Leonardo Padura - Mascaras

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Premio Café Gijón de Novela 1995 Convocado por el Ayuntamiento de Gijón y patrocinado por la Caja de Asturias
Pese a una obra narrativa y ensayística muy notable, ya reconocida no sólo en su país sino también en Hispanoamérica, sólo ahora llega a los lectores españoles Máscaras, la cuarta novela de Leonardo Padura, galardonada con el Premio Café Gijón de Novela 1995. Con su publicación queremos reparar en cierto modo ese olvido al que relegamos, con demasiada frecuencia, a una valiosísima nueva generación de escritores cubanos que han nacido prácticamente con la Revolución y siguen viviendo en Cuba. Máscaras forma parte de una tetralogía de novelas policiacas, protagonizadas por el mismo personaje, el teniente de policía Conde, hombre solitario y desencantado, sancionado en la Central por una antigua insubordinación, y a quien vuelven a llamar para investigar los casos más extraños y menos lucidos. Este entrañable personaje, y el género novelesco en el que se enmarca, le sirven a Padura para abrirse a un horizonte más amplio: sus historias trazan, de hecho, un fresco a la vez risueño y sombrío de las pequeñas grandezas y grandes miserias de la vida cotidiana en la Cuba actual y las someten, como de pasada, a una brillante y profunda reflexión. En la tupida arboleda del Bosque de La Habana aparece un 6 de agosto, día en que la Iglesia celebra la transfiguración de Jesús, el cuerpo de un travesti con el lazo de seda roja de la muerte aún al cuello. Para mayor zozobra del Conde, aquella mujer «sin los beneficios de la naturaleza», vestida de rojo, resulta ser Alexis Arayán, hijo de un respetado diplomático del régimen cubano. La investigación se inicia con la visita del Conde al impresionante personaje del Marqués, hombre de letras y de teatro, homosexual desterrado en su propia tierra en una casona desvencijada, especie de excéntrico santo y brujo a la vez, culto, inteligente, astuto y dotado de la más refinada ironía. Poco a poco, el Conde va adentrándose en el mundo hosco en el que le introduce ladinamente el Marqués, poblado de seres que parecen todos portadores de la verdad de Alexis Arayán… ¿Pero dónde, en semejante laberinto, encontrará el Conde su verdad?

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Regresamos y, esa noche, para continuar la borrachera intelectual y física en que vivía en medio de aquella primavera de París, el Recio y yo hicimos el amor por primera y también por única vez, después de casi veinte años de amistad, mientras su tocadiscos hacía girar lánguidos valses de Strauss. Todo era posible, todo estaba permitido, todo era mío, pensaba a la mañana siguiente cuando bebía en la cama el café arábigo que el Recio había colado y escuchamos que tocaban a la puerta. Recuerdo que recordé que no había recordado al Otro Muchacho, excluido por nosotros, y pensé entonces que era él, de regreso al fin de su orgía perpetua, pero el Recio me dijo que el Otro tenía llave, así que abrió la puerta y allí estaba, hierático y tan voluminoso, el inesperado funcionario de la embajada con la noticia que nos soltó desde su gruesa y petulante altura de diplomático inmaculado: el Otro Muchacho estaba preso en una comisaría de Montmartre por escándalo público, agresión y conductas impropias y la embajada no podía asumir ni la fianza ni la representación legal de aquel problema personal…

Otra vez tuvimos que llamar a Sartre, que por suerte no había salido de su casa, y fuimos con él a la comisaría, un sitio horrible donde no había nadie que se pareciera a Maigret y donde no entraba ni un furtivo soplo de la primavera que envolvía al resto de la ciudad: allí la armonía tenía su cárcel y tal vez su guillotina. Pero antes Jean-Paul había hecho un par de llamadas y, cuando llegamos, le entregaron al Otro Muchacho, envuelto en lágrimas y mocos y con la camisa rota, y se resolvió que no hubiera juicio ni fianza, pues todo había sido una pelea un poco exaltada entre homosexuales de dudosa procedencia nacional: el Otro y un indocumentado travestí albanés del que -aseguraba, juraba, gritaba- se había enamorado. Pero el mal mayor ya estaba hecho: el Otro debió presentarse esa tarde en la embajada y le dijeron que iba a regresar a Cuba en el avión que salía a la mañana siguiente. Esa noche el Recio y yo hablamos mucho con él, que lloraba, desconsolado por su amor perdido, asustado por su futuro de escritor representativo que parecía también perdido, y nos pedía perdón, sufriendo por adelantado el castigo que le esperaba en La Habana, donde debía presentarse, dos días después, en la dirección del Consejo Nacional de Cultura que había financiado su viaje a París, precisamente a París, aquella precisa primavera en que soñé que todo era posible, que todo era mío, que el teatro era yo.

– ¿Quieres hablar tú?

– Ah, ahora quieres que sea yo el que hable… Cómo tú sabes, Mario Conde…

– ¿Quieres o no quieres? -preguntó el Conde, con tono de discusión terminada y el sargento Manuel Palacios movió la cabeza diciendo que sí: es demasiado policía este cabrón para decir que no, pensó el teniente, y abrió la reja que conducía a la mansión de los Arayán. En el jardín, una estrella giratoria lanzaba tenues cortinas de agua sobre la alfombra de césped recién segado, del que se levantaba un aroma que siempre conmovía al Conde: el perfume de la tierra húmeda y la hierba cortada, un olor telúrico y simple que inevitablemente le remitía la imagen de su abuelo Rufino el Conde, con un tabaco agónico pero bien mordido entre sus dientes, rociando con agua la capa de serrín de la valla de gallos, mientras de una radio brotaban controversias de punto de poetas campesinos guajiro. El Conde deseó, en aquel instante en que oprimía el timbre de la casa donde había vivido Alexis Arayán, estar otra vez tras el tablado circular que delimitaba la valla, muy cerca de abuelito Rufino, como en aquellos días en que el mundo entero dependía sólo de las espuelas de un gallo y la habilidad de un gallero para que su animal peleara con cierta ventaja.

Nunca juegues si vas parejo, le había enseñado su abuelo, regalándole en una frase toda la filosofía de una vida.

– Buenas tardes -dijo María Antonia cuando abrió la puerta.

Los policías la saludaron y el Conde le dijo que deseaban hablar con ella y con los padres de Alexis.

– ¿Por qué? -preguntó la mujer, que había encendido sus luces de alarma.

– Por lo de la medalla…

– Pero es que -empezó ella y a las luces se unieron las sirenas: peligro inminente, advirtió el Conde. -¿Ellos no saben que usted la encontró?

La negra negó con la cabeza.

– Pero se tienen que enterar… Esa medalla nos puede decir mucho sobre la muerte de Alexis.

Ella volvió a mover la cabeza, pero ahora para afirmar, y con la mano les indicó que entraran.

– La que está en casa es la señora Matilde.

– ¿Y el compañero Faustino?

– Está en Relaciones Exteriores. El lunes debía salir para Ginebra, pero la señora sigue muy nerviosa… -informó entonces y el Conde y Manolo vieron cómo María Antonia, la de los pies alados, salía en su vuelo rasante hacia el interior de la casa, después de indicarle los butacones de cuero de la antesala.

– La vamos a meter en candela, Conde.

– No te preocupes, que esa negra sabe más que tú y que yo…

Matilde tenía el aspecto de una anciana muy enferma. En tres días, desde que el Conde le informara de la muerte de su hijo, la mujer parecía haber vivido veinte años devastadores, dedicados día tras día a mancillar los rasgos de vitalidad que pudiera haber conservado. Ella los saludó, con voz somnolienta, y ocupó otra de las butacas, mientras María Antonia permanecía de pie, como exigía su personaje de criada sumisa. El Conde pensó otra vez que estaba en medio de una representación teatral demasiado parecida a una realidad prefabricada y en la que cada cual ya tenía asignado su papel y su asiento. El gran teatro del mundo , qué disparate. La Tragedia de la Vida, más disparate todavía. ¿La vida es sueño?

– Bueno, Matilde -comenzó Manolo, y era evidente que se le hacía difícil la conversación-, supimos por María Antonia algo que pudiera ser importante para nuestro trabajo, aunque quizá tampoco signifique nada… ¿Me entiende?

Matilde movió apenas la cabeza. Claro que no podía entender, se dijo el Conde, pero decidió esperar. Manuel Palacios tenía el instinto del perro que siempre termina por recuperar el buen rastro. Entonces el sargento le contó el hallazgo de María Antonia y agregó su conclusión:

– Si esa medalla es la suya y Alexis la había escondido allí, pues no hay problemas. Pero si es la de su hijo, creemos que eso puede aclarar algunas cosas…

– ¿Como cuáles? -preguntó la mujer, que parecía despertar al fin de un sueño invernal.

– Bueno, todo es una suposición, pero si él puso allí su medalla, fue tal vez porque pensaba suicidarse y no quería que se perdiera… Aunque existe otra posibilidad, quizá menos factible: que alguien la pusiera allí…

– ¿Cuándo?

– Tal vez después de la muerte de Alexis -dijo Manuel Palacios, y el Conde lo miró. Me cago en su madre, se dijo entonces el teniente, sorprendido ante aquella extraña posibilidad que no había contemplado. ¿El asesino podía haber escondido allí la medalla?, no, claro que no, trató de decirse el Conde, aunque sabía que sí podía ser. Pero ¿por qué?

– ¿Cómo es esa historia, Toña? -preguntó entonces Matilde, sin apenas volverse hacia la negra. María Antonia, desde su sitio dramático, le contó su descubrimiento, muy temprano esa mañana, y su llamada a Alberto Marqués.

Matilde se volvió a observada y finalmente dijo-: Tráeme la medalla, hazme el favor.

Con sus pasos deslizantes María Antonia se perdió hacia el interior de la casa, mientras Matilde miraba a los dos policías.

– No eran exactamente iguales. Yo diferenciaba la mía y la de Alexis. El hombre de la mía tenía un reborde debajo del brazo izquierdo -dijo, y volvió a un silencio que se fue llenando de ansiedad a lo largo de los minutos en que se demoró el regreso de María Antonia-. Dámela -pidió entonces Matilde; se acercó a los ojos la brillante figura apresada en la circunferencia y dijo-: Esta es la de Alexis -y no había rastro de duda en su voz.

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