– Menos mal -soltó el sargento Manuel Palacios, traicionado por la intensidad de sus deseos, y el Conde se apresuró a penetrar por la brecha de vitalidad que había demostrado Matilde.
– También queremos preguntarle si está segura de que ésta es la letra de Alexis -y le mostró la hoja bíblica.
La mujer extendió el brazo mecánicamente, para alcanzar los espejuelos que estaban sobre la mesa rinconera, y María Antonia se adelantó para ponérselos en la mano.
– Sí, creo que sí. Mírala tú, María Antonia.
– Es la suya -dijo la criada, sin necesidad de espejuelos, y con la misma seguridad que ya le suponía el Conde en el arte de identificar a los autores de las más famosas Madonas italianas… El teniente observó el cenicero limpio, y esta vez se contuvo. Habló, mirando a las dos mujeres.
– Señora, la medalla, esta hoja arrancada por Alexis y escrita por él, y el vestido que llevaba esa noche son cosas muy extrañas. ¿Alguna vez Alexis habló del suicidio en su presencia?
Usted no puede imaginarse lo que siente una madre cuando descubre que su hijo es homosexual… Es como pensar que todo ha sido en vano, que la vida se interrumpe, que es una trampa, pero entonces una empieza a pensar que no, que es algo pasajero y todo volverá a ser normal, y el hijo que soñó casado y con sus propios hijos, va a ser un hombre igual que los demás, y entonces empieza a mirar a todos los hombres, deseando cambiarlos por su hijo, ese hijo que una se dice que todavía está a tiempo de ser lo que una quiso que fuera. Pero la ilusión duró muy poco, Alexis nunca iba a cambiar, y más de una vez yo hasta deseé que se muriera, antes de verlo convertido en un homosexual, señalado, execrado, disminuido… Sé que si hay Dios en el cielo, yo no tengo perdón. Y por eso lo digo ahora con tanta tranquilidad. Además, después me acostumbré a lo inevitable, y asumí que por encima de todo él era mi hijo. Pero su padre, no. Faustino no iba a admitirlo nunca, y convirtió su desengaño en desprecio hacia Alexis. Entonces prefirió vivir más tiempo fuera de Cuba, y dejarlo a él aquí, con María Antonia y con mi madre. Y eso fue muy duro para Alexis: ¿se imagina usted lo que es sentirse distinto y despreciado en la escuela, en la calle y hasta en la casa, y que su propio padre lo rechace y lo niegue? Un día, a la salida de un teatro, Faustino y yo estábamos conversando con unos amigos nuestros, y Alexis salió, acompañado por un muchacho como él, de unos trece años, y Faustino le volvió la cara, para demostrarle que no quería ni saludarlo. Fue algo demasiado cruel. Y todo eso le fue creando un sentimiento de culpa a Alexis, y lo peor es que yo insistí en curárselo como si fuera posible curar eso o su inclinación por los hombres. Lo llevé a varios siquiatras, y ahora sé que fue un error. Todo eso lo hacía sentirse más infeliz, más despreciado, más distinto, no sé, como si fuera el leproso de la familia. Entonces fue cuando empezó a ir a la iglesia y parece que allí nadie lo humilló, y también empezó a conversar con Alberto Marqués, cuando ese hombre estaba trabajando en la Biblioteca de Marianao, y su vida se fue haciendo por esos rumbos, lejos de mí, de su familia… Últimamente él era un desconocido para mí. Desde que tuvo la última discusión con su padre y Faustino lo botó de la casa, apenas venía una vez a la semana, a hablar con su abuela y con María Antonia, y algunas veces conversaba conmigo, pero nunca me dio cabida en su mundo. Mi hijo ya no era mi hijo, ¿entiende ahora?, y de eso yo tuve mucha culpa. Ayudé a que fuera una persona triste, sin amor, y a que empezara a decir que tal vez todo era mejor si él nunca hubiera nacido o incluso si se mataba: así mismo me lo dijo él un día. ¿Eso es lo que usted quería saber? Pues me lo dijo… Y ahora, ¿se asombraría mucho si yo le dijera que también estoy deseando morirme?, ¿si le dijera que la muerte de Alexis está creada también con estas dos manos? Dígame, ¿conoce usted un castigo peor que éste?
– Coño, menos mal, parece que va a llover. Bueno, arriba, tú no quieres ser el gran policía. Dime, ¿ahora qué tenemos?
– Bueno, Conde…
– Primero sabemos que es la medalla de Alexis, y eso da dos posibilidades: que él la haya puesto allí o que la haya puesto alguien que entonces tiene que ser el asesino. A ver, ¿quién pudo ponerla allí?
– No fue María Antonia, porque no habría llamado, ni Matilde porque era la única que podía diferenciar las medallas.
– ¿Faustino?
– No, Conde, no jodas. Es su padre. Ellos tenían sus problemas, pero tú estás prejuiciado con el hombre. Dame un cigarro, anda.
– Entonces tenemos que aceptar que el asesino es un extraño que entró en la casa para poner allí la medalla.
– Bueno, debe ser, ¿no? El día del velorio y el entierro la casa se quedó vacía.
– No jodas tú, Manolo. ¿Para qué iba a hacerlo?
– Bueno, pues para despistarnos. Acaba de darme el cigarro.
– Toma… Pero el asesino ese no sabía que las medallas eran distintas, ni debía saber tampoco que había dos medallas, ¿no?
– Verdad, a lo mejor no lo sabía. Pero si no fue Alexis el que la puso allí, entonces sí lo sabía.
– ¿Y dónde queda tu teoría de que el asesino no tiró el cadáver al río porque nadie lo iba a conectar con Alexis?
– Sí, eso no cuadra bien… A ver, ¿y si Alexis, que sí sabía que eran diferentes, se lo dijo a Salvador, o a otro de sus amantes?… Menos mal que está lloviendo, a ver si se va un poco el calor. Mira, en la casa han entrado en estos días el jardinero, que estuvo ayer; el mecánico de las cocinas de gas, el jueves; el médico de Matilde, tres veces desde la muerte de Alexis; cinco, siete, ocho gentes de la familia de Matilde y Faustino antes y después del entierro; los dos mariconcitos amigos de Alexis, Jorge Arcos y Abilio Arango, ¿no?… A ver, son trece personas, por lo menos.
– Demasiada gente. Buen aguacero, ¿eh?…
– Sí. Aunque el médico tuvo más oportunidades que los otros, ¿no te parece?
– Claro, estuvo un día con Matilde hasta que se durmió. Pero ¿por qué se escondió Salvador K?
– Sí, hasta ahora parece el dueño de la rifa, ¿no?
– Conde, el mecánico de la cocina era nuevo. ¿No sería Salvador?
– No jodas, Manolo, no me aprietes tanto. Imagínate todas las casualidades que hacen faltan para que Salvador se enterara de que hacía falta arreglar esa hornilla y sustituyera al mecánico, pusiera la medalla, y de contra arreglara bien la cocina.
– Conde, tú has visto casualidades peores… De todas maneras, si está huyendo es porque hizo alguna cagada.
– Segurete. Y tenemos la hoja de la Biblia anotada por Alexis y escondida en el libro de Pinera… «Dios Padre, ¿por qué lo obligas a tanto sacrificio?»… ¿Qué te parece esto?
– Ahí sí que estoy en blanco.
– No jodas, Manolo, si es fácil: Alexis sufre y se solidariza con alguien que sufre, ¿no?
– Sí, muy bonito, pero dime una cosa: ¿por qué metió la hoja en el libro ese?
– Pues porque ya él pensaba vestirse con el traje de Electra… Quería montar su propia tragedia. Eso suena bastante maricón, ¿no te parece?
– Si tú que sabes de eso lo dices… ¿Y lo de las monedas? ¿Ya se te olvidó?
– Claro que no, pero sobre eso sí que no tengo la más puta idea. ¿Y tú, genio?
– Lo que te dije: le estaban pagando algo.
– Pero dime qué cosa… coño, ¿sería una delación?
– Ah, qué se yo. Oye, ¿y qué tú crees de María Antonia?
– Toña la Negra, la de los pies ligeros… No sé qué pensar, pero sí sé algo: esa negra sabe muchísimo más de lo que aparenta. ¿Por qué tú crees que llamó al Marqués y formó este lío con la medalla?
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