de vuelta a su casa. Mientras leía el periódico de la tarde en su asiento empezó a percibir el acre aliento a tabaco de mascar del hombre sentado detrás de él y, al apoyarse en el respaldo, notó que los dedos de éste le apretaban en la nuca.

– No es de buena educación -dijo Bendall al aire, porque estaba decidido a no darse la vuelta- apoyarse en otra persona, por muy abarrotado que esté el lugar.

Los dedos se retiraron lentamente del respaldo de su asiento. Satisfecho, Bendall siguió leyendo, si bien a través de una translúcida lente de distracción. Desde su reunión con Osgood una idea tomaba forma en la cabeza de Bendall. Aquellas últimas palabras del empleado: «Es Dios…». Ahora que su memoria regresaba a aquel momento no podía evitar una extraña sensación de confusión. ¿Era posible que el pobre muchacho hubiera intentado decir algo concreto, transmitir a Bendall alguna clase de advertencia?

Un líquido negro apareció en el suelo junto a sus pies.

– ¡Y tampoco es de buena educación escupir tabaco en los coches! -exclamó el abogado. Oyó que su voz temblaba por la falta de control y le fastidió que fuera así.

Pero no estaba dispuesto a darle a aquel grosero bribón la satisfacción de volverse en su asiento, ni siquiera cuando la repugnante secreción negra siguió rociándole el cuello y el paraguas húmedo del sujeto le salpicó. Incluso cuando la babosa cara de Medusa apareció ante la vista del abogado, siguió sin desviar la mirada. Por el contrario, Bendall se apeó en la siguiente parada, tres antes de la suya. La lluvia de verano había dado paso al viento y una niebla espesa y caliente llenaba la boca de sabor amargo.

Aquélla era una franja de terreno vacío. La propiedad de Bendall estaba en el extremo oeste, casi al doblar la esquina de Exeter Street, calle más allá de la que no había ni un alma.

Sin que Bendall lo viera, el hombre que iba sentado detrás de él también había bajado del coche, tan sólo unos instantes antes de que cerraran las puertas. Las pisadas fuertes y húmedas le seguían de cerca hasta que fue imposible ignorarlas.

Bendall, consciente de que estaba temblando, se detuvo.

– ¿Cuál es su propósito, señor? -dijo secamente, volviéndose por fin esta vez para plantar cara al miserable.

El desconocido llevaba abierto el paraguas que, junto al grueso sombrero de piel, ocultaba su rostro en las sombras. Con una mirada feroz, dejó que sus ojos recorrieran el traje de Bendall hasta las botas de goma. El desconocido se rió con una vibración de garganta profunda y discordante. El solo volumen de aquel hombre resultaba impresionante, y su piel era bastante oscura sin ser del todo negra. ¿Tal vez un bengalí o algo por el estilo? A pesar de la sombra que arrojaba su paraguas se podía ver que sobre su labio inferior colgaba un palillo de marfil.

Sylvanus Bendall se quedó paralizado. Llegó a una conclusión inmediata y precipitada: no sólo se encontraba en peligro, sino que, además, aquel hombre del bigote oscuro, con los ojos negros y la voz de barítono, aquel mismo hombre , era su peor enemigo. Es Dios que pide venganza, ¡eso era lo que el muchacho había querido decir!

Bendall dijo en un impulso que se adelantaba a la lógica:

– ¿Es usted, verdad? ¿Fue usted quien destrozó mi casa y luego hizo lo mismo con mi oficina?

El desconocido se encogió de hombros y siguió riendo.

Bendall le preguntó:

– ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué hace perder el tiempo a un caballero?

– ¿Qué… es… lo… que… quiero? ¡Dickens! -y repitió-: ¡Dickens! -pronunciaba las palabras como un inglés, o tal vez como un dude , uno de aquellos curiosos americanos que imitaban los modales ingleses, aunque su rudeza tosca parecía de origen más exótico-. No le ha devuelto esas páginas al señor Osgood, ¿verdad?

Bendall contestó con firmeza, frunciendo el ceño.

– ¡Uf! ¿Le ha contratado Osgood para encontrar esos papeles?

– ¿Le ha hablado usted de ellos, señor? -preguntó el hombre.

– No es asunto de él, ni de usted. Éste es un país libre. Me lo reservo.

– Bien hecho. Y sin embargo no aparecen ni por su casa ni en su despacho, lo que significa… -el desconocido le agarró del brazo mientras el abogado sentía que la cabeza se le quedaba sin sangre de puro terror. El hombre tanteó el chaleco de Bendall minuciosamente hasta que localizó el fajo de papeles-. ¿Pretende darme órdenes? ¡Démelos antes de que se los haga tragar! -le arrebató los papeles dándole a Bendall un fuerte empujón que hizo aterrizar al abogado encima de un charco.

Bendall exhaló primero un respiro de alivio por no haber sufrido más que unas magulladuras, pero unos instantes después se encolerizó. Había sido asaltado y arrojado al fango en medio de la calle y por el hombre que también había registrado su casa y su despacho. «Yo mismo cortaré de raíz el mal», le había dicho al ama de llaves, ¡y allí lo tenía! Ahora era el momento de agarrar la oportunidad por los pelos. Bendall, recobrando el valor, se levantó del suelo y salió detrás del ladrón.

– ¡Espere! -gritó.

El desconocido siguió su camino.

Bendall le dio alcance agitando un puño en alto.

– Si no vuelve y da cuenta de sus actos iré directamente a la policía y elevaré una protesta al señor Osgood de inmediato. ¡Dígame su nombre!

El desconocido aminoró el paso.

– Herman -dijo con una voz sumisa-. Me llaman Herman -mientras lo decía, con un movimiento sin vacilaciones, se dio la vuelta y clavó en el cuello de Bendall los colmillos de la cabeza que adornaba el puño del bastón. Bendall hizo un esfuerzo por tomar aire antes de caer. En el desolado paisaje de Tierra Nueva no había nadie que pudiera ser testigo del último y afanoso aliento de Bendall.

Herman se inclinó y hundió varias veces un puñal en su garganta. El palillo de dientes y el paraguas permanecieron en su sitio incluso cuando el cuchillo serró el hueso del abogado.

7

Bengala, India, 18 de junio de 1870

Las dos últimas semanas podían haberse medido en maniobras, desfiles y escoltas para los agentes de la Policía Montada de Bengala Turner y Mason. Desde el robo del tren de ganado no habían logrado encontrar la pista del segundo fugitivo que había escapado de su redada en la selva. Y lo que era peor, todavía no habían recuperado los cofres que contenían cada uno un picul , o 60 kilos, de valioso opio que habían robado aquel día.

Su superior en la patrulla montada, Francis Dickens, estaba nervioso. Llamó a los dos agentes a su despacho.

– Caballeros, ¿novedades?

– Uno de los patrulleros nativos nos ha dado información de algunos camaradas de los ladrones -dijo Mason entusiasmado-. En las colinas. Podrían estar escondidos allí, esperando a que abandonemos la investigación.

– Rara vez confío en la información de los nativos, señor Dickens -intervino Turner contradiciendo el optimismo del más joven.

– Entre los agentes nativos es frecuente que se dé la corrupción, Turner, soy muy consciente de eso -dijo Frank Dickens, un hombre de veintiséis años de piel clara y figura espigada que lucía un bigote casi albino. Hablaba con la actitud de alguien endurecido demasiado rápidamente por su propia autoridad-. Ese dacoit es el único sujeto que conocemos que nos puede llevar al opio, del que me atrevería a asegurar que todavía no han tenido el valor de intentar vender en el mercado ilegal. Hemos tenido vigilada la frontera de la colonia francesa poniendo especial atención a eso.

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