Rey miró a Longfellow, que parecía tan sorprendido como él.
– Bien, le agradezco que se acordara, doctor Holmes -dijo Rey-. Sólo me queda desearles buenas noches, caballeros.
Todos se congregaron en la entrada mientras Rey se desvanecía en el sendero de acceso.
– ¿Turn no doorlatch? -preguntó Lowell.
– ¡Tenía que alejarlo de cualquier sospecha, Lowell! -exclamó Holmes-. Usted podía haber adoptado una actitud más convencida. Una buena regla para el actor que maneja marionetas es no dejar que el público le vea las piernas.
– Fue una buena ocurrencia, Wendell -dijo Fields palmeando calurosamente el hombro de Holmes.
Longfellow fue a hablar pero no pudo. Entró en el estudio y cerró la puerta, dejando a sus amigos, cohibidos, en el vestíbulo.
– Longfellow, querido Longfellow -lo llamó Fields, golpeando suavemente la puerta.
Lowell tomó del brazo a su editor y sacudió la cabeza. Holmes se dio cuenta de que tenía algo en la mano y se lo tendió a los demás. Era la nota de Rey.
– Miren. El agente Rey olvidó esto.
Pero ya no la miraban. Era la fría piedra grabada con letras oscuras en lo alto de las puertas abiertas del infierno, donde Dante se detuvo lleno de dudas y Virgilio lo empujó para proseguir.
Lowell, airado, arrugó el papel y arrojó las mutiladas palabras de Dante a la llama de la lámpara del vestíbulo.
Oliver Wendell Holmes llegaba tarde a la siguiente reunión del club Dante, que él sabía iba a ser la última. No aceptó hacer el trayecto en el carruaje de Fields, aunque el cielo sobre la ciudad se había ennegrecido. El poeta y médico apenas emitió un suspiro cuando la tela de su paraguas crujió al verterse la lluvia que se deslizaba sobre las capas de hojas, las últimas depositadas aquel otoño frente a la casa de Longfellow. Muchas cosas iban mal en el mundo para que él se preocupara por sus achaques. En los ojos de Longfellow, que claramente le daban la bienvenida, había incomodidad, faltaba serenidad para comunicarse, no respondían a la pregunta que le tenía hecho un nudo en el estómago al doctor: ¿cómo continuamos ahora?
Les diría durante la cena que renunciaba a colaborar en la traducción de Dante. Lowell podía estar tan desorientado por los recientes acontecimientos como para acusarlo de deserción. Holmes temía que se le tomara por un diletante, pero no había modo de poder leer a Dante como de costumbre, con el «aroma» en el aire de la carne chamuscada del reverendo Talbot. En cierto sentido, resultaba chocante que si de algo eran responsables, que si en algo habían ido demasiado lejos, si sus lecturas semanales de Dante habían dado suelta a los castigos del Inferno en el aire de Boston, todo eso se debía a su gozosa fe en la poesía.
Un solo hombre había causado media hora antes la misma convulsión que un ejército de miles de hombres.
James Russell Lowell. Estaba calado, aunque sólo había ido a la vuelta de la esquina, pues consideraba ridículos los paraguas, aquellos artefactos sin sentido. El fuego suave de carbón mate con leños de nogal americano irradiaba de la amplia chimenea, y el calor hacía relucir la humedad de la barba de Lowell como si tuviera luz propia.
Lowell llevó aparte a Fields en el Corner aquella semana, y explicó que no podía vivir de aquella manera. Su silencio ante la policía era necesario; muy bien. El buen nombre de todos debía ser protegido; muy bien. Dante también debía ser protegido; muy bien. Pero ninguno de esos elevados razonamientos borraba un hecho elemental: había vidas en peligro.
Fields dijo que trataría de llegar a una idea sensata. Longfellow manifestó ignorar lo que Lowell imaginaba que pudieran hacer. Holmes tuvo éxito en eludir a su amigo. Lowell hizo cuanto pudo para conseguir que los cuatro se reunieran, pero hasta aquel día se habían resistido a juntarse, con la misma decisión que imanes que se repelieran.
Ahora que estaban sentados en círculo, el mismo círculo en torno al cual se sentaron durante dos años y medio, sólo había una razón para que Lowell no sacudiera los hombros de los presentes, uno tras otro. Y esa razón estaba delicadamente agazapada en la butaca verde y soportando el peso de los folios de Dante: todos habían prometido no revelar su descubrimiento a George Washington Greene.
Allí estaba él, con los frágiles dedos desplegados para calentarse al fuego. Los otros conocían la delicada salud de Greene, y no podían abrumarlo con las noticias de violencia que conocían. Así, el anciano historiador y predicador retirado, lamentando en tono despreocupado su falta de tiempo para ordenar sus pensamientos, debido a que Longfellow distribuyó los cantos a última hora, demostró ser el único miembro animoso de aquella velada del miércoles.
A principios de semana, Longfellow envió recado a sus eruditos para que revisaran el canto vigesimosexto, donde Dante se encuentra con el alma llameante de Ulises, el héroe griego de la guerra de Troya. Este canto era uno de los favoritos del grupo, de modo que cabía la esperanza de que les infundiera un renovado vigor.
– Gracias a todos por venir -dijo Longfellow.
Holmes recordó el funeral que, retrospectivamente, había anunciado el comienzo de la traducción de Dante. Cuando se difundió la noticia de la muerte de Fanny, algunos brahmanes de Boston experimentaron un involuntario toque de placer -algo que ellos jamás reconocieron o admitieron, ni siquiera ante sí mismos-cuando al despertarse una mañana se enteraron de que la desgracia había visitado a alguien tan increíblemente bendecido por la vida. Longfellow parecía haber alcanzado el talento y el lujo sin el menor contratiempo. Si el doctor Holmes hubiera experimentado algo menos respetable que la completa y total angustia por la pérdida de Fanny en aquel terrible incendio, quizá habría sentido algo que cabría calificar de sorpresa o de emoción egoísta, y se habría atrevido a ayudar a Henry Wadsworth Longfellow en un momento en que necesitaba curación.
El club Dante devolvió la vida a un amigo. Y ahora, ahora, se habían cometido dos asesinatos usando como pretexto a Dante. Y cabía suponer que habría un tercero o un cuarto, mientras ellos permanecían sentados junto al fuego, con las pruebas de imprenta en la mano.
– Cómo podemos ignorar… -espetó James Russell atolondradamente, antes de reprimir sus pensamientos con una amarga mirada al distraído Greene, que escribía una anotación al margen de su prueba.
Longfellow leyó y expuso el canto de Ulises, sin detenerse para darse por enterado del interrumpido comentario. Su imborrable sonrisa revelaba tensión y aparecía borrosa, como si la hubiese tomado prestada de una reunión anterior.
Ulises se encontró en el infierno entre los malos consejeros, como una llama incorpórea, ondulando su extremo de acá para allá como una lengua que se agitaba. Algunos, en el infierno, se resistían a contar a Dante sus historias, y otros se mostraban impúdicamente dispuestos. Ulises estaba por encima de esas vanidades.
Ulises le cuenta a Dante que después de la guerra de Troya, siendo ya un soldado mayor, no regresó a Ítaca junto a su esposa y su familia. Convenció a los escasos supervivientes de su tripulación para continuar más allá de la línea que ningún mortal debía traspasar, a fin de burlar al destino y obtener conocimiento. Se produjo un torbellino y el mar los engulló.
Greene era el único que tenía mucho que decir sobre el tema. Estaba pensando en el poema de Tennyson basado en aquel episodio de Ulises. Sonrió tristemente y comentó:
– Creo que deberíamos considerar la inspiración que Dante aporta a la interpretación de esta escena por lord Tennyson. «Qué pesado es detenerse, llegar al final -prosiguió Greene, recitando donosamente a Tennyson de memoria-. ¡Enmohecerse sin lustre, no brillar por el desgaste! ¡La vida sería como respirar! Una vida sobrepuesta a otra vida aún sería pequeña cosa, y de una sola de esas vidas -hizo una pausa, con una visible neblina en los ojos-poco es lo que me queda.» Dejemos que Tennyson sea nuestro guía, queridos amigos, pues en su aflicción vivió algo en común con Ulises; sintió el deseo de triunfar en el viaje final de la existencia.
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