Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Sacó su teléfono móvil.

– Parece que estás en mitad de la calle -comentó Liz.

– En Times Square, para ser exactos.

– ¿Qué, visitando los barrios bajos?

– Oye, no empieces. Escucha, necesito un favor. -Kate esperaba que su amiga pudiera hacer unas llamadas a Quantico para abrir ciertas puertas sin necesidad de una orden judicial.

– Lo siento, pero es imposible, a menos que estuviera trabajando en el caso. Pero como no es así, van a hacerme muchas preguntas y acabaré metida en un buen lío, y no querrás que pase eso, ¿verdad?

– No estés tan segura.

– Mira, cariño, me encantaría ayudarte, pero el caso está cerrado, ¿no?

– Se trata de otro caso, el de Richard.

– Ah. -Un momento de silencio-. Bueno, pues necesitas a alguien que esté involucrado.

– ¿Como quién?

– ¿Qué tal Marty Grange? El caso del Bronx no terminó muy bien para él. Se rumorea que quieren jubilarlo.

– Grange no querrá ni verme.

– No estés tan segura. Es un tío raro, pero en el fondo tiene un gran sentido de la justicia.

Kate colgó y se quedó mirando los coches. ¿Marty Grange?

Liz debía de estar loca.

36

FBI de Manhattan. Un edificio aerodinámico, tranquilo, sin olor a café malo, sin pintura desconchada, sin delincuentes reclamando a gritos sus derechos.

Kate recorrió el pasillo hasta encontrar la puerta que buscaba. Estaba entreabierta y ella se asomó. Lo vio inclinado, metiendo una carpeta en un cajón y sosteniendo una ficha con los dientes.

El agente Marty Grange alzó la vista, dio un respingo y la ficha se le cayó de la boca. Se enderezó deprisa, alisándose unos pantalones impecables.

Kate inhaló, casi sorprendida de estar allí, pensando que debía de haber perdido la cabeza.

– Necesito un favor -le dijo sin más.

– ¿Un favor?

– Sí.

– ¿Y bien? -Se miraron a los ojos, pero él se apresuró a desviar la vista.

– Me gustaría ver el expediente del FBI sobre Angelo Baldoni. Usted mencionó que llevaban años recopilando datos sobre él.

– ¿Y quiere que yo se lo dé?

– Sí.

– ¿Y eso por qué? -Grange miró la ficha que se había caído a! suelo y fue a recogerla justo al mismo tiempo que Kate. Los dos se inclinaron a la vez y quedaron cara a cara, casi tocándose las narices, durante un instante.

Por fin Kate se enderezó con la ficha en la mano.

– La rapidez lo es todo -dijo con una sonrisa.

Grange tomó la ficha, pero no parecía saber que hacer con ella.

– Te estoy pidiendo ayuda -le dijo Kate, tocándolo-. No me gusta nada como ha terminado el caso de mi marido.

– ¿Y quiere abrirlo de nuevo?

– No, quiero cerrarlo, pero me gustaría saber lo que pasó de verdad. ¿Tú no? ¿Y el FBI?

Grange reflexionó.

– ¿Y cree que el expediente de Baldoni serviría de algo?

– Tal vez. -Kate se acercó un paso. Grange captó su perfume y notó un espasmo en los músculos.

– De acuerdo, le daré el expediente.

– ¿De verdad? -repuso Kate, sorprendida.

– No es nada del otro mundo. -Lo cual era cierto, sobre todo si pensaban retirarle como él sospechaba. «Que les den por el culo, después de todos estos años.»

Kate seguía allí, muy cerca de él, y Grange pensó que si no se apartaba tendría que ir al servicio para echarse agua fría en la cara, tal vez en todo el cuerpo. El sudor comenzaba a perlarle la frente.

– ¿Es todo? -preguntó, pasándose el dorso de la mano por la frente.

– Pues la verdad es que no. No sé si… Vaya, que ya puestos, ¿no podrías conseguirme también el expediente de Giulio Lombardi?

– Joder, McKinnon, ¿que quieres acceso libre a los archivos del FBI?

– No estaría mal. -Soltó una risita y se remetió el pelo detrás de las orejas.

Grange se oyó contestar:

– De acuerdo.

Entonces Kate le agarró la mano para estrechársela y Grange supo que si ella le pidiera que fuese a la Casa Blanca y matara de un tiro al perro del presidente, también contestaría «De acuerdo».

– Eres un cielo -dijo Kate. Jamás se hubiera imaginado que iba a decir algo así a Marty Grange.

Una sonrisa danzó en los labios del agente.

– Te llevo los expedientes a tu casa. ¿La dirección?

– Central Park West, 145. Pero puedo venir yo a recogerlos. No quiero crearte problemas. ¿Cuándo los tendrías?

Grange consultó su reloj.

– En un par de horas. -Pensó en la perspectiva de pasar otra noche solitaria en su apartamento de una habitación, bebiendo cerveza. Respiró hondo y dijo con tono de indiferencia-: De todas maneras tengo que ir por esa zona, así que no me importa llevártelos.

– No hace falta, de verdad…

– No se hable más. Ya te he dicho que… eh… que tengo que ir al Upper West Side de todas formas. -Era mentira. No tenía que ir a ningún sitio.

– Vale, gracias. -Kate sonrió. Una sonrisa sincera-. Y…

– ¿Ahora qué? ¿Otro expediente?

– No.

– Bien.

– Pero… -Kate meneó la cabeza-. No, es igual.

– ¿Qué? -Grange tuvo el horrible presentimiento de que McKinnon iba a pedirle que no fuera a su casa, cuando ahora era lo único que deseaba hacer en el mundo: estar un rato con ella en su apartamento-. Ya te he dicho que te llevaré los expedientes.

– No, no es eso. Es que… bueno, hay otra cosa pero… no, ya he pedido demasiado.

– Te he dicho que hables, ¿no?

– Es lo del detective privado, el que estuvo siguiendo a Andrew Stokes. ¿Recuerdas que su mujer lo mencionó? Creo que podría ayudarnos, pero no dirá nada sin una orden judicial.

– O sea que ya has hablado con él.

– Me temo que sí. Ya sé lo que estás pensando, que no…

– ¿Cómo sabes lo que estoy pensando? -Grange se secó las manos húmedas en los pantalones-. ¿Dónde tiene el despacho ese detective?

– Cerca del centro. Entre la calle Cuarenta y seis y la Seis.

A una manzana del apartamento al que Grange no tenía ningunas ganas de volver.

– Haré unas llamadas para que los expedientes estén listos cuando volvamos -dijo.

– La oficina no es gran cosa -comentó Grange, en voz bastante alta para que lo oyera la recepcionista y esposa de Baume.

– Eugene está ocupado en este momento -dijo ella.

Kate se inclinó sobre la mesa con una sonrisa.

– Perdone, pero es muy importante y…

Grange no se molestó en esperar. Fue directamente a abrir la puerta del despacho de Baume.

El detective alzó la cabeza y vio a Kate.

– ¿Ha traído una orden?

– Pues no, pero…

– Ya le advertí que sin una orden no puedo decir nada. Se trata de información confidencial, protegida por el artículo H de…

Grange plantó las manos en la mesa de Baume.

– Olvídese del artículo H, Q, P o M de mierda.

– ¿Quién es usted? -Baume miró aquellos ojos oscuros y fríos que Kate había sentido sobre ella tantas veces. Ahora se daba cuenta de que era un gesto que Grange había perfeccionado, su manera de protegerse-. Ya le he dicho a su amiga que necesito una orden judicial.

A Grange le gustó eso de «su amiga», pero estampó su placa del FBI contra la mesa.

– Últimamente el FBI ha estado colaborando con el Departamento de Trabajo, inspeccionando pequeños negocios, sobre todo agencias de detectives privados. Le sorprendería saber cuántas hemos tenido que cerrar.

Baume suspiró.

– ¿Cuál era el expediente que querían?

– Stokes -contestó Kate-. Andrew Stokes.

Baume se deslizó hacia atrás en su silla con un chirrido de ruedecillas, abrió el último cajón de un archivador metálico y sacó una carpeta que dejó en la mesa.

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