Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Kate se fue moviendo de un cuadro a otro.

– Son increíbles.

– ¿Lo dices de verdad?

– Pues claro que sí -aseguró ella. Por mucho éxito que tuvieran, casi todos los artistas solían sentirse inseguros. Se acordó de Mark Rothko, que había terminado abriéndose las venas, y de sus pinturas negras en la capilla Rothko, obras llenas de incertidumbre y misterio-. Te has superado, de verdad -comentó, intentando concentrarse en la obra de Willie-. Me encanta que utilices tantos elementos dispares a la vez, todo suspendido, como flotando en los cuadros, inesperado y a la vez totalmente inevitable.

– No parecen un vertedero, ¿verdad? No son sólo un montón de… basura.

Kate alzó la mano como si llamase un taxi.

– Doctor Freud. Aquí alguien le necesita.

– Ya, ya. -Willie rió-. Son los nervios de la inauguración, supongo.

– Tranquilo. -Kate le tocó el brazo-. Son muy buenos.

– ¿Lo dices de verdad?

– Venga, Willie, que ya me conoces. Yo nunca miento sobre el arte.

– Ya, pero si te parecieran horrorosos tampoco me lo dirías.

– Nunca me parecerían horrorosos, porque tú eres incapaz de hacer nada horroroso.

– Yo le he dicho cien veces que son buenísimos -terció Nola.

– ¿Y quién te ha dicho que cien veces es suficiente? -Willie sonrió-. Pero os quiero mucho a las dos.

Kate captó fragmentos de su propio rostro en el cuadro de los espejos. Parecía plasmar exactamente cómo se sentía desde que había recorrido aquel callejón funesto: hecha pedazos.

– Yo también te quiero -dijo-. Oye, ¿por qué no cambias aquellos dos cuadros? La gente debería encontrarse el de los espejos de manera inesperada y no nada más entrar.

– Buena idea.

– Perdonadme un momento -se disculpó Nola, tocándose la barriga-. Tengo que hacer pis.

Los montadores estaban cambiando los cuadros cuando Vincent Petrycoff entró en la sala. El traje oscuro se le ajustaba al cuerpo como si se lo hubieran cosido puesto, lo cual era muy probable.

– Bueno, ¿qué te parece nuestro niño prodigio? -preguntó, saludando a Kate con dos besos al aire junto a sus mejillas.

– Creo que es muy bueno. Y los cuadros también. Tienen fuerza, son densos, inteligentes.

– Es como si me estuvieras describiendo a mí. -Petrycoff se pasó la mano por la coleta plateada y lanzó una risita.

– En ese caso retiro lo de inteligente -bromeó Kate, imitando la risa de Petrycoff y dándole un codazo. Desde luego no quería enfadar al galerista de Willie justo antes de una exposición.

Él se echó a reír otra vez, pero enseguida se puso serio.

– Oye, ¿por qué no escribes algo sobre la obra?

Imposible, pensó Kate. Todo el mundo sabía que Willie era casi su hijo adoptivo, y ella ya había hecho mucha propaganda de la exposición en su programa. Ya era bastante nepotismo. Sonrió sin comprometerse y se quedó mirando a los hombres que estaban trasladando el cuadro de los espejos. La luz se reflejaba en los cristales como si fuera una vidriera en medio de la pintura azul oscuro y negra. De pronto se dio cuenta de que también contenía rostros y figuras en sombras.

– Ese cuadro me gusta mucho -comentó-. ¿Está disponible?

– Pues… podría ser. Pero habrá que respetar la cola. Tengo una lista de espera larguísima. El director del Reina Sofía de Madrid también estaba muy interesado en esta pieza.

– ¿De verdad? -preguntó Willie, que al parecer no sabía nada.

– Sí. Estuvo aquí ayer justo cuando sacábamos el cuadro. -Petrycoff miró a Kate de reojo-. Quería que se lo reserváramos, pero le dije que si surgía alguien seriamente interesado, tendría que venderlo.

– Pues yo no voy a quitarle un cuadro a un museo -repuso Kate-. Es demasiado importante para la carrera de Willie.

– No, claro que no. -Petrycoff pareció un poco cortado-. Pero le puedo llamar. Le gustaron también otros cuadros. Seguro que encontramos una solución.

Kate no quería estropear una buena venta a Willie, si es que Petrycoff decía la verdad. Pero tampoco era tonta y sabía reconocer las artimañas de los tratantes de arte.

– Mira, ¿sabes qué? -dijo-. Que ya llamaré yo a Carlos. Le conozco bastante. ¿Dónde se hospeda?

– Ah… -Petrycoff se tiró de la coleta con tanta fuerza que Kate pensó que se la iba a arrancar-. Pues me temo que ya se ha marchado.

– Bueno, pues le llamo a Madrid.

– Sí, bien… eh… llámale. -A Petrycoff le temblaba la mandíbula. De pronto miró a los trabajadores que trasladaban el cuadro de Willie y se le desencajó el rostro-. ¿Dónde coño tienes los guantes blancos?

El chico sin guantes, que sostenía un lado del cuadro de Willie a quince centímetros del suelo, de pronto lo dejó caer.

Petrycoff lanzó un grito y Willie contuvo el aliento.

– ¡Idiota! -gritó el galerista acercándose al muchacho-. ¡Fuera de aquí ahora mismo! Estás despedido. ¡No se te ocurra volver a pisar esta galería! ¿Me has oído? Ya te mandaré un cheque por correo.

Los otros trabajadores guardaban silencio, pintando y lijando las paredes con renovados bríos.

Willie se acercó al cuadro.

– No ha pasado nada.

– Menudo cretino. -Petrycoff seguía gruñendo mientras inspeccionaba la obra.

– Son bastante indestructibles -comentó Willie-. Son de madera y las superficies están tan trabajadas y son tan densas que haría falta un hacha para hacer una marca. No tienes que despedir a nadie.

– ¿Me estás diciendo cómo llevar mi galería? -exclamó Pony coff, que se había puesto morado.

– No, sólo te digo cómo son mis obras.

Kate pensó en intervenir: una cosa era que el galerista insultara a sus trabajadores (Petrycoff era famoso por sus arranques de rabia), y otra que se metiera con Willie. Pero Willie mantenía una sonrisa tranquila y Petrycoff parecía estar calmándose. Tal vez Willie no necesitaba ayuda para manejar al galerista. Puede que a Petrycoff le hubiera afectado de verdad la muerte de su pintor más famoso, más de lo que había dejado ver en el funeral. Kate le concedió el beneficio de la duda.

Volvió a recorrer despacio la galería, advirtiendo detalles en la obra de Willie que no había captado a primera vista. Pero la perspectiva de organizar la exposición del psicópata en la Outsider Art comenzó a invadir su mente como un virus informático. ¿Era una buena idea? ¿Un error? ¿Aparecería el asesino? ¿Se mantendría apartado?

Hizo un esfuerzo por volver al presente, a la obra de Willie.

– Son geniales, Willie -dijo al cabo-. Buenísimos, de verdad. Nos vemos en la inauguración. Y acuérdate de que al día siguiente nos vamos a cenar con Nola. Los tres solitos. Que no se te olvide.

– No te preocupes.

Nola volvió a la sala y Willie le dio un torpe abrazo, intentando sin conseguirlo rodearla con los brazos.

– Vincent. -Kate llamó al galerista en cuanto Willie se alejó-. Oye, ¿por qué no llamas tú a Carlos?

Petrycoff sonrió.

– Buena idea. Queda más profesional.

– Sí, claro. Si le interesa algún otro cuadro, yo me llevo el de los espejos.

Al galerista se le iluminó el semblante.

– Ya te diré algo. Crucemos los dedos para que Carlos se quede con otra pieza.

– De acuerdo. -Kate le estrechó la mano. Ya tenía suficiente. Echó un último vistazo al cuadro que sin duda terminaría siendo suyo. Era una pieza fascinante, no sólo una metáfora de su vida fragmentada, sino también del mundo, todo humo y espejos.

Las nubes amenazaban lluvia y del cercano río Hudson venía un aire frío.

– Por Dios, si casi es invierno -comentó Nola.

– Sí. -Kate le pasó el brazo por los hombros. Pensaba que el invierno había llegado con dos semanas de antelación, pero no tenía nada que ver con el clima.

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