Jennings no quería hablar de ello.
– Eso es de lo único que oigo hablar en la sala del juicio, hijo. Vayamos con George Payne, eso es interesante.
Cerró los ojos y sus párpados temblaban como alas de polilla. Los labios se movieron con un tic nervioso.
– Ya sabe que saqué de mi oficina de Sacramento el cuadro de Highgrade Carrie de aquel artista alemán y lo traje al salón que yo y un socio teníamos en Battery Street. Había un tipo joven que venía y se sentaba en el bar durante medio día, mirando atentamente el cuadro.
»No sé cuándo fui consciente de que se trataba del hijo de Carrie, de mi hijo . Aún no sé cómo funciona la cosa cuando nacen gemelos. Quizás mi jugo se mezcló en su interior con el del inglés, y el gemelo elegante era suyo y el loco el mío.
»Conocía el cuadro de su madre. Se ocupaba de la barra de mi salón los sábados por la noche. Era una extraña coincidencia. Era un chico bastante afable, nadie pensaría que pudiera ni tan siquiera contemplar el ir destripando a las palomitas de Morton Street. Tenía algún problema con su aparato, supongo. Así que las putas se burlaban de él, eso nunca lo olvidó.
– Las putas de Morton Street -dije.
– Le conté lo ocurrido con la Sociedad de Picas, y cómo Eddie Macomber y yo fuimos sableados por su madre y McNair, y Al Gorton. Yo aún andaba escocido por todo aquello… no lo niego. Pero nunca le dije que era mi hijo.
»Bierce se equivoca cuando dice que yo le empujé a destripar a aquellas putas, y a ir a por Carrie. Pero quizás hubiera alguien más presionándole, quizás la señora Payne, a quien él había sido entregado, y que padecía algún tipo de invalidez. George sabía mucho sobre Carrie y su hermano y las cosas de Londres. Isaiah Pusey me contó algo acerca de su hermano gemelo involucrado en unos ataques a prostitutas allí.
»Era demencial. George adoraba ese cuadro, no podía parar de contemplarlo, pero odiaba a la dama, a su madre. La odiaba, como decía Bierce. También odiaba a su hermano. Tenía todo lo que le habían arrebatado. Estaba obsesionado con esa mansión de Nat. Encontró un modo de colarse y fingía que todo era suyo, fingía que él era uno de los aristócratas de allí arriba. Robaba flores de los jarrones y las llevaba al salón. No me di cuenta de que estaba incluso más loco que yo tras haber sido estafado por esa gente.
– Usted y el capitán Pusey eran viejos amigos -dije.
– Podría llamarlo así -dijo Jennings, con una sonrisa fofa.
»A mí me tenía sin cuidado que el gemelo del chico volviera y todo lo demás, pero él estaba obsesionado como un demente por la desposesi ó n de sus bienes -continuó explicando-. Nunca pensé que iría a por Carrie… para matarla. Ni se me pasó por la cabeza que él pudiera ser el destripador de Morton Street hasta el segundo asesinato, y para entonces yo ya estaba involucrado personalmente en el asunto. Incluso fue a por la hija flacucha de Jim Brittain según tengo entendido.
Le dije que era cierto, aunque había sido ocultado a la prensa.
El senador Jennings sacudió la cabeza consternado.
– Vaticino que los asesinatos de Morton Street nunca serán resueltos -dije.
– No serán resueltos gracias a mí, eso se lo puedo prometer. ¿Y qué hay de Bierce?
– Hizo una promesa a Lady Caroline.
– Ella es buena en esos menesteres -dijo, con los ojos aún cerrados-. Bueno, me la follé porque quería ser una gran dama; la dejé preñada, eso me dijo. ¡Todo un logro! Carrie no valía mucho como polvo pero, ¡por todos los santos, era be-llíiii-si-ma!
Se quedó tumbado con los ojos cerrados; sus mejillas se inflaban cada vez que respiraba.
– La mejor - dijo él- fue una pequeña niña china, no debía de tener más de doce años -sostuvo su dedo índice y corazón apretados juntos formando una delgada grieta entre ellos-. Así lo tenía -dijo-. ¡Sólo esto! Me pregunto por dónde andará ahora esa pequeña maravilla sin igual.
– Probablemente muerta -dije-. Cuando caen enfermas las desechan.
Resopló inflando varias veces las mejillas y me pidió que le preparara otro vaso de láudano con agua. Cuando lo bebió, se quedó sentado con la cabeza hundida en el pecho y los ojos cerrados.
– Nadie se imaginó que tu padre era Eddie Macomber -dijo en voz baja.
– No, nadie -dije.
Entonces dejó escapar un ronquido.
La enfermera entró para decirme que era la hora de su siesta.
Visité al senador en dos ocasiones más, y lo encontré en cada ocasión más consumido. Intenté encontrar a la señora Payne, la madre adoptiva de George Payne. No obtuve ninguna ayuda por parte de Mammy Pleasant, la cual no tenía nada que ganar a cambio. Hice algunas pesquisas en Battery Street; pregunté a tantas personas si sabían algo de ella que acabé cansado de escucharme a mí mismo pronunciar su nombre. Jamás la encontré.
El senador Jennings murió antes de que se fallara el veredicto del segundo juicio.
Un par de años más tarde, Amelia Sloat me llamó al Chronicle. Sonaba como si estuviera sin aliento. Yo estaba sentado en la polvorienta y ruidosa cabina del teléfono, con el auricular pegado a una oreja y la boca rozando el micrófono del aparato. Cerré los ojos para saborear su voz en mi oído.
– ¿Me harías un favor, Tom?
– Lo que sea.
– Esto es muy difícil para mí -se apresuró a decir-. Tom, debes entenderme. Quiero mucho a Marshy. Y él me quiere mucho a mí. Quiero tener un bebé, y él quiere que lo tenga, pero padeció una enfermedad de joven que lo dejó incapaz de… de engendrar un hijo. Sin embargo, me quiere tanto que me ha dado permiso para que tenga el hijo con otra persona, con la condición de que lo criemos nosotros como un hijo de ambos. ¿Lo entiendes, Tom?
Me estaban solicitando mis servicios a mí en lugar de a Mammy Pleasant.
No dejé escapar ninguna de las antiguas ironías.
Quedamos en encontrarnos en uno de los comedores privados de la segunda planta del Old Poddle Dog. Por supuesto, ésa fue una noche que nunca olvidaré, como nunca olvidó Jimmy Farleigh a Caroline LaPlante… embargado por el vino y la risa, pero con más lágrimas que carcajadas, y serio propósito. Acordamos un segundo encuentro en el periodo de un mes, si fuera necesario.
No fue necesario, y en el mes de enero del año siguiente recibí la tarjeta anunciando el nacimiento de Arthur Brittain Sloat. En la nota y escrito con su reconocible mano firme, se leía «Gracias», sin firmar.
Vi la noticia de la muerte de Sloat dos años más tarde en los obituarios del Chronicle. Dejaba una viuda, Amelia Brittain, y un hijo, Arthur Brittain Sloat. El señor Brittain murió un mes más tarde y supuse que Amelia se habría mudado a la ciudad para estar con su madre.
Bajé andando por el empinado bloque de Taylor Street desde California Street y pasé en tres ocasiones por delante del número 913 antes de divisar al niño. Estaba jugando en el porche, donde en otro tiempo el Destripador atacó a su madre. Era un niño rubio y llevaba un suéter marinero de rayas blancas y negras, corría y hacía ruido golpeando algo; finalmente pude ver que golpeaba una cacerola con una tapa. Luego se quedó en silencio y se escondió tras la barandilla, asomando la cabecita intermitentemente, hasta que una enfermera con uniforme azul y una cofia blanca en la cabeza salió para llevar al niño a la casa. No vi a Amelia.
Por aquel entonces yo estaba casado.
Y es que el tiempo es un cerrojo y la ocasión una llave que no siempre encaja.
En las columnas de sociedad leí más tarde sobre la marcha de Amelia Brittain a Nueva York con su hijo.
Belinda Barnacle se casó a los dieciocho años con un joven llamado Haskell Green, que había sido un huésped en el establecimiento de los Barnacle. Green trabajaba como vendedor de carbón para la Cedar River Coal Company. Era un «verdadero emprendedor», me aseguró el señor Barnacle. Les envié unas magníficas ediciones encuadernadas en cuero y con canto dorado de Orgullo y Prejuicio y Sentido y Sensibilidad como regalo de bodas.
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