El senador Sharon murió antes de que el proceso de Sharon contra Sharon fuera sentenciado. Sabiendo que se moría, juró que sus herederos gastarían hasta el último penique para luchar contra las absurdas invenciones de la señorita Hill.
– Vaya, sería la puta mejor pagada de la historia -se dice que exclamó en una ocasión-. Las grandes cortesanas de París son unas aficionadas en comparación. He oído que cobran mil francos la noche. Si Allie se sale con la suya, se va a embolsar alrededor de ciento cincuenta mil d ó lares por noche.
Al enterarse de la muerte de Sharon, Bierce escribió en su columna del Examiner: «La muerte no es el final; aún queda el litigio contra el Estado».
La Corte Superior del Estado fall ó a favor de Sarah Althea Hill. La se ñ ora Sharon iba a percibir 2.500 d ó lares al mes como pensi ó n vitalicia, y 55.000 d ó lares para cubrir las costas del juicio. La se ñ ora Sharon no tard ó en salir a dilapidar el dinero en compras. Desafortunadamente la corte de circuito federal a ú n ten í a que pronunciarse. No habr í a ya m á s derroches para la se ñ orita Hill.
Sabía que Bierce se había mudado en varias ocasiones. Pasó un tiempo en Larkmead con Lillie Coit. Vivió brevemente en Putnam House en Auburn, y en una casa de huéspedes en Sunol. Mi esposa y yo lo visitamos en Oakland, donde había alquilado un apartamento. Mi mujer se sintió intimidada al saber que iba a conocer al hombre del cual había oído contar tantas cosas, pero Bierce estaba de un humor excelente. Tenía un nuevo trabajo.
Nos sentamos en el sofá de la pequeña y calurosa habitación, mientras él nos traía té y se aposentaba frente a nosotros, gesticulando al contarnos los detalles de su nuevo empleo. Era el Ambrose Bierce de siempre, con el rubio bigote como un par de alas de golondrina, el cabello rizado y canoso, y sus fríos ojos bajo las pobladas cejas. Llevaba un traje a cuadros, cuello alzado y corbata.
– Un joven llamó a mi puerta -nos contó-. El hombre más joven con el que jamás he tratado cuestiones de empleo. Su apariencia y maneras eran extremadamente apocadas. No le pedí que tomara asiento, sino que hice que permaneciera en el vano de la puerta.
»Dijo que venía del San Francisco Examiner. Por supuesto, yo estaba enterado de que recientemente George Hearst había regalado el Examiner a su hijo, Willie, como si fuera un juguete.
»"Oh, entonces le envía el señor Hearst", le dije yo. Y entonces levantó sus ojos azules para mirarme, y tímidamente dijo: "¡Yo soy el señor Hearst!"» Bierce se rió y juntó las manos. El joven Hearst estaba reclutando una plantilla de los mejores periodistas del Oeste. Peter Bigelow y Arthur McEwen ya habían sido contratados. Hearst quería que Bierce escribiera una columna para el Examiner dominical.
– ¡Y lo haré! -dijo Bierce-. Estoy sediento de un poco del clamor y ajetreo de la City. ¡Estoy cansado del aroma de los pinos!
»Quizás tú también vengas al Examiner, Tom.
Le dije que estaba muy contento en el Chronicle, pero que me apetecería mucho que nos viéramos en la City.
– Sí, teníamos una asociación de lo más agradable -dijo Bierce-. ¡Menudos detectives estábamos hechos! -dijo dirigiéndose a mi esposa-. Debe persuadir a su esposo, querida.
Ella le contestó con voz tímida que lo intentaría.
Nuestra asociación nunca volvió a ser la misma de antes. Intenté proporcionar a Bierce un poco de consuelo cuando su hijo de dieciséis años, Day, con el que yo había estado practicando béisbol en Santa Helena, se pegó un tiro tras sufrir una decepción con una chica de la que no hacía falta ser Ambrose Bierce para concluir que era el epítome de la estupidez humana. Su segundo hijo, Leigh, murió totalmente alcoholizado en 1901.
Ese mismo año la primera novela «social» de Amelia Brittain Sloat fue señalizada en la revista Scribner's Magazine. Se titulaba Sombras en el cristal. La heroína de la novela, Clara Benbough se vio obligada por la esterilidad sifilítica de su marido a suplicarle a un viejo amigo que le engendrara un hijo. La novela fue considerada bastante atrevida para la época.
Las novelas de Amelia Brittain Sloat eran comparadas frecuentemente con las de Gertrude Atherton, la mujer novelista más famosa y audaz de California.
Un año más tarde, Sarah Althea Hill Terry fue internada en el Sanatorio mental del estado en Stockton. Finalmente, el caso Sharon contra Hill se falló en su contra, apelación tras apelación. Se casó con el juez Terry, treinta y dos años mayor que ella. En el caso Sharon contra Sharon y Sharon contra Hill Terry fue su más leal partidario, incluso más que Mammy Pleasant. La última apelación en el caso Sharon contra Hill fue desestimada por el juez Stephan J. Field, el cual debería haberse desvinculado, ya que había sido amigo del senador Sharon. Además, había estado presidiendo la Corte Suprema del estado con el juez Terry y era un implacable enemigo de éste.
Cuando la aplastante decisión final fue hecha pública, tanto Sarah Althea como el juez Terry reaccionaron de forma violenta. Terry fue condenado a seis meses de prisión por sus arrebatos, Sarah Althea a tres.
Un año después del fallo judicial el señor y la señora Terry se toparon con el juez Field en la estación de trenes. Terry atacó al juez, golpeándole dos veces, y fue asesinado de un tiro por el guardaespaldas del juez, un tal Dave Neagle, el cual había trabajado de ayudante del sheriff con Wyatt Earp en Tombstone, Arizona.
El comportamiento de la señora Terry los años siguientes se hizo cada vez más errático. Estaba en la miseria. Perdió sus famosos encantos de pelirroja y poco a poco fue perdiendo el juicio. Mammy Pleasant la acogió en la mansión de Octavia Street, pero Sarah Althea se fue haciendo cada vez más patética y terminó resultando un estorbo para el público.
Ambrose Bierce, no especialmente famoso por su compasión, escribió sobre ella:
«El macho californiano, adorador del sexo y orgulloso de humillarse a los pies de su propia hembra, tiene ahora un buen ejemplo de los resultados de una veneración tan poco natural. La señora Terry, arrastrándose por las calles e insólitamente cívica, problemática sin ser peligrosa pero a todas luces tarada, es obra totalmente suya y debería estar orgulloso de ella».
Mammy Pleasant firmó los papeles de cesión de custodia para el internamiento.
Gertrude Atherton se reunió con Bierce en Sunol, donde, tras haber publicado una crítica salvaje de una de sus novelas, ella se las arregló para sacarle ventaja al reírse del intento de Bierce de abrazarla. Se convirtieron en colegas columnistas en el San Francisco Examiner, pero el desprecio de Gertrude por sus lectores no tenía el ingenio que Bierce poseía, y no tardó en regresar a Nueva York y a su carrera como novelista. Sin embargo, ella y Bierce establecieron una duradera correspondencia. Bierce se convirtió en un leal admirador y crítico de su trabajo, y ella le consideraba a él como su musa.
La que en otro tiempo fuera compañera de Gertrude, Sibyl Sanderson, se estableció como diva de la ópera de fama internacional y siguió asombrando a los ciudadanos de San Francisco al convertirse en la amante del compositor Massenet.
Tuve ocasión de coincidir con Arthur Brittain Sloat en un congreso en Nueva York del Gremio de Periódicos, del que por aquel entonces yo era funcionario. Él trabajaba de reportero para James Gordon Bennett en el World. Mirarle era como ver en un espejo no mi reflejo, sino el reflejo que había tenido veintidós años atrás. Él debió de pensar que yo estaba borracho por mi confundido saludo. Su madre iba por su tercer matrimonio y su séptima novela, una ficcionalización de la Rosa de Sharon.
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