El agente Grange entró en la habitación con el Post en la mano.
– ¿Han visto esto?
– Lo estábamos comentando.
– Este periodista -Grange leyó la firma- está acabado, listo, finito.
– Hoy nos encargaremos de la inauguración y ya le ayudaré mañana a arruinarle la vida al periodista, ¿de acuerdo? -Tapell parecía agotada.
– Tengo ocho agentes para la galería. -Grange miró a Kate-. Y no se preocupe, que irán todos de negro. Seis hombres y dos mujeres, todos con micros en las muñecas, todo muy discreto. La furgoneta estará a la escucha detrás de la esquina. De cinco a siete tengo a dos agentes disfrazados de turistas, con el mapa de Nueva York y toda la pesca. Se apostarán al otro lado de la calle, por si nuestro hombre aparece temprano. Otro agente disfrazado de vagabundo pasará allí la noche.
– Yo tengo a un par de detectives ya en la galería. Se pasarán allí todo el día. -Brown consultó el reloj-. En la inauguración, de seis a ocho, habrá un total de veintiséis policías haciéndose pasar por críticos y coleccionistas de arte, otro de camarero y otro atendiendo la barra. Estos dos últimos se quedarán toda la noche. También he puesto a dos hombres en un coche al otro lado de la calle.
– Todo el mundo reconoce a un policía en un operativo de vigilancia -comentó Kate.
– Será un coche sin distintivos, es lo más que puedo hacer. Se quedará allí toda la noche. Si nuestro hombre quiere ver su obra fuera de horas, tendrá que forzar la entrada.
– Yo estaré allí de seis a ocho -dijo Kate-. Pero podría quedarme un poco más.
– No hace falta -aseguró Brown-. Sólo te queremos para hacer el paripé.
«Sí, para hacer teatro», pensó Kate. Tal vez la vida de Richard y su propia vida también habían sido una farsa.
– Y no te olvides de la pistola -añadió Brown.
– Claro. Pero ¿tú crees que intentará algo con tanta gente allí?
– Nunca se sabe. Yo andaré cerca. Si te hueles alguna cosa, me haces una señal, a mí o a cualquier otro agente.
– Yo también estaré por allí -dijo Freeman.
– ¿Ahora los psiquiatras del FBI llevan arma? -preguntó Brown.
– Me temo que no -contestó el otro-. ¿Crees que la voy a necesitar?
– Yo te protegeré. -Kate forzó una sonrisa, aunque le sudaban las manos.
– Floyd, más vale que pongas a más agentes de paisano fuera de la galería -pidió Tapell-. No se sabe quién aparecerá, con este artículo del Post. -Luego se volvió hacia Freeman-. ¿Crees que el artículo alertará a nuestro hombre?
– Podría ser, pero los psicópatas pueden justificar cualquier cosa. Incluso el asesinato. No creo que le impida venir, si eso es lo que te preocupa. Estoy seguro de que se pasará a echar un vistazo y a disfrutar de su momento de gloria. Apuesto lo que sea a que nuestro hombre aparece.
Recorre la habitación a trancos blandiendo el periódico.
– Tony, Donna, ¿habéis visto esto?
– ¡Es geniaaaaaal!
– ¡No, no es genial, Tony! ¡Se creen que soy un enfermo mental! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
– No pasa nada -dice la voz de Donna-. Tú eres muy listo. Ya pensarás algo.
– Claro. -Es la voz de Brenda-. Sigue siendo tu exposición, tus cuadros. A muchos grandes artistas los han considerado locos.
– Eso es verdad -susurra él. La idea le tranquiliza. Los más grandes artistas siempre han sido tachados de locos. Coge uno de sus libros de Jasper Johns y va hojeando las ilustraciones de números y dianas y partes del cuerpo. Por fin se detiene y mira una ilustración entornando los ojos: media silla y una reproducción en yeso de una pierna humana sujeta en la parte superior del cuadro-. Seguro que a Jasper Jolins también le llamaron loco.
– Exacto -dice Donna-. Y ahora es famoso.
– Y está enfermo, como tú -añade Brenda.
– Eso es verdad.
– Sí -apunta Dylan, con su voz grave-. No te mosquees, tío.
Buenos amigos, piensa mientras enciende la televisión. Sale la jueza esa que siempre está gritándole a la gente. Nada. Cambia de cadena buscando algo tranquilizador, dibujos animados. Al cabo de un minuto se da cuenta de que todo es gris, de que el milagro se ha perdido. Y todo por esto, piensa. Da una patada al periódico y se pone a chillar y gritar de tal manera que sus amigos huyen de la habitación.
¿ Outsider? ¿Enfermo mental?
¿Ha sido cosa de su historia-dura?
¿Por qué iban a decir eso de él? Creía que ella era diferente, pero puede que sea como los demás. Se acuerda de aquellos dos jóvenes, el pintor de la galería Petrycoff que le dio un beso a Kate y la chica embarazada. Si su historia-dura pretende engañarle, él se vengará, tal vez le arrebatará a uno de sus amigos. Se imagina destripando la barriga preñada de la chica. Sí, eso sí sería algo. Se toca y se estremece.
Dylan vuelve a la habitación.
– Te están tomando el pelo, colega. Lo que pasa es que te tienen envidia.
– ¿Eso crees?
– Claro. Tú eres muy listo. No estás loco.
Las imágenes se precipitan en su mente como un borbotón de agua sucia, una sala pequeña, todos aquellos médicos, el regusto a goma, el dolor.
Dylan tiene razón. Es más listo que ellos. Seguro que es más listo que un periodista que se lo está inventando todo para hacerle daño. Le da otra patada al periódico, se queda mirando el televisor e intenta concentrarse. Tiene que pensar algo. Una exposición de sus cuadros: tiene que verla, eso seguro.
Saca la pistola de la caja de cereales donde lleva años metida, cierra la mano en torno al cañón y enrosca el silenciador cilíndrico, que le vendrá muy bien. A veces las cosas terminan por encajar. Le había quitado la pistola al hombre, después del accidente, y se la había quedado. No la había usado nunca, no creía que le sirviera para su necesidad de aprender más sobre su arte. Pero esto es diferente. Es simplemente la manera de lograr algo. Lo bueno, el placer, vendrá después. Le gusta la sensación de sostener la pistola, el peso, el olor del metal. Pasa la lengua por el cañón y capta un sabor a turquesa mezclado con plata.
Sí, les va a enseñar lo listo que es, cuánto talento tiene y, puesto que ya están convencidos, hasta qué punto es un enfermo mental.
Kate se puso por la cabeza un fino jersey negro de cachemira y, al oscurecerse su visión, una imagen cobró forma: las pinturas negras de Rothko y el estudio de Boyd Werther y sus cuadros destrozados, con palabras escritas con sangre. Luego otra imagen, indistinta: un joven sin rostro, un asesino daltónico. Pensó en los anuncios de la exposición. ¿Los habría visto el autor? Entonces se acordó, preocupada, del artículo del periódico.
– ¿Me estás escuchando? -preguntó Nola. Su hermoso rostro quedó enfocado.
– Claro que sí.
– No sabía que te gustara el outsider art.
Kate no le había contado la verdad sobre la exposición y ni siquiera pensaba mencionar el tema, pero Nola había visto uno de los anuncios de la PBS.
– Sólo quería echarle una mano a Herbert Bloom, nada más.
– ¿Desde cuándo haces propaganda de galerías comerciales? Vaya, ¿no es eso un conflicto de intereses?
– Oye, cariño, es sólo un favor. No me voy a llevar comisión por las ventas ni nada de eso. -Kate se sentó junto a ella en la cama para ponerse unos zapatos planos, intentando disimular que le temblaban las manos-. Volveré a casa enseguida.
Una pequeña multitud se había congregado delante de la galería Outsider Art.
El maldito artículo, pensó Kate.
Un policía, adecuadamente vestido con tejanos negros y chaqueta, iba cotejando la lista de invitados.
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