Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– Sí, señor -respondió Turner.

– Comprenderán ustedes nuestro interés, señores -añadió Frank Dickens con severidad-. La paz del distrito depende en gran medida de lo efectivo que parezca nuestro departamento de policía. No podemos dejar que los ladrones crean que son libres para actuar en Bengala, en nuestras jurisdicciones. La policía de ferrocarriles y la local están en alerta. Hoy tengo una cita con el juez del pueblo donde vivía el ladrón que huyó. Me atrevería a asegurar que me va a interrogar sobre nuestros progresos y cuento con su colaboración.

Los agentes se cuadraron y les dio permiso para retirarse. Antes de salir, Frank le dijo a Turner que quería hablar con él en privado.

– Agente Turner. Ese dacoit … Si le encontrara…, asegúrese de que llega aquí.

– ¿Señor? -se sorprendió Turner.

Frank cruzó los brazos sobre el pecho.

– Una vez muerto Narain, ese ladrón podría ser nuestra única manera de descubrir dónde están escondidos esos cofres de opio. Quiero que usted garantice su integridad física. Usted se sentará en el asiento junto a la ventana.

– Por supuesto, comisario Dickens.

Mientras ambos policías montados se dirigían a su misión, Turner no podía evitar cerrar los puños con rabia por el sermón recibido. Él sabía, como sabía todo el mundo , que Francis Dickens sólo era comisario gracias a su nombre. ¡Pero si Turner era capaz de llevar el mando tan bien como Dickens! El padre del fulano, muerto aquel mes, era un pobre paleto de lo más cerril que sencillamente sabía coger la pluma. Y, además, ¿hasta qué punto era respetable una familia en la que la esposa había sido desterrada de su propio hogar y reemplazada por una bonita actriz, según decían los cotilleos de las columnas que Turner había leído en Londres? El mismo gran genio estaba ya muerto y enterrado. A Turner le reventaba aceptar órdenes del hijo de semejante sujeto. ¿Y por qué razón? Sólo porque Charles Dickens era capaz de pergeñar cuentos lacrimógenos que hacían llorar a las mujeres y reír a los hombres. ¿No hacía falta nada más que eso para ser un escritor rico y famoso?

Más de una vez le había dicho a Mason: «A la hora de los ascensos, preferiría ser el hijo de Charles Dickens que el heredero del duque de Westminster».

Mientras tanto Frank Dickens se dirigía al bungaló del juez de primera instancia. Al encontrarlo vacío cruzó el recinto para entrar en el juzgado, un edificio con paredes de barro y tejado de paja. El juez sólo tenía un año más que él y sus estudios en la Universidad de Calcuta le habían proporcionado un inglés que apenas dejaba adivinar la menor traza de su acento nativo. Frank y otros oficiales ingleses le habían tomado bastante cariño.

Al atravesar el patio Frank reparó con satisfacción en las farolas y los senderos nuevos. Cuantos más signos de civilización se extendieran por los poblados de los nativos, menos problemas habría. Los nativos se levantaban y le saludaban a su paso, colocándose las manos delante de la cara y haciendo una profunda inclinación. Uno que estaba sentado con los codos apoyados en las rodillas salió corriendo al ver al visitante, tal vez porque Frank fuera europeo, o tal vez por el uniforme.

Cuando el inglés entró en el juzgado, los abogados y guardias indios también le hicieron una reverencia. El juez estaba sentado a una mesa situada sobre un estrado en una sala escasamente iluminada atestada por todos los rincones de nativos impacientes. Vestido con su traje ornamental de dibujos plateados y dorados, el juez rodeó la mesa y estrechó la mano del comisario de policía con afecto.

– No quiero interrumpir sus juicios, babu -le instó Frank.

– No me interrumpe en absoluto, señor Dickens -respondió el magistrado jovialmente-. Hoy no tengo mucho trabajo. ¿Le apetece tomar una copa de vino?

Frank examinó con la mirada a los inquietos hombres y mujeres que llenaban la cutcherry . [1]

– Por favor, continúe con sus causas.

A pesar de las objeciones de Frank, el magistrado pidió que trajeran de su bungaló unas copas y vino. Sacó una caja de puros buenos mientras sus criados gritaban «¡Og laou!» y encendían un fuego. La multitud congregada en la cutcherry empezó a murmurar y el murmullo fue subiendo de volumen hasta que uno de los oficiales del tribunal pidió silencio. Después de que los dos caballeros tomaran su vino y su brandy pawnee [2]ante la inquieta audiencia, Frank volvió a insistir inquieto:

– Por favor, babu , proceda.

Los pleitos eran tediosos e incluían el caso de una vaca robada, seguido de un intento de extorsión de un viajero europeo por parte de un bengalí. A las dos en punto, la cutcherry quedó vacía y el magistrado invitó al comisario de policía a su casa para picar algo al estilo inglés. Sin embargo, antes insistió en que su visitante le acompañara a dar una vuelta por el pueblo. Empezaron por la escuela, llamada la Academia Anglo-Vernácula, donde el maestro dirigía un círculo de alumnos con vientres hinchados cubiertos sólo con desgastados trozos de muselina que cantaban el alfabeto inglés. Uno de los estudiantes tartamudeaba sin éxito intentando pronunciar la letra R. Frank se puso pálido al verlo y apuntó a su guía que ya podían marcharse. Tras dejar la escuela, los dos funcionarios cruzaron un puente nuevo y visitaron varios desagües que se habían instalado a lo largo de la calle bajo supervisión del magistrado. Por dondequiera que pasaban, el magistrado señalaba con orgullo la ausencia de mendigos.

Cuando por fin regresaron al bungaló del juez, el tentempié estaba listo. Los criados les servían vino a la misma velocidad a la que bebían.

– ¿Así que su departamento sigue a la caza del ladrón fugado? -comentó el magistrado.

– Creemos que puede estar en las montañas. Tengo a dos de mis hombres siguiéndole los pasos en este mismo momento.

– Usted sabe, señor Dickens, que mis conciudadanos desean que ese ladrón sea arrestado con tanto empeño como la policía blanca. Como ha visto en la cutcherry , cuando roban una vaca, son mis compatriotas los que sufren.

– En esta ocasión no se trata de una vaca -dijo Frank arqueando una ceja-. Se trata de opio, babu . El inspector jefe va a estar muy pendiente de que este caso se resuelva.

– Sí, sí, el opio… ¡Importante! -levantó su copa en un brindis-. Bebamos por aquellos que reciben un salario por cultivarlo para venderlo a China, pero también por los nativos que son lo bastante débiles para ingerirlo antes de venderlo en el extranjero. La joven Bengala no es más que un niño que ha crecido demasiado para su ropa. Hasta que mi pueblo aprenda a aceptar una vida como la de los ingleses, se beneficia de un embotado sentido de la realidad, un torpe estado de ánimo, si se me permite decirlo así. Nadie quiere otra insurrección, comisario.

Tras otro rato de conversación Frank tiró de la cadena de su reloj.

– Ah, sólo un instante más, comisario -dijo el magistrado ante las muestras de impaciencia de su visitante-. ¿Se ha dado cuenta?

El magistrado levantó la mirada hacia una hilera de libros situados sobre la cabeza del inspector. Era una exquisita colección de las novelas de Charles Dickens.

– Ediciones ilustradas. Soy tan admirador de la obra de su padre como cualquiera de sus compatriotas, se lo aseguro. Me entristeció profundamente el imaginarme su silla vacía después de conocer las nuevas. ¿Regresará usted a Inglaterra para presentar sus respetos?

– Usted conoce tan bien como yo la cantidad de trabajo que tiene el departamento de policía. Me tomaré un mes de vacaciones en Inglaterra cuando las cosas estén más tranquilas. Tal vez el año próximo.

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