Sacó su teléfono móvil.
– Parece que estás en mitad de la calle -comentó Liz.
– En Times Square, para ser exactos.
– ¿Qué, visitando los barrios bajos?
– Oye, no empieces. Escucha, necesito un favor. -Kate esperaba que su amiga pudiera hacer unas llamadas a Quantico para abrir ciertas puertas sin necesidad de una orden judicial.
– Lo siento, pero es imposible, a menos que estuviera trabajando en el caso. Pero como no es así, van a hacerme muchas preguntas y acabaré metida en un buen lío, y no querrás que pase eso, ¿verdad?
– No estés tan segura.
– Mira, cariño, me encantaría ayudarte, pero el caso está cerrado, ¿no?
– Se trata de otro caso, el de Richard.
– Ah. -Un momento de silencio-. Bueno, pues necesitas a alguien que esté involucrado.
– ¿Como quién?
– ¿Qué tal Marty Grange? El caso del Bronx no terminó muy bien para él. Se rumorea que quieren jubilarlo.
– Grange no querrá ni verme.
– No estés tan segura. Es un tío raro, pero en el fondo tiene un gran sentido de la justicia.
Kate colgó y se quedó mirando los coches. ¿Marty Grange?
Liz debía de estar loca.
FBI de Manhattan. Un edificio aerodinámico, tranquilo, sin olor a café malo, sin pintura desconchada, sin delincuentes reclamando a gritos sus derechos.
Kate recorrió el pasillo hasta encontrar la puerta que buscaba. Estaba entreabierta y ella se asomó. Lo vio inclinado, metiendo una carpeta en un cajón y sosteniendo una ficha con los dientes.
El agente Marty Grange alzó la vista, dio un respingo y la ficha se le cayó de la boca. Se enderezó deprisa, alisándose unos pantalones impecables.
Kate inhaló, casi sorprendida de estar allí, pensando que debía de haber perdido la cabeza.
– Necesito un favor -le dijo sin más.
– ¿Un favor?
– Sí.
– ¿Y bien? -Se miraron a los ojos, pero él se apresuró a desviar la vista.
– Me gustaría ver el expediente del FBI sobre Angelo Baldoni. Usted mencionó que llevaban años recopilando datos sobre él.
– ¿Y quiere que yo se lo dé?
– Sí.
– ¿Y eso por qué? -Grange miró la ficha que se había caído a! suelo y fue a recogerla justo al mismo tiempo que Kate. Los dos se inclinaron a la vez y quedaron cara a cara, casi tocándose las narices, durante un instante.
Por fin Kate se enderezó con la ficha en la mano.
– La rapidez lo es todo -dijo con una sonrisa.
Grange tomó la ficha, pero no parecía saber que hacer con ella.
– Te estoy pidiendo ayuda -le dijo Kate, tocándolo-. No me gusta nada como ha terminado el caso de mi marido.
– ¿Y quiere abrirlo de nuevo?
– No, quiero cerrarlo, pero me gustaría saber lo que pasó de verdad. ¿Tú no? ¿Y el FBI?
Grange reflexionó.
– ¿Y cree que el expediente de Baldoni serviría de algo?
– Tal vez. -Kate se acercó un paso. Grange captó su perfume y notó un espasmo en los músculos.
– De acuerdo, le daré el expediente.
– ¿De verdad? -repuso Kate, sorprendida.
– No es nada del otro mundo. -Lo cual era cierto, sobre todo si pensaban retirarle como él sospechaba. «Que les den por el culo, después de todos estos años.»
Kate seguía allí, muy cerca de él, y Grange pensó que si no se apartaba tendría que ir al servicio para echarse agua fría en la cara, tal vez en todo el cuerpo. El sudor comenzaba a perlarle la frente.
– ¿Es todo? -preguntó, pasándose el dorso de la mano por la frente.
– Pues la verdad es que no. No sé si… Vaya, que ya puestos, ¿no podrías conseguirme también el expediente de Giulio Lombardi?
– Joder, McKinnon, ¿que quieres acceso libre a los archivos del FBI?
– No estaría mal. -Soltó una risita y se remetió el pelo detrás de las orejas.
Grange se oyó contestar:
– De acuerdo.
Entonces Kate le agarró la mano para estrechársela y Grange supo que si ella le pidiera que fuese a la Casa Blanca y matara de un tiro al perro del presidente, también contestaría «De acuerdo».
– Eres un cielo -dijo Kate. Jamás se hubiera imaginado que iba a decir algo así a Marty Grange.
Una sonrisa danzó en los labios del agente.
– Te llevo los expedientes a tu casa. ¿La dirección?
– Central Park West, 145. Pero puedo venir yo a recogerlos. No quiero crearte problemas. ¿Cuándo los tendrías?
Grange consultó su reloj.
– En un par de horas. -Pensó en la perspectiva de pasar otra noche solitaria en su apartamento de una habitación, bebiendo cerveza. Respiró hondo y dijo con tono de indiferencia-: De todas maneras tengo que ir por esa zona, así que no me importa llevártelos.
– No hace falta, de verdad…
– No se hable más. Ya te he dicho que… eh… que tengo que ir al Upper West Side de todas formas. -Era mentira. No tenía que ir a ningún sitio.
– Vale, gracias. -Kate sonrió. Una sonrisa sincera-. Y…
– ¿Ahora qué? ¿Otro expediente?
– No.
– Bien.
– Pero… -Kate meneó la cabeza-. No, es igual.
– ¿Qué? -Grange tuvo el horrible presentimiento de que McKinnon iba a pedirle que no fuera a su casa, cuando ahora era lo único que deseaba hacer en el mundo: estar un rato con ella en su apartamento-. Ya te he dicho que te llevaré los expedientes.
– No, no es eso. Es que… bueno, hay otra cosa pero… no, ya he pedido demasiado.
– Te he dicho que hables, ¿no?
– Es lo del detective privado, el que estuvo siguiendo a Andrew Stokes. ¿Recuerdas que su mujer lo mencionó? Creo que podría ayudarnos, pero no dirá nada sin una orden judicial.
– O sea que ya has hablado con él.
– Me temo que sí. Ya sé lo que estás pensando, que no…
– ¿Cómo sabes lo que estoy pensando? -Grange se secó las manos húmedas en los pantalones-. ¿Dónde tiene el despacho ese detective?
– Cerca del centro. Entre la calle Cuarenta y seis y la Seis.
A una manzana del apartamento al que Grange no tenía ningunas ganas de volver.
– Haré unas llamadas para que los expedientes estén listos cuando volvamos -dijo.
– La oficina no es gran cosa -comentó Grange, en voz bastante alta para que lo oyera la recepcionista y esposa de Baume.
– Eugene está ocupado en este momento -dijo ella.
Kate se inclinó sobre la mesa con una sonrisa.
– Perdone, pero es muy importante y…
Grange no se molestó en esperar. Fue directamente a abrir la puerta del despacho de Baume.
El detective alzó la cabeza y vio a Kate.
– ¿Ha traído una orden?
– Pues no, pero…
– Ya le advertí que sin una orden no puedo decir nada. Se trata de información confidencial, protegida por el artículo H de…
Grange plantó las manos en la mesa de Baume.
– Olvídese del artículo H, Q, P o M de mierda.
– ¿Quién es usted? -Baume miró aquellos ojos oscuros y fríos que Kate había sentido sobre ella tantas veces. Ahora se daba cuenta de que era un gesto que Grange había perfeccionado, su manera de protegerse-. Ya le he dicho a su amiga que necesito una orden judicial.
A Grange le gustó eso de «su amiga», pero estampó su placa del FBI contra la mesa.
– Últimamente el FBI ha estado colaborando con el Departamento de Trabajo, inspeccionando pequeños negocios, sobre todo agencias de detectives privados. Le sorprendería saber cuántas hemos tenido que cerrar.
Baume suspiró.
– ¿Cuál era el expediente que querían?
– Stokes -contestó Kate-. Andrew Stokes.
Baume se deslizó hacia atrás en su silla con un chirrido de ruedecillas, abrió el último cajón de un archivador metálico y sacó una carpeta que dejó en la mesa.
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