– Sólo soy un pobre mendigo, buen señor.
El hombre de quien procedían estas palabras, pronunciadas en lo alto de la escalera, era fácilmente reconocible después de torcer para subir el siguiente tramo y distinguir un par de piernas, embutidas en unos pantalones rayados y que arrancaban de unos zapatos con tacones de hierro: Langdon Peaslee, reventador de cajas fuertes, se tapaba descuidadamente su botón de diamante con el amplio puño de la camisa.
– ¿Qué hay, blanquito? -saludó Peaslee sonriendo, mostrando un hermoso despliegue de dientes agudos como estalagmitas-. Chóquela. -Estrechó la mano de Rey-. No nos habíamos visto desde aquel espectáculo. Dígame, ¿no está su habitación por aquí arriba? -y señalaba inocentemente detrás de él.
– Hola, señor Peaslee. Tengo entendido que robó usted el banco Lexington hace dos noches.
Nicholas Rey lo dijo para demostrar que tenía tanta información como el propio ladrón. Peaslee no dejó pruebas que pudieran presentarse contra él ante el tribunal, y seleccionó y apartó cuidadosamente sólo aquellos valores a los que no se podía seguir la pista.
– Dígame, ¿quién es lo bastante hábil en estos tiempos para hacerse un banco él solito?
– Usted. Estoy seguro. ¿Ha venido para entregarse? -preguntó Rey con expresión seria.
Peaslee rió desdeñosamente.
– No, no, querido muchacho. Pero no entiendo esas restricciones a que lo someten. ¿Qué razón hay para ello? No va de uniforme, no puede detener a hombres blancos y así sucesivamente… Bueno, pues son injustas, injustas, sin duda. Pero hay algunos factores compensatorios. Usted y el jefe Kurtz se han vuelto compañeros inseparables, y eso puede acabar llevando a alguien ante la justicia. Como los asesinos del juez Healey y del reverendo Talbot, que en paz descansen. He oído decir a los diáconos de la iglesia de Talbot que han organizado una suscripción para ofrecer una recompensa.
Rey echó a andar hacia su habitación dando cabezadas que revelaban desinterés.
– Estoy cansado -dijo en voz baja-. A menos que tenga usted algo concreto que pueda presentarse ante la justicia en este mismo momento, le ruego que me excuse.
Peaslee jugueteó con la bufanda de Rey y luego mantuvo allí la mano quieta.
– Los policías no pueden aceptar recompensas, pero un simple ciudadano, como yo, sin duda podría. Y si alguien se abre paso por una puerta que valga la pena… -No hubo reacción en el rostro del mulato. Peaslee exteriorizó su irritación y prescindió de sus zalamerías. Apretó la bufanda como si manejara un nudo corredizo-. ¿Qué es lo que le dijo aquel pordiosero sordomudo en aquella reunión en la casa grande? Escuche bien. Hay un montón de gente en nuestra ciudad a la que se puede muy bien culpar de la muerte de Talbot, mi querido sabihondo. Yo los identificaría fácilmente. Ayúdeme en el negocio, y la mitad de la recompensa, para usted -añadió secamente-. Pasta en abundancia, y luego usted sigue su camino como le parezca. Las compuertas se han abierto, y todo va a cambiar en Boston. La guerra ha traído mucho dinero aquí y los tiempos son malos para andar solo.
– Discúlpeme, señor Peaslee -repetía Rey con aplomo estoico.
Peaslee aguardó un momento, y luego prorrumpió en una carcajada, como aceptando su derrota, y sacudió algún hilillo imaginario de la chaqueta de tweed de Rey.
– Pues muy bien, blanquito. Por la pinta, debí darme cuenta de que era un dechado de virtud. Pero lo siento por usted, amigo, lo siento mucho. Los negros lo odian por ser blanco y todos los demás lo odian por ser negro. En cuanto a mí, yo juzgo a un tipo por si es listo o no. -Se señaló un lado de la cabeza-. Una vez me encontré en un pueblo de Luisiana, blanquito, donde podía verse la sangre blanca en la mitad de los niños negros. Las calles estaban llenas de híbridos. Imagino que a usted le gustaría vivir en un sitio como ése, ¿verdad?
Rey lo ignoró y buscó la llave en su bolsillo. Peaslee le dijo que él le haría los honores, y con uno solo de sus dedos de araña empujó la puerta de Rey y la abrió.
Rey levantó la vista, alarmado por primera vez desde su encuentro.
– Las cerraduras son para mí un juego, ya sabe -dijo Peaslee irguiendo la cabeza orgullosamente. Luego fingió entregarse, presentando las muñecas vueltas-. Puede usted empapelarme por allanamiento, patrullero. Oh, no, no; usted no puede.
Una mueca de despedida.
En la habitación no faltaba nada. Aquel último truco había sido una exhibición de poder a cargo del gran ladrón de cajas fuertes, por si a Nicholas Rey se le ocurría alguna idea poco sensata.
A Oliver Wendell Holmes le resultaba extraño salir de aquella manera con Longfellow, verlo pasar entre los rostros y los sonidos comunes, y entre los olores maravillosos y terribles de las calles, como si formara parte del mismo mundo que el conductor de un tiro de caballos que arrastraba una máquina de riego para limpiar la calle. No era que-el poeta nunca hubiese abandonado la casa Craigie en los últimos años, pero sus actividades en el exterior eran concretas y limitadas. Entregar pruebas de imprenta en Riverside Press, cenar con Fields a una hora con poco público en Revere o en casa Parker. Holmes se sentía avergonzado por haber sido el primero en tropezar con algo que de modo tan inconcebible pudo romper el pacífico retiro de Longfellow. Debió haberlo hecho Lowell. A él nunca se le hubiera ocurrido incurrir en la culpa de forzar a Longfellow a penetrar en el mundo, en la pavimentada Babilonia que desorientaba las almas. Holmes se preguntaba si Longfellow le guardaba resentimiento por eso; si era capaz de resentimiento o si era inmune a él, como lo era a tantas emociones desagradablemente humanas.
Holmes pensó en Edgar Allan Poe, que escribió un artículo titulado «Longfellow y otros plagiarios», acusando a Longfellow y a todos los poetas de Boston de copiar a todos los escritores, vivos y muertos, incluido el mismo Poe. Esto sucedía en la época en que Longfellow contribuía a mantener vivo a Poe prestándole dinero. Un Fields enfurecido prohibió definitivamente que apareciera cualquier escrito de Poe en las publicaciones de Ticknor y Fields. Lowell saturó los periódicos con cartas en las que demostraba sin lugar a dudas los ultrajantes errores en que habían incurrido los escritores de Nueva York. A Holmes lo atormentaba la idea de que cada palabra que escribía fuera, sin duda, un robo a algún poeta anterior, mejor que él, y en sus sueños no era infrecuente que el espectro de algún maestro desaparecido se le apareciera para pedirle cuentas. Longfellow, por su parte, no dijo nada públicamente, y en privado atribuía la actuación de Poe a la irritación de una naturaleza sensible mortificada por algún sentido indefinido del error. Y resultaba bastante notable para Holmes que Longfellow se entristeciera sinceramente por la melancólica muerte de Poe.
Ambos hombres llevaban al brazo ramos de flores y se dirigían a la parte de Cambridge que era menos pueblo y más ciudad. Rodearon la iglesia de Elisha Talbot, tratando de situar, a cada paso, el lugar de la terrible muerte de Talbot, deteniéndose bajo los árboles y sintiendo el terreno que pisaban entre las lápidas. Algunos transeúntes les pedían autógrafos en pañuelos o en el interior de los sombreros, a menudo al doctor Holmes, pero siempre a Longfellow. Aunque las horas nocturnas les hubieran garantizado un conveniente anonimato, Longfellow decidió que sería mejor aparecer como contritos visitantes al cementerio antes que exponerse a que los tomaran por ladrones de cadáveres.
Holmes estaba agradecido a Longfellow porque se había erigido en jefe los días que siguieron al acuerdo que… ¿Qué habían acordado hacer, con las vehementes palabras de Ulises quemándoles la lengua? Lowell dijo que era preciso investigar (siempre sacando pecho). Holmes prefería la expresión «hacer indagaciones», y así lo dejó puntualizado con Lowell.
Читать дальше