– Es demasiado estrecho. No puedo inclinarme. No creo que pueda moverme para cavar.
Longfellow ayudó a Holmes a salir del hoyo. El doctor volvió a introducirse en la angosta abertura, esta vez de cabeza, mientras Longfellow lo agarraba de los pantalones grises a la altura de los tobillos. El poeta era hábil en el manejo de marionetas.
– ¡Con cuidado, Longfellow, con cuidado!
– ¿Ve usted lo suficiente?
Holmes apenas le oía. Escarbó en la tierra con las manos, metiéndosele bajo las uñas la húmeda suciedad, a la vez repulsivamente cálida y fría y dura como el hielo. Lo peor era el hedor, la persistente hediondez de la carne quemada que se conservaba en la estrecha sima. Holmes trataba de contener la respiración, pero esta táctica, unida a su pesada asma, le hizo sentir ligera la cabeza, como si pudiera despegársele como un globo.
Estaba donde había estado el reverendo Talbot, y cabeza abajo, como él. Pero, en lugar de fuego expiatorio en los pies, sentía las manos decididas del señor Longfellow.
La voz apagada de Longfellow flotó formulando una pregunta que revelaba preocupación. El doctor no pudo oírla, y tuvo una sensación de que sonaba desvaída, por lo que se preguntó inútilmente si una pérdida de conciencia podría hacer que Longfellow le soltase los tobillos y si él, mientras tanto, podría escurrirse hasta el centro de la tierra. La sucesión de pensamientos flotantes pareció continuar indefinidamente hasta que las manos del doctor tropezaron con algo.
Con la sensación de un objeto material, volvió la dura lucidez. Una pieza de alguna clase de tela. No: una bolsa. Una bolsa de tejido liso.
Holmes se estremeció. Trató de hablar, pero la pestilencia y la suciedad oponían unos terribles obstáculos. Por un momento, el pánico lo dejó helado, y luego recuperó la sensatez y agitó las piernas frenéticamente.
Longfellow, comprendiendo que eso era una señal, levantó el cuerpo de su amigo fuera de la cavidad. Holmes dio boqueadas para aspirar aire, escupiendo y barboteando, mientras Longfellow se inclinaba hacia él solícitamente. Holmes cayó de rodillas.
– ¡Vea esto, por Dios, Longfellow!
Holmes tiró del cordón que rodeaba el descubrimiento y abrió la bolsa incrustada de suciedad.
Longfellow miraba mientras el doctor Holmes depositaba mil dólares en billetes de curso legal sobre el suelo de la bóveda funeraria.
Y guarda tu mal ganada moneda…
En Wide Oaks, la vasta propiedad de la familia Healey desde hacía tres generaciones, Nell Ranney condujo a dos recién llegados a través del largo vestíbulo. Eran extrañamente esquivos. Sus cuerpos eran recios, eficientes, y sus ojos, rápidos e inquietos. Lo que más resaltaba a los ojos de la criada eran sus maneras de vestir, pues constituían una rareza aquellos dos estilos extravagantes y dispares.
James Russell Lowell, con una barba corta y un bigote caído, llevaba una más bien raída chaqueta cruzada, una chistera sin cepillar que parecía una burla dado lo informal de su vestimenta, y en su corbatín, anudado con un nudo marinero, una clase de alfiler que hacía tiempo no estaba de moda en Boston. El otro hombre, cuya abundante barba bermeja caía en cascada formando gruesos y fuertes rizos, se quitó los guantes, de color chillón, y se los echó al bolsillo de su levita de tweed escocés, impecablemente cortada, y bajo la cual, en torno a su vientre cubierto por un chaleco verde, se extendía una brillante cadena de oro de reloj, como un adorno de Navidad.
Nell se demoró en abandonar la estancia, incluso mientras Richard Sullivan Healey, el hijo mayor del juez presidente, saludaba a sus dos huéspedes.
– Dispensen el proceder de mi sirvienta -dijo Healey, después de ordenar a Nell Ranney que saliera-. Fue la que encontró el cuerpo de mi padre y lo trajo a la casa, y desde entonces me temo que examina a cada persona como si la considerase la responsable. Nos inquieta que imagine cosas casi tan demoníacas cómo las que se le ocurren a mi madre estos días.
– Desearíamos ver a la querida señora Healey esta mañana, si nos lo permites, Richard -dijo Lowell muy educadamente-. El señor Fields pensaba que podríamos tratar con ella sobre un libro conmemorativo en honor del juez presidente, y que podría editar Ticknor y Fields.
Era costumbre que los parientes, incluso los lejanos, visitaran a la familia de los recién fallecidos, pero el editor necesitaba un pretexto.
Richard Healey dibujó en su boca enorme una curva amigable. -Me temo que sea imposible visitarla, primo Lowell. Hoy tiene uno de sus días malos. Guarda cama.
– Vaya, no sabía que estuviera enferma -dijo Lowell inclinándose hacia delante con un toque de curiosidad malsana.
Richard Healey dudó y compuso una serie de parpadeos.
– No físicamente, al menos según los doctores. Pero ha desarrollado una manía que me temo haya empeorado las últimas semanas y también puede considerarse algo físico. Siente una presencia constante sobre ella. Perdón por expresarme vulgarmente, caballeros, pero cree que algo se arrastra sobre su carne, e insiste en que debe rascarse y ahondar en su piel, por más que el diagnóstico atribuye eso a imaginación.
– ¿Hay algo que podamos hacer para ayudarla, mi querido HE ley? -preguntó Fields.
– Encontrar al asesino de mi padre -respondió Healey esbozando una sonrisa triste.
Se dio cuenta, con cierta incomodidad, de que los dos hombres reaccionaban con miradas aceradas. Lowell deseaba ver dónde se había descubierto el cadáver de Artemus Healey. Richard Healey puso obstáculos a tan extraña demanda; pero, considerando las excentricidades de Lowell, atribuibles a la sensibilidad poética, acompañó a los dos hombres al exterior. Salieron por la puerta trasera de la mansión pasaron el jardín de flores y se internaron en el prado que conducía a la orilla del río. Healey se dio cuenta de que James Russell Lowell caminaba con sorprendente rapidez, con una zancada atlética que no se esperaría en un poeta.
Un viento fuerte llevó granos de arena fina a la barba y a la boca de Lowell. Con su gusto áspero en la lengua y un quiebro en la garganta, y con la imagen de la muerte de Healey en la mente, a Lowell se le representó una idea muy vívida.
Los tibios del canto tercero de Dante no escogen ni el bien ni mal; de ahí que sean rechazados a la vez por el cielo y por el infierno. Así pues, se les sitúa en una antecámara, no en el infierno propiamente dicho, y allí esas sombras cobardes flotan desnudas siguiendo un estandarte blanco, puesto que se habían negado a seguir una línea de acción en vida. Incesantemente padecen picaduras de tábanos y avispas, su sangre se mezcla con la sal de sus lágrimas y alimenta, a sus pies, a repugnantes gusanos. Esta carne pútrida da origen a más moscas y gusanos. Moscas, avispas y larvas eran los tres tipos de insectos hallados en el cuerpo de Artemus Healey.
Para Lowell, eso demostraba algo acerca de su asesino, que lo hacía real.
– Nuestro Lucifer sabía cómo transportar esos insectos -había dicho Lowell.
Hubo una reunión en la casa Craigie la primera mañana de su investigación, con el pequeño estudio inundado de periódicos y los dedos de todos manchados de tinta y de sangre después de pasar demasiadas páginas. Fields, revisando las notas que Longfellow había tomado en un diario, quería saber por qué Lucifer, nombre que Lowell había dado al adversario del grupo, escogió a Healey entre los tibios.
Lowell se tocaba pensativamente una de las guías de su bigote en forma de colmillo de morsa. Adoptaba un tono plenamente pedagógico cuando sus amigos se convertían en su audiencia.
– Bien, Fields; la única sombra que Dante individualiza en este grupo de tibios o neutrales es, según dice, la que consumó el gran rechazo. Debe tratarse de Poncio Pilato, pues fue él quien opuso el gran rechazo (el acto de neutralidad más terrible de la historia cristiana), cuando ni autorizó ni impidió la crucifixión del Salvador. De la misma manera, al juez Healey se le pidió que asestara un buen golpe a la Ley de Esclavos Fugitivos y no hizo nada al respecto. Devolvió a Savannah al esclavo huido Thomas Sims, que era sólo un muchacho, y allí fue azotado hasta sangrar y luego paseado por la ciudad para mostrar sus heridas. Y el viejo Healey no paraba de rezongar que no le correspondía a él quebrantar una ley aprobada por el Congreso. ¡No! En nombre de Dios, eso nos correspondía a todos nosotros.
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