Oakley Hall - Ambrose Bierce y la Reina de Picas

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Ambrose Bierce y la Reina de Picas: краткое содержание, описание и аннотация

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Ambrose Bierce y la Reina de Picas: San Francisco, finales de la década de 1880. Un joven auxiliar de imprenta y aspirante a reportero, Tom Redmond, se une al temido escritor y editor del semanario satírico The Hornet, Ambrose Bierce, para investigar una serie de brutales asesinatos de prostitutas cometidos en un barrio de la emergente ciudad. El asesino, conocido como el Destripador de Morton Street, deja siempre un naipe del palo de picas sobre los cuerpos desnudos de sus víctimas. Las conjeturas iniciales, así como las pruebas practicadas, apuntan a que tras la salvaje cacería podría estar una poderosa familia de nuevos ricos de dudosa integridad aliada con los inmorales y a menudo violentos propietarios del monopolio del ferrocarril. Para Tom Redmond, que teme por la vida de la joven por la que se siente atraído, resolver el misterio es de importancia capital, para «el amargo» Bierce es sólo una nueva oportunidad para alimentar su guerra particular contra los magnates de la minería y de la todopoderosa Southern Pacific Railroad y sus políticos títeres. Ambrose Bierce y la Reina de Picas es tanto una narración de ambientación histórica como una apasionante novela de misterio, el retrato que realiza Oakley Hall -autor de la novela de culto llevada al cine Warlock (1958) y especialista en la historia del Oeste americano- dando vida al genial escritor norteamericano Ambrose Bierce resulta impecable. En esta novela Hall va más allá de la habitual recreación literaria a partir de determinados hechos reales y nos ofrece una subyugante y peculiar historia policiaca, en la que cada capítulo se abre con una corrosiva definición tomada de El Diccionario del Diablo, la patibularia y desternillante recopilación de aforismos de Ambrose Bierce.

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»Las chicas de las casas de citas de Jackson y Washington Street, y los callejones, son expuestas como pollos en jaulas. Los lupanares miden entre tres y tres metros y medio de ancho y contienen un cuarto principal y la estancia trasera, separada por una cortina. Los Reformistas [14]afirman que el noventa por ciento de las chicas están enfermas. El contrato vinculante de las prostitutas, que normalmente es para ocho años, se prolonga dos semanas más de trabajo por cada día de baja por enfermedad. Si intentan escapar su vinculación es conmutada y en lugar de ocho años se convierte en un contrato de por vida. Si están demasiado enfermas para trabajar son transportadas a un "hospital", que nunca abandonan con vida».

Jugué al béisbol con Elmer Nix una vez más, en el nuevo diamante de béisbol en Central Park de 8th Street con Market; ambos jugábamos para equipos a los que ya no pertenecíamos por derecho, porque Nix había abandonado la policía para convertirse en despachante del San Francisco Stock Brewery. Tuve el placer de echarlo de la segunda base en un juego doble.

La Ley del Corredor de Girtcrest fue aprobada a principios de 1886.

El capitán Isaiah Pusey se convirtió en el jefe de policía de San Francisco en 1891.

Continué escribiendo artículos de forma esporádica para el Chronicle, sobre sucesos, escándalos, reseñas y exposiciones para turistas y recién llegados a la City; sobre el emperador Norton, sobre Sarah Althea Hill, el juez Terry y el senador Sharon, sobre el Rey Kalakaua y la Reina Liliuokalani, sobre Lucky Baldwin, William Ralston, los Cuatro Grandes, el Jefe Buckley y Boss Ruef. Mi extenso artículo sobre las chicas esclavas fue publicado por Bret Harte en el Athlantic Monthly. Causó cierto revuelo y mis expectativas como periodista mejoraron notablemente.

Publiqué algunas cosas que dolieron a los jefes del partido democrático de la ciudad, a los jefes republicanos del estado, y a los del Ferrocarril del Pacífico Sur. No era ni por asomo tan brillante como Bierce, pero tampoco era tan cínico. Más tarde, publiqué varios libros y colecciones sobre la historia de San Francisco.

Creo que mi padre finalmente se sintió tan orgulloso de mí como si hubiera llegado a ser jefe de bomberos. Continuó repartiendo los sobornos para los asuntos del Ferrocarril en la legislatura. Nos reuníamos para cenar una vez al mes en uno de los mejores restaurantes de San Francisco, y el ágape siempre lo pagaba el Don incluso cuando yo ya ganaba bastante dinero. Los mensajes del ex Picas para Bierce nunca fueron mencionados, el único acto de deslealtad con sus jefes.

Algunos años después de su boda, encontré a la señora Sloat en Geary Street. Amelia estaba con otra bella joven, ambas vestidas de punta en blanco con elegantes sombreros y corpiños ajustados de escote bajo y que revelaban una piel tan suave como la gamuza, iban ambas cargadas con paquetes de compras. Habían venido de Woodside para pasar el día.

La amiga fue a la boutique City of Paris mientras Amelia y yo tomamos un té. Sus manos enguantadas se movían nerviosamente. En una ocasión me tocó la mano. Sonrió y dejó escapar una carcajada como la Amelia que yo recordaba. Parecía feliz. Su esposo era un hombre encantador, dijo. Ella le quería mucho. Le llamaba «Marshy».

– Creo que he hecho feliz a mi marido -dijo.

– ¿Y cómo podrías no haberlo hecho? -dije.

Me miró con las cejas en alto en la frente y sus ojos castaños se llenaron de lágrimas.

Mirando al suelo, dijo:

– Marshy está enfermo. Es poco probable que pueda vivir más de dos años, según el Doctor Byng. Es muy valiente. Seré una mujer muy rica, Tom.

No dije nada.

– ¿Has leído algún buen libro últimamente? -preguntó, cambiando de tema.

Le dije que últimamente no había tenido mucho tiempo para leer.

– Yo he estado releyendo a Jane Austen. Es muy buena.

– Supongo -dije. Recordé la élite social que había asistido a la boda de Amelia. Dije que no me gustaba mucho Jane Austen.

– Lo único en que piensan sus personajes es en dinero -dije.

Amelia me miró como si le hubiera dado una bofetada. Se levantó, enjugándose los ojos.

– Aún no has aprendido lo que es la ironía -dijo.

Recogió sus bolsas torpemente por las prisas.

– Lo siento mucho -susurré-. ¡Por favor, perdóname!

Pero no sé si me oyó, porque se marchó con gran crepitar de sus faldas al pasar rozando la mesa.

Me quedé sentado allí solo con picor en los ojos, como si hubieran estado sumergidos en ácido.

Recordé a Bierce mencionando que la perseverancia en los principios propios era digna de admiración, pero la obstinación en la perseverancia era simplemente estupidez.

Visité al senador Jennings en su habitación del Grand Hotel durante un descanso del juicio. Una enfermera irlandesa con el rostro como una loncha de beicon me dejó pasar y fue a ver si el senador estaba dormido. Me condujo a una estancia con hedor a enfermedad. Jennings intentaba incorporarse sentado en una enorme cama con media docena de frascos medicinales en la mesita junto a la cama. Tenía el rostro gris como papel secante.

– Me acuerdo de usted… usted era el Viernes de Bierce -dijo. No sonaba hostil-. Conozco a su padre. ¿Aún trabaja Clete para la Compañía del Pacífico Sur?

– Sí, señor.

– Trabajando para el Ferrocarril -casi lo entonó, como si pudiera hacer una canción con ello-. Los beneficios del Ferrocarril exasperaban a aquellos que no los recibían. ¿Y qué está haciendo ahora ese malhumorado hijo de perra de Bierce?

– Vive en Sunol, escribe historias de fantasmas durante la Guerra.

– Dígale que no le guardo ningún rencor -dijo él-. Esta vez vamos a ganarles. Bos es mucho más astuto que ellos.

»Viviré para poder verlo -continuó. Sus labios temblaban cuando hablaba, como si no tuviera músculos-. Juré que viviría para verlo. Los venceremos en esta ocasión, pero hay otra a la que no voy a poder vencer.

Dije que sentía verlo postrado.

– ¿Ve ese vaso de agua allí? ¿Podría poner exactamente doce gotas del contenido de la botella marrón? De lo contrario, voy a comenzar a aullar como un gato montés con un cactus en el culo en unos dos minutos.

Medí con cuidado el láudano, y se bebió el líquido de un trago acabando con un explosivo «¡Ahhhh!» -Dígale a Bierce que fue McNair quien se cargó a Gorton de un estacazo -continuó-. Al era un tipo molesto, siempre quejándose y viviendo de gorra. Fue Nat McNair.

– Se lo diré -dije, y le pregunté si le importaba que habláramos de George Payne.

– No me importa hablar de ello si no lo publica.

– No publicaré nada que no quiera usted que publique.

– Una vez hechas las promesas… -explicó-. Adivine quién va a pagar a Bos Curtis.

Dije que suponía que pagaría Lady Caroline Stearns.

Asintió una vez, sonriente, y se secó los labios húmedos con la manga de su camisón.

– La mujer a la que usted odia.

– Hijo -dijo él-, cuando los gusanos ya te están devorando los intestinos, y la vieja Parca está de pie a tu lado con la guadaña señalándote, uno no tiene tiempo para odiar. Me alegra poder decir que lo he superado. Es como quitarse de los hombros un saco de cincuenta kilos de mierda. De todas formas, yo estaría colgando de una soga si no fuera por Bos Curtis y la dama que lo costea. Elza le será fiel y contendrá sus pistolas; así lo acordó con Bierce. Pero los servicios de Bos son una clase de favor que ningún hombre tiene derecho a esperar.

Dije que Bierce había supuesto que la señora Hamon había cometido el error de contarle a él, el senador Jennings, que iba a ver a Bierce con cierta información, y que él se reunió con ella para disuadirla de que lo hiciera; dicha reunión acabó en Morton Street.

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