– ¿No era Salvador?
– No sé, no sé, pero ahora sí estoy convencido de que lo conozco, no sé por qué, pero estoy convencido. Mira, ve y habla con la mujer de Salvador, apriétala pero no te pases de rosca y ven a buscarme a las, bueno, cuando termines.
El Conde colgó el teléfono y observó su entorno: sólo había huellas de desastres más o menos antiguos. Ropa en el suelo, una colilla aplastada, el pez Rufino nadando en aguas cada vez más turbias. Tengo que limpiar esta pocilga, se dijo, pero se olvidó de la exigencia al observar su propia desnudez, que lo remitió a la aventura erótica de la noche anterior. Dios, qué horror, dice que casi siempre es heterosexual, ¿dónde coño estoy metido?, se interrogó y sonrió mientras se felicitaba por tener suficiente café para otras dos mañanas.
Mientras esperaba, el Conde atrapó al vendedor de periódicos que pasó por la acera con su precioso tesoro informativo bajo el brazo y, como no era cliente habitual, debió pagarle el doble -después de rogar lo suficiente- para obtener el diario. Todavía sin camisa, en el portal de su casa, se dedicó a saludar a los conocidos que pasaban mientras deglutía titulares y picoteaba textos para hacer un resumen noticioso, que le dejó algunas certidumbres. Según las páginas internacionales del periódico el mundo parecía estar bastante jodido, aunque los países socialistas -a pesar de las dificultades y de incesantes presiones externas- estaban decididos a no abandonar la senda ascendente y victoriosa de la historia. Las páginas nacionales, por su parte, demostraban que la isla no estaba nada mal, salvo algún imprevisto, como el del accidente ferroviario que había dejado varios muertos (y que por supuesto no estaba planificado). Incluso se sembraban lombrices, el sacrosanto CAME, el Consejo de Ayuda Mutua Económica prometía resolver los problemas de la telefonía cubana y hasta llovería y habría eclipse de luna en una semana. Esa fue la noticia que más le gustó: el eclipse sería el día del cumpleaños del Flaco. ¿Y cuándo llegará Dulcita? Además, el periódico decía que esa tarde había un recital de poesía del famoso Eligió Riego, y decidió que, como le gustaría hablar con él, llamaría al mayor Rangel para que lo pusiera al habla con su amigo el poeta…
El Conde respiró hasta llenarse los pulmones, en el momento en que un camión arrojaba sus gases indigestos. Pero sintió que la lectura del periódico lo había fortalecido para afrontar un nuevo día de dura labor.
– ¿Y dónde puede estar metido ese tipo?
El auto avanzaba, sorteando los baches del último bombardeo nuclear que debió de haber sufrido aquel tramo de la Calzada. Después de recogerlo, el sargento Manuel Palacios le había hablado de su entrevista con la mujer de Salvador K: ella insistía en que su marido había salido hacia el estudio y, si no estaba allí, no se imaginaba dónde podía estar, y le preguntaba, bastante ansiosa, al policía: ¿hago la denuncia en la policía?
– Manolo, ¿tú crees que de verdad ella no sabe?
– No sé, Conde, aquí el sicólogo eres tú. No sé si quería engañarnos.
– ¿Y le pediste una foto del tipo?
– Claro. ¿Vamos a circularlo?
El Conde cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás.
– Vamos a esperar un día. A lo mejor aparece él solo y no tenemos que formar más bulla.
– Ojalá, pero no te confíes. Si ese tipo fue el que jodió al mariconcito, se nos puede esfumar, Conde. Coger una lancha para irse, no sé…
– Vamos a esperar un poco más -decidió el teniente, cuando el auto se detuvo en un semáforo. Junto a ellos se había colocado una guagua y, desde su asiento, el Conde vio al chófer del ómnibus. Era un hombre de unos cincuenta años y el policía descubrió que tenía cara de guagüero: miraba hacia la calle mientras, aburridamente, golpeaba el timón con el borde del anillo matrimonial que llevaba en la mano izquierda. Lucía aquella joroba leve pero evidente que dan los años a los chóferes profesionales, y algo en su rostro era capaz de advertir: ese hombre no podía ser otra cosa en la vida: era un guagüero, determinó el Conde, y entonces vio a la muchacha que le hacía señas, pidiendo de favor que le abriera la puerta del ómnibus. Desde su altura olímpica el guagüero pareció pensarlo mucho, para finalmente acceder al ruego, un segundo antes de que la mujer se arrodillara para suplicar en plena calle. Entonces ella sonrió, mientras le daba las gracias y depositaba su moneda en la alcancía, justo cuando el sargento Manuel Palacios puso el auto en movimiento y dejaron atrás la guagua.
– Oye, Manolo, entra en Luyanó, quiero ver al Gordo Contreras.
– ¿Al Gordo? -preguntó el sargento Palacios como si no hubiera entendido, aunque el Conde sabía que ése no era el sentido de la pregunta. De pronto la visión del guagüero con cara de guagüero le había hecho sentir la fatalidad de ciertos destinos, ya establecidos desde siempre, y de inmediato recibió como una orden la necesidad de hablar con el capitán Jesús Contreras. ¿De qué? De cualquier cosa. Simplemente tenía que verlo.
– ¿Qué pasa?, ¿te dijeron que estaba prohibido hablar con él?
– No, Conde, no jodas, tú sabes que no es eso, es que… Acuérdate de lo que te dije ayer.
– No jodas, tú, Manolo. ¿Tienes miedo?
El sargento suspiró y torció a la derecha.
– Está bien -aceptó, mientras movía la cabeza, negando, para enfatizar su desacuerdo-. Sí, tengo miedo. Te lo dije ayer… ¿Y tú por qué lo haces? ¿Para demostrar que eres un bárbaro y no tienes miedo o porque sí lo tienes?
La casa de Contreras hacía esquina, una cuadra antes de llegar a la Calzada de Luyanó. Era una de las edificaciones viejas y típicas del barrio, con la puerta de salida directamente sobre la acera y unas altísimas ventanas enrejadas, cubiertas del hollín pernicioso de las industrias cercanas. Mucho tiempo atrás, cuando el Conde no soñaba siquiera que alguna vez sería policía y conocería al capitán Jesús Contreras, ya había determinado que no le gustaban aquellas casas chatas ni aquel barrio herrumbroso, demasiado monótono y tan gris, sin jardines ni portales y, desde siempre, con pocos vidrios sanos.
– Quédate tú en el carro -le dijo a Manolo. Bajó y golpeó la aldaba de hierro.
El Gordo Contreras abrió la puerta y se iluminó con una sonrisa a la que el Conde temía como a la muerte.
– Mira, mira -dijo el capitán-, pero mira quién es. Entra.
Y le extendió la mano. Pero esa vez el Conde se dijo que ya era tiempo de luchar por los humildes y los desposeídos de la tierra: el mayor placer del Gordo era exprimir manos, fueran amigas o enemigas, con aquellas palas mecánicas de cinco dedos, capaces de levantar presiones de una tonelada, y hacer que las rodillas del ingenuo saludado se doblaran con el dolor de la presión devastadora de carpos, metacarpos, falanges, falanginas y hasta de pobres falangetas…
– Que tu madre te dé la mano, gordo maricón.
Y fue la explosión. El segundo placer mayor del Gordo era reírse, con aquellas carcajadas retumbantes, de terremoto humano, que ponían a bailar la papada, las tetas y la panza inabarcable y siempre sudorosa del capitán Jesús Contreras, jefe del departamento de Tráfico de Divisas de la Central.
– Eres un hijo de puta, Conde, por eso te quiero. Y ya veo que de verdad tú me quieres a mí. ¿Sabes una cosa? -y volvió a reír, como si fuera inevitable-, eres el primer hijo de puta policía que viene a verme…
Y se rió todo un minuto más, convulsivamente, groseramente, sudorosamente, mientras el Conde miraba hacia el techo, esperando ver la caída mortal de los primeros trozos del cielo raso.
Esto es duro, Conde, duro pero durísimo, te lo juro por mi madre. Mira, hasta me puse el pijama para cumplir con el plan: si me ponen en plan pijama, pues obedezco y me pongo el pijama, pero lo que sí no voy a hacer es rogarle a nadie. Ni al Mayor ni a los investigadores esos ni a nadie, porque yo estoy más limpio que la virgen María. Y si huelo a mierda es porque trabajo en la mierda, me baño en la mierda y vivo en la mierda, como cualquier policía que se respete, y no le voy a permitir a nadie que me embarre con otras mierdas que sí no son mías. No son mías, Conde. No, no, espérate. Eso es lo mejor de todo: no me acusan de ni cojones, pero como hay líos con el tráfico de divisas me quieren envolver a mí en la historia porque dicen que yo debía saber… ¿Saber qué? ¿Saber lo que hacían otros policías que hasta ayer eran buenísimos y ahora están tronados? Lo mío estaba en la calle, partiéndole la vida a los que estuvieran luchándole un fula a los extranjeros y eso lo hice bien, y tú mismo lo sabes. En la calle no se movía un dólar que a mí se me escapara, y si tenía informantes claro que les daba protección, si no quién carajos me iba a informar, ¿no? Ahora, si había cuentas en bancos de Panamá, y había gentes de arriba en otros negocios con dólares, y con tarjetas de crédito y toda esa historia, yo sí no podía llegar a eso, ahí no había negrito de La Habana Vieja ni blanquito bisnero del Vedado ni jinetera de La Lisa que pudiera llegar. Esa historia no es mía ni tiene que ver conmigo… Pero no te preocupes, Condesito, que a mí no hay por donde agarrarme. Todo lo que hay en esta casa es mío, mío porque me lo gané con mi trabajo o porque alguien me lo regaló, y yo no tengo culpa si ese alguien ahora está en desgracia, ¿tú me entiendes? Y tú sabes que a todo el que le dijeron coge, ése cogió, ¿o es mentira? Ahora hasta dicen que si el nivel de vida, que si privilegios indebidos, oye tú eso. Pero ¿qué quieren, monjes tibetanos vestidos con un pedazo de piel de burro? Yo lo que sé es que yo sí no me robé un centavo, ni uno. Bueno, tú me conoces, Conde, ¿verdad? Pero lo más duro es ver cómo la gente que hasta hace dos días casi se me arrodillaba para que yo la ayudara, y se desvivía por ser mi amiga, y me llevaba café a la oficina y decía que Sérpico era un comemierda a mi lado, ahora no quieren ni oír hablar de mí porque yo puedo perjudicarla, yo puedo embarrarla… El único que me ha llamado ha sido el mayor Rangel, para que le dijera si me hacía falta algo, ¿y tú sabes qué le dije? Que a mí sí me roncan los cojones y que no me llamara más si no era para decirme que querían disculparse conmigo. Eso es lo único que acepto yo, Conde: disculpas, homenajes y medallas… No, no me estoy cerrando, pero uno tiene que tener su orgullo, porque si no, ¿qué coño es lo que tiene?, ¿eh?, ¿dime? Y como yo estoy limpio, tengo la moral más alta no que el Turquino, más alta que el Himalaya, qué carajo… Pero esto es terrible, Conde. Nada más llevo un día suspendido y estoy peor que un rabo cuando le cortan el perro. Estoy así, en el aire, sin saber dónde coño me voy a posar. Son veinte años de policía, y lo más jodido es que no sé hacer otra cosa y que de contra me gusta ser policía. ¿Qué coño voy a hacer con mi vida, Conde?, dime, ¿qué voy a hacer? Y ahora hasta soy un apestado, y te voy a decir una cosa: por tu bien no vengas a verme más. Soy yo el que no quiere que vengas, porque tú eres mi amigo, y ahora sí que me lo has demostrado, y por eso mismo no quiero joderte, Conde. Y tú cuídate, que el horno no está para panecitos y cuando le tiran la mierda al ventilador, cualquiera se embarra… Hasta un tipo como tú, que eres hombre y amigo como se dice en la calle… Dame la mano, Conde, no seas maricón. Dámela, por mi madre que no te voy a apretar… Eso es… Te cogí, come-mierda… Ja, ja, ja… Eso es para que nunca confíes en un policía, ja, ja, ja.
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