Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– Allí hay una silla plegable que parece muy cómoda -contestó el primero, echándose a reír.

– Ya sabéis que Brennan y Carvalier están en el coche al otro lado de la calle -les recordó Brown-. Y también el agente vagabundo. Si alguien se acerca a la galería para lo que sea, llamad, ¿entendido?

– Muy bien. -El que atendía la barra ya se había acomodado en la butaca de cuero, bebiendo café en un vaso de plástico e intentando no bostezar.

Es la una y cuarto de la madrugada. En la calle no hay nadie excepto un policía camuflado de vagabundo, y el coche enfrente de la galería, con dos hombres dentro, las cabezas contra el respaldo, tal vez durmiendo. Los dos son también policías, sin duda. Ya los había visto antes, cuando se montó el jaleo con el chico de Alabama.

Es el momento perfecto, con el estrépito del camión de la basura que baja por la calle.

– Volveré a por ti en un momento. -La oscuridad en el callejón es casi absoluta, pero él ve perfectamente-. Espérame.

– ¿Y luego qué?

– Haz lo que te he dicho y no te preocupes. -Mueve los brazos en el aire-. ¡Será geniaaaaaal!

34

Nola estaba dormida en la silla. En la televisión, una vieja película de James Bond. Pussy Galore daba un golpe de karate a un sorprendido Sean Connery.

Se despertó cuando Kate apagó el televisor.

– ¿Qué tal la inauguración? -preguntó bostezando y estirándose.

– Te aseguro que no te has perdido nada. -¿Se habían perdido ellos algo? ¿Habrían pasado algo por alto?, se preguntó. Esa noche, dos o tres veces tuvo el presentimiento de que había ocurrido algo sin que ellos lo supieran. Estaba segura de que el asesino no había podido resistirse, de que no había sido capaz de mantenerse al margen.

– Me muero de hambre -comentó Nola.

– A ver qué hay en la nevera. -Kate le rodeó los hombros mientras iban a la cocina. No sabía si Richard habría llegado ya, y estaba a punto de preguntárselo a Nola cuando se acordó de todo.

El agente Marty Grange miraba fijamente la televisión, un estúpido programa de policías, y para colmo era una reposición. Bebió un sorbo de Budweiser y echó un vistazo al expediente que había recopilado de McKinnon: su historial en Astoria, un par de casos en los que había metido la pata, pero también numerosos elogios y distinciones que superaban con mucho los errores. Tenía además copias de su certificado de matrimonio, facturas de teléfono y extractos bancarios con cifras que jamás habría imaginado posibles. Pero ningún dato era significativo. No sabía muy bien por qué se había molestado, aparte del hecho de que aquella mujer le crispaba los nervios.

Se terminó la cerveza y fue por otra. Era su cumpleaños. Cincuenta y siete. No tenía familia ni aficiones, nadie con quien celebrarlo. Una vida dedicada al FBI, ¿y para qué?

Necesitaba que aquella operación saliera bien. Necesitaba ser uno de los que atraparan al asesino. Tenía que demostrar a la agencia, y a su nuevo superior, que todavía daba la talla.

Bebió otro trago y volvió a meter los papeles en el expediente. Cerró los ojos y pensó en McKinnon: sus ojos verdes, su pelo brillante, su aplomo, su porte regio, la clase de mujer que no miraría dos veces a un tipo como él.

Vonette Brown estaba acurrucada en el sofá del salón en el apartamento de Park Slope, donde vivía con su marido desde mucho antes de que la zona se pusiera de moda.

Floyd le dio un beso y ella abrió los ojos.

– ¿Qué hora es?

– La hora de jubilarme.

Vonette puso los ojos en blanco.

– Eso ya lo he oído antes -replicó, dándole unas palmaditas en la mejilla-. ¿Has comido algo?

– No tengo hambre. -Brown pensó en Bobby Joe Scott. Menuda bienvenida le habían dado al pobre. Por lo menos no le habían pegado un tiro, pero eso tampoco lo consolaba mucho. Tenían por delante otros tres días de espera, por si el psicópata se pasaba a ver sus cuadros. Le sorprendía que no se hubiera presentado esa noche. En otros tiempos, cuando McKinnon tenía una corazonada referente a los artistas, tanto locos como cuerdos, acertaba siempre.

Vonette le cogió la mano y se levantó.

– Puedo meter en el microondas un poco de carne.

Floyd la siguió hasta la cocina, se dejó caer en una silla y apoyó los codos en la mesa.

– ¿Va todo bien? -preguntó ella mientras encendía el microondas.

– Sí. Sólo estoy agotado. -Pensaba llamar a los novatos de la galería para ver cómo les iba-. Y creo que tengo un poco de hambre -añadió, esbozando una sonrisa para su mujer.

Se queda un momento observando y echa a correr por la calle. El policía vagabundo, que está casi dormido, se espabila y lo ve venir. Se lleva la mano a la pistola justo cuando recibe un tiro entre ceja y ceja.

El silenciador del arma emite un chasquido que se pierde en el estruendo de la noche de Nueva York (el camión de la basura que se aleja, sirenas distantes, el rumor del metro). Sólo le separan unos metros del coche y uno de sus ocupantes lo ve venir, pero demasiado tarde. Él dispara varias veces a través de las ventanillas.

Cuando sonó la alarma Nicky Perlmutter recogió sus pantalones, tirados en el suelo junto a la cama, y sacó el busca del bolsillo. El número de Brown parpadeaba en la habitación oscura.

– Tengo que irme -susurró.

– ¿Tan pronto?

– Trabajo.

El joven del pelo de punta lo miró y le pasó la mano por el pecho musculoso.

– Me alegro de haber ido a esa inauguración.

Perlmutter recordó los cuadros del psicópata en la galería, la decepción que todos habían sentido unas horas antes al ver que el asesino no aparecía. Pero todavía había tiempo. Sólo esperaba que no tuvieran que perder a nadie más antes de atrapar a aquel monstruo.

– ¿Estás bien? -preguntó el joven-. Parecías un poco ausente.

– Es el trabajo, ya sabes.

– ¿Yo? Qué va. Yo nunca he tenido un trabajo de verdad. Sólo soy un pobre artista muerto de hambre.

– Pues qué suerte -replicó Perlmutter, revolviéndole el pelo-. Me gustaría ver tu obra.

– ¿Eso significa que quieres que nos veamos otra vez?

– Sí. -Perlmutter se puso la camiseta sin mangas y miró el número de Brown que parpadeaba de nuevo en el busca-. Tengo que irme, pero te llamaré.

El policía camarero está en el suelo resollando, con los ojos muy abiertos y vidriosos, mirando fijamente la sangre que le mana del vientre junto con su vida. El otro agente está cerca, muerto de un tiro en el corazón. En cualquier momento el camarero también morirá, como el vagabundo y los dos del coche, a los que disparó a través de la ventanilla abierta., pop, pop.

Mira los cuerpos en el suelo, la sangre magenta con un toque de rosa cosquillas. Es precioso.

Pero nada puede compararse a sus cuadros expuestos.

No necesita encender la luz. Para él es mejor así, con la suave iluminación de las farolas de la calle. Qué elegantes son, con sus colores vibrantes, perfectos.

Lo único que falta es su historia-dura, para que le hable de ellos.

Va de cuadro en cuadro. Ve los colores un poco borrosos porque tiene los ojos llenos de lágrimas. Está contento, feliz, o por lo menos son las emociones que cree sentir, y algo más, tristeza, pérdida. Pero puede enfrentarse a todo eso: tiene toda la vida por delante.

Sabe lo que tiene que hacer y es capaz de ello. Abre la lata, el olor casi da náuseas, vierte un poco de gasolina en el suelo, otro poco en las paredes, otro poco sobre un cadáver, en la cara y las manos, y lanza una fuerte patada a la boca sin vida, los dientes se rompen y se astillan. Entonces se acuerda de algo importante y se toma un momento para hacerlo antes de verter más gasolina.

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