Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Una última ojeada a sus cuadros. Los colores se desvanecen, ¿o es que las lágrimas los están borrando? No importa. Ya no importa.

Es un sacrificio. Es necesario.

Esa parte de su vida ha terminado.

Esta noche ha triunfado. Outsider a más no poder.

Tiene la mente clara. No hay anuncios ni ruido en su cabeza que lo distraigan. Todo tiene ahora sentido, todo tiene un propósito.

La ve perfectamente, la que le hirió, la que le mató de hambre y lo vendió. Sara Jane. Tenía quince años cuando él nació. Claro que entonces no la conocía, ni sabía que había nacido adicto a la heroína, ni que había pasado el síndrome de abstinencia sólo unos días después de venir al mundo. Tampoco tiene manera de saber que la razón de que a menudo le parezca que se asfixia es porque, de niño, le amordazaban para ahogar sus gritos. Pero pronto conoció a esa chica, a su madre. «Papá me follaba muchas veces, ¿sabes? ¿Y mamá? ¿Dónde estaba mamá? En el infierno, espero.» ¿Cuántas veces había oído eso?

Se acuerda del hombre al que ella llevó a casa aquella lejana noche, que destruyó sus pinturas y pisoteó sus tizas y sus ceras de colores. Y Sara Jane no hizo nada.

Se toca la cicatriz oculta bajo su fino pelo castaño. Recuerda la pelea por salvar sus pinturas, la pesada bota del hombre alcanzándole la cabeza. Entonces todo se volvió negro. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente? ¿Horas, minutos? Nunca lo ha sabido.

Cuando se despertó Boy George cantaba Do You Really Want to Hurt Me, y en una cama había dos cuerpos, borrosos pero bastante claros. Sara Jane y el hombre. Asqueroso. No es que le impresionara ver a su madre follar con un desconocido. Ya lo había visto antes. Lo que le chocó fue que su piel se había tornado gris, dos cadáveres gimiendo y gruñendo.

Por un instante, el cuadro Dos figuras de Francis Bacon le viene a la mente y entonces vuelve a estar en aquella habitación, viendo a su madre follar con aquel hombre, todo gris.

¿Cómo podía ser?

Las bombillas de colores de Sara Jane seguían encendidas, pero la luz que arrojaban ya no era azul ni roja ni verde. Él alzó la mano. También se había vuelto gris. Se tocó la sien dolorida y cuando los dedos se le quedaron pegajosos y manchados de negro, supo que lo que fallaba eran sus ojos, no las bombillas. Tenía náuseas y le palpitaba la cabeza, el suelo se inclinaba, la habitación daba vueltas.

Fue entonces cuando el hombre se dio cuenta de que se había despertado y, apartando a Sara Jane, se inclinó sobre él, desnudo, con una sonrisa lasciva, y dijo:

– Es más guapo que tú. Prefiero follármelo a él.

Ella se encogió de hombros y replicó:

– Tú mismo. -Y se puso a liar un porro.

Y entonces aquel hombre, aquel monstruo, lo agarró por los hombros, lo levantó y le metió el pene medio erecto en la boca ensangrentada. Y aunque a él le habían obligado a hacerlo muchas veces y últimamente lo hacía por dinero, no pudo distanciarse, fue absolutamente incapaz de imaginarse un jardín o un arco iris, no ahora que el mundo real se había tornado gris. Captó el olor de su madre en el pene del hombre y pensó que iba a vomitar.

La navaja le quemaba el bolsillo. Quería arrancarle la polla de un tajo, se lo imaginó dando saltos por la habitación, chillando y sangrando como una gallina decapitada, pero no estaba seguro de que la pequeña navaja fuera suficiente y no podía arriesgarse a fallar, de manera que siguió con su tarea, escrutando el rostro del hombre, y cuando éste cerró los ojos y él supo que estaba a punto de correrse, sacó la navaja y le propinó tres navajazos rápidos, estómago, pulmón, corazón - zas zas zas - y la sangre manó de las heridas del hombre y corrió por su vientre y le cubrió la polla y a él le salpicó la cara y los ojos, y por un momento se preguntó si por eso todo se había vuelto rojo de pronto.

El hombre hacía patéticos y frenéticos esfuerzos por contener la pérdida de sangre, apretándose las heridas con las manos, la mirada enloquecida, rayas de un fuerte escarlata contra la piel melocotón pálido. Todo lo que miraba, el suelo, el techo, las paredes, brillaba ahora con las luces de colores de Sara Jane (hierba doncella, trébol y púrpura real), lo cual, si hubiera podido pensar con claridad sobre el asunto, era imposible: no había bombillas púrpura. Pero entonces los colores comenzaron a desvanecerse, la piel del hombre se tornó blanca, la sangre se oscureció hasta hacerse negra y el hombre se inclinó y cayó al suelo, y todo el tiempo Sara Jane gritaba, hasta que él volvió la navaja contra ella.

Después, cuando todo quedó en silencio, apartó el pelo de la cara de Sara Jane y advirtió que la sangre color alboroto se había tornado ébano, su pelo amarillo ceniza, las paredes, todo era gris, y él apenas recordaba que hacía unos minutos, cuando los había matado, la habitación era deslumbrante.

La radio sonaba de fondo («les habla Casey Kasem») mientras ponía a Sara Jane en el suelo y arrastraba el cadáver del hombre junto a ella y le ponía en la mano la navaja, y se imaginó lo que diría la Jessica de Se ha escrito un crimen: «Una pelea entre una prostituta y su cliente; han debido de matarse el uno al otro, ¿no es así, sheriff?» Cuando registraba la ropa del hombre buscando dinero, encontró la pistola. No sabía muy bien qué haría con ella, pero pensó que algún día le vendría bien y decidió quedársela.

Luego se lavó y se cambió de ropa para que la gente no se lo quedara mirando por la calle, reunió su dinero y se dirigió a Port Authority, donde metió el dinero y la pistola en una taquilla, siempre estupefacto ante un mundo que se había vuelto gris, el dolor de cabeza cada vez peor, las piernas débiles. Cuando despertó en aquella sala blanca pensó que estaba muerto y se alegró.

Pero no estaba muerto. Y el mundo seguía gris.

Los médicos le cosieron la cabeza y le vendaron las heridas y le dijeron que tal vez tenía alguna lesión cerebral. Pero él no podía contarles nada. No tocó los platos de barro gris que se suponía eran comida, se quedó mirando por la ventana el apagado cielo gris e intentó fingir que algún día volvería a ver los colores, aunque en el fondo sabía que no sería así y que su sueño de convertirse en artista se había acabado.

Vuelve al presente, mira sus cuadros de vistosos colores y sonríe. Ha demostrado que se equivocaban. Está curado.

Va de un cuadro a otro, tan cerca de ellos que casi roza con la nariz los lienzos, inhalando el dulce aroma del óleo. Pasa la lengua una o dos veces por los gruesos pegotes de pintura: un largo y húmedo beso de despedida.

Las lágrimas le surcan las mejillas, lo ve todo a rayas, como a través de un parabrisas un día de lluvia, pero las imágenes han empezado a aparecer de nuevo en su mente, aquella espantosa mujer y el hombre, y ahora en su cabeza suena la música junto con los anuncios y las voces de la radio: un batiburrillo de ruido uniforme. Se acabó. Ya basta.

Enciende una cerilla.

El ruido es como el viento atravesando un corazón hueco.

Las llamas danzan. Calor.

Mantiene la vista al frente, casi hipnotizado, mientras las llamas lamen sus cuadros y los lienzos comienzan a retorcerse y ennegrecerse. Adelanta la mano para una última caricia de despedida, se le queman los dedos. El fuego avanza en torno a sus pies, las perneras de su pantalón comienzan a humear y quemarse.

35

Las sirenas hendían la noche y los focos de la policía barrían la calle intensificando el resplandor escarlata del fuego que ya agonizaba. Kate miraba la galería Outsider Art. El agua se vertía sobre el ladrillo ennegrecido, la mitad de la fachada había desaparecido y de las ruinas brotaba bruma y un humo gris.

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