Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– ¿Reaparecer? -preguntó Osgood.

Fields levantó una mano mientras tragaba otro bocado de lengua.

– Sí. Vaya, ¿no creerá que Charles Dickens dejaría al joven inocente en el olvido? Yo creo que ese tal Datchery lo encontrará y lo rescatará de cualquier destino que Jasper le hubiera preparado.

– A mí me resulta evidente que Edwin Drood ha muerto, señor Fields. El misterio pasará a consistir, no tanto en cómo Dick Datchery desenmascara la maldad de John Jasper, sino cómo Grewgious, Tartar y los demás personajes del libro hacen justicia por los actos perpetrados contra el joven Drood.

– ¿De verdad? -exclamó Fields, nada convencido-. Bueno, lo volveré a leer todo a ver qué me parece.

Los siguientes días Osgood continuó con su rutina por los despachos, pero estaba distraído pensando en el pobre Daniel. Un recuerdo en particular regresaba una y otra vez a su memoria, el momento en que Daniel fue ascendido de aprendiz a oficinista. Osgood había llevado a Daniel a su propio sastre para que le hiciera su primer traje en condiciones… y Daniel había insistido en que fuera exactamente igual que el de Osgood.

– Puede que cueste más de lo que deberías gastar -le dijo Osgood-. Yo no llevaba un tejido de esta calidad cuando empecé a trabajar.

– Seguramente podré permitírmelo algún día. ¿Tal vez si sigo en la empresa y trabajo sin descanso? -preguntó Daniel.

– Yo diría que sí -contestó Osgood reprimiendo la sonrisa que suscitaban sus grandes planes.

– Entonces lo voy a comprar ya, en vez de tener que hacerme uno mejor dentro de un tiempo.

– ¿Cómo se encuentra con él, joven señor? -preguntó el sastre.

– ¡Me siento una pulgada más alto, señor!

Osgood rió la ocurrencia del espigado joven, que ya era más alto que él.

– Tal vez cuando te lo ajusten bien te sientas como un gigante.

Se ofreció a prestarle a Daniel el dinero para el traje, pero él estaba orgulloso de poder pagarlo con el dinero que había ahorrado con gran esfuerzo y todavía más orgulloso del traje en sí. Cuando llegó el verano Daniel seguía sin tener más que aquel mismo traje grueso de lana y no tenía dinero para comprar otro de sarga o franela. Pero nunca se quejó y sólo se quitaba la chaqueta cuando tenía que llevar las cajas de libros más pesadas al sótano para ser embaladas. Tenía a mano un suministro de pañuelos de algodón baratos que utilizaba para enjugarse la frente. Al final, la tensión del exceso de uso debilitó las costuras de los hombros y un par de veces a la semana en la pensión Rebecca las arreglaba lo mejor que podía.

6

Unos días después de que su casa fuera saqueada, Sylvanus Bendall llegó una mañana a su trabajo y encontró su despacho en condiciones parecidas. Como en su hogar, no se habían llevado nada. El abogado ya no podía atribuir el asalto a su propiedad al hecho de ser un pionero de Back Bay, puesto que su oficina estaba en un distrito mucho más convencional. No, los crímenes tenían un motivo personal. ¿Quizá la mezquina venganza de un cliente al que Bendall había fallado? En esa categoría había bastantes nombres.

Bendall había interrogado a un buen número de sus contactos fiables en los bajos fondos en busca de indicios. Y un día, al llegar a su despacho, se encontró con dos hombres que le esperaban en la antesala. Uno era un joven bribón, de los que visitaban su oficina con frecuencia, y el otro era un caballero. Este último iba vestido con ropa cara y tenía un rostro fresco y espléndido que resultaba inmediatamente admirable y, por tanto, sospechoso en su franqueza.

Sylvanus Bendall no preguntó quién llevaba más tiempo esperando, sencillamente se presentó al joven caballero como abogado y le pidió que entrara en su despacho.

– Ojalá hubiéramos dejado nuestra cita para otro día, señor Osgood, de manera que no hubiera tenido que compartir la sala de espera con esa clase de gente.

– No me quejo de la compañía. Es importante que obtenga cierta información tan pronto como sea posible.

– Ya. Importante para un caso de los tribunales, supongo.

– No exactamente -dijo Osgood-. Importante para mí. He venido a preguntarle por Daniel Sand, uno de mis empleados que murió hace algunas semanas.

– No creo que tuviera la oportunidad de entablar conocimiento con él -dijo Bendall-. Aunque soy consejero de muchos jóvenes pobres e ignorantes.

– Tal vez su origen fuera pobre, señor Bendall, pero trabajaba afanosamente y no era un ignorante en ningún campo en el que se le hubiera ofrecido ocasión de aprender. Falleció en un accidente de ómnibus y tengo entendido que usted estaba presente.

– ¿Oh?

– El policía me dijo el nombre del vehículo y el conductor recordaba que usted dio su nombre y profesión.

– ¿Ah, sí? -preguntó Bendall sorprendido.

– Varias veces. Ambos recordaban que estuvo usted cerca del cuerpo de Daniel.

– Ya -Bendall asintió con una nueva rigidez en la expresión-. Supongo que así fue, ahora que me lo recuerda. Fue una escena trágica, señor Osgood. Espero que haya podido cubrir la vacante del joven satisfactoriamente y, en caso contrario, puedo sugerirle uno o dos candidatos que buscan trabajo. Apenas será capaz de notar que han estado en prisión.

– ¿Presenció usted el accidente, señor Bendall?

– Sólo escuché el «¡pum!». Me refiero -aclaró Bendall- al ruido que escuchamos al arrollar al desdichado joven.

– El conductor dijo que creía que Daniel llevaba algo cuando se produjo el accidente, pero que había desaparecido cuando llegó la policía. El señor Sand, debo explicar, tenía que recoger unos papeles que pertenecían a nuestra empresa.

Bendall se acarició involuntariamente el chaleco donde aún conservaba las estimadas páginas de adelanto del folletín escrito por Dickens, luego se mordisqueó la uña del pulgar. Había llegado a tomar un gran aprecio a aquellas hojas. ¡La última novela de Dickens! Por supuesto, el editor que se sentaba enfrente de él habría pedido un duplicado de éstas a Inglaterra. De manera que ¿qué podía tener de malo quedarse con aquel recuerdo?

– No -respondió con tibieza Bendall a la pregunta de Osgood. Luego, tras esperar unos instantes a la reacción en la expresión del editor, añadió-: No llevaba ni una hoja de papel, señor Osgood. Ni siquiera, hablando entre caballeros, el menor trozo de papel sucio y de la peor calidad.

– El conductor debe de haberse equivocado -dijo Osgood desilusionado-. Ojalá hubiera más pistas. La policía cree que mi subordinado estaba en un estado de alteración causado por los narcóticos y yo no quiero… No lo puedo creer.

– ¡Uf! La verdad es que no sabría decirle. Desde luego, hablaba sin sentido…

– ¿Qué? -interrumpió Osgood con renovado interés-. ¿Quiere decir que Daniel Sand estaba vivo cuando llegó a su lado?

– Sólo durante unos segundos -respondió Bendall.

– La policía no dijo nada de eso.

– Bueno, es que… Quiero decir… ¡La policía! A menudo son tan negligentes. ¡Yo mismo he sufrido pillajes dos veces en los últimos días, sabe!

– Por favor, ¿qué dijo Daniel?

– ¡Disparates! Cosas sin sentido, nada más. Me miró y dijo: Dios… A ver, imagine, si le parece, que digo esto respirando muy superficialmente y con un susurro ronco como corresponde a un hombre que está abandonando el estado mortal de la vida. «Es Dios», dijo. Fue como en una novela sentimental.

– ¿Eso fue todo lo que dijo? ¿«Es Dios» qué?

– No acabó la frase, me temo. Es Dios quien lo quiere. Es Dios en su voluntad, tal vez. ¿Su intención? No, demasiado rebuscado. Para serle sincero, si hubiera dicho algo más, habría decidido no escucharlo, porque interponerse cuando un hombre se pone a bien con su creador es hacer un perjuicio a ambas partes. En cualquier caso, le tomé de la mano después de que dijera estas palabras y la sostuve con fuerza mientras expiraba -en realidad, Bendall no había sostenido la mano de Sand después de oír sus palabras, pero aquel embellecimiento de los hechos había ido apareciendo en las repeticiones del relato y a estas alturas el abogado lo creía con más sinceridad que si hubiera ocurrido.

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