Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Jonathan Santlofer Daltónico Kate McKinnon 2 A mi hija Doria la mejor - фото 1

Jonathan Santlofer

Daltónico

Kate McKinnon, 2

A mi hija Doria,

la mejor hija que un padre puede esperar.

Para utilizar el color de manera efectiva hay que reconocer que el color siempre engaña.

Josef Albers

No hay nada. Lo que vemos no es lo que vemos. Lo que vemos no es nada… Lo que vemos está en nuestra mente.

Ad Reinhardt

AGRADECIMIENTOS

Me complace dar las gracias a las personas que me han ayudado.

Gracias a mi magnífica agente, Suzanne Gluck, que nunca me falla; a Trish Grader, mi compasiva editora, que hace de la corrección un placer (o casi); al nutrido personal de William Morrow/Harper Collins: Jane Friedman, Michael Morrison y Cathy Hemming, por acogerme en el redil; George Bick, Brian McSharry, Mike Spradlin, Brian Grogan y el resto del esmerado equipo de ventas; a Juliette Shapland, por hacer traducir mi primera novela a muchos idiomas que no entiendo; a Lisa Gallagher, que ha sido un gran apoyo desde nuestra primera reunión; a la increíble Debbie Stier y el maravilloso equipo de relaciones públicas, incluidas Heather Gould y Suzanne Balaban, entre otros; a Erin Richnow, Libby Jordan, Betty Lew, Tom Egner, Richard Aquan y todos los demás de Morrow/Harper que trabajan entre bastidores y merecen reconocimiento.

Mi gratitud para los amigos que organizaron fiestas y cenas espectaculares por mi primera novela: Jack y Jane Rivkin, Sydie y Gerrit Lansing, Bruce y Micheline Etkin, Kevin y Elaina Richardson, Jill Snyder, Allison Webb, Nana Lampton, Helen y Ed Nichol.

También quiero dar las gracias a Jane O'Keefe, siempre; a Floyd Lattin y Ward Mintz, por la amistad, las cenas, el cariño y las risas (casi siempre a mis expensas); a Marcelle Clements, Janet Froelich, Nancy Dallett y Richard Toon, Marcia Tucker, Adriana Mnuchin, Shay Youngblood, Arlene Goldstine, por su ayuda con mi primera novela y más cosas; a S. J. Rozan, que tuvo la gentileza de orientarme en el mundo del misterio; a David Storey y Jane Kent, por mantenerme en contacto con la realidad; a Susan Crile, Richard Shebairo, Caren y Dave Cross, Graham Leader y Ann Haagenson, Jan Heller Levi y Cristof Keller, Tom Bradford, Terry Braunstein, Mitchcll y Friederikc Penberg, Diane Keaton, Michael y Nena von Stumm, por estar ahí; a Gail Stavitsky, Jim Kempner, Dru Arstark, Cameron Shay, Jay Grimm, Pavel Zouboc, por apoyarme a mí y mi obra; a Judd Tully, amigo y bon vivant, siempre dispuesto a echar una mano y a salir de copas; a mi madre, Edith, una madre estupenda; a mi hermana, Roberts, una animadora de corazón; a mi cuñada, Kathy Rolland, y Charlie, de quien se puede decir lo mismo; a mi primo Glenn Brill por sus conocimientos y su ayuda con las ceras Crayola y más cosas; a Reiner Leist y mis compañeros de estudio David, Sally, Lisa, Theresa, Regina, que compran libros y siempre aparecen, y a la Elizabeth Foundation for the Arts, donde suelo pintar y a veces escribir.

Quiero agradecer especialmente a mi amiga Janice Deaner su generosidad y ayuda con este libro.

Gracias de nuevo a la Corporation of Yaddo, que durante muchos años me ha proporcionado un magnífico segundo hogar donde inspirarme y a todo el equipo de Yaddo, entre ellos Candace Wait, que comprende que un quejica de Nueva York tiene que estar cómodo; a Peter Gould y todo el personal de Yaddo, que dan mucho y con gran generosidad; a Lynn Farenell y toda su oficina, y a Elaina Richardson por su dedicación a Yaddo, su amistad, su entusiasmo, su sentido del humor y sus sugerencias.

Un beso muy fuerte para mi hija Doria, preciosa e inteligente, que me ayudó a concebir este libro (si tienen cualquier queja, diríjanse a ella, por favor).

Y finalmente a mi esposa Joy, por su lectura, sus correcciones, sus comentarios, su apoyo, su inteligencia y su amor.

PRÓLOGO

Las manos le sudan dentro de los finos guantes de algodón blanco de manipulador de arte. Tiene las axilas húmedas, las piernas doloridas, los pies entumecidos. En los hondos bolsillos de su mono de trabajo hay un pañuelo nuevo, cinta adhesiva plateada, un pincel blanco, un botecito de hidrato de cloral, tres cuchillos y dos rollos de lienzo imprimado.

Se baja un poco el guante y mira los números verdes del Timex iluminado y manchado de pintura: las 4.38. ¿Dónde se habrá metido la chica?

Creía conocer sus hábitos al dedillo. Llevaba observándola una semana. Las tres últimas noches dejó de hacer la calle a las tres, se reunió con su chulo (alto, delgado, con rizos rastafaris hasta la cintura) en la esquina oeste de Zerega y la calle Ciento cuarenta y siete, una zona que le gustaría olvidar pero no puede.

Cierra los ojos, tararea la cancioncilla que empieza a sonar en su cerebro de jukebox: Like a Virgin. Una canción que a ella le gustaba poner una y otra vez. Incluso recuerda la portada de la casete, la cantante disfrazada como una novia puta.

Sacude la cabeza a destiempo, no al ritmo de la música, intentando apartar la melodía junto con las imágenes, que ahora se suceden al sencillo compás de cuatro por cuatro, así como todos los sonidos: crujido de muelles, gemidos acompañados de falsos halagos («Sí. Así. Dámelo todo. Cariño, eres el mejor. La tienes enorme»). Y el olor a sudor y cerveza y a sexo y tristeza.

El ruido de una llave en la cerradura.

Las imágenes se desvanecen, la música cesa, la adrenalina fluye.

Apenas puede mantenerse en pie.

«Espera. Escucha atentamente.» La oscuridad del armario se suma a su congoja. Nada. Negrura absoluta. Ausencia de color.

Pero puede esperar. Pronto habrá color de sobra.

Pasos. Un taconeo en el suelo de madera.

Cambia el peso de pie y un vestido o una blusa le roza la cara, tela fina acariciándole la mejilla, perfume, un olor floral, barato, parecido al de ella.

Una percha choca contra otra, un chasquido imperceptible.

Los pasos se detienen.

¿Le habrá oído?

Sujeta con la mano las perchas ruidosas, todo el cuerpo en tensión.

No, ya se oye de nuevo el taconeo. Ella debe de creer que han sido imaginaciones, o está demasiado cansada y no le importa. Ha hecho demasiadas mamadas para que le importe nada.

Se la imagina contando los billetes, calculando lo que le quedará una vez que el chulo rastafari se embolse su parte, equivocándose en las cuentas porque es muy estúpida.

Sí. Ya está harto de ella.

Abre la puerta del armario y la ve, pero sólo un instante. Los rasgos de ella se confunden, se transforman en aquel rostro familiar cuando él se abalanza.

No la oye gritar, pero sabe que tiene que taparle la boca con la mano mientras la derriba. La retiene dejándola sin aliento el tiempo justo para sacar la cinta, cortar un trozo y amordazarla.

Un recuerdo en el fondo de su mente: la boca tapada, apenas capaz de respirar.

Los forcejeos de la mujer le devuelven al presente. Le agarra los brazos para retorcérselos a la espalda. Le enrolla más cinta en torno a las muñecas una y otra vez hasta que ella sólo puede mover las piernas, que patalean sin ton ni son como realizando un absurdo ejercicio aeróbico.

No le cuesta mucho inmovilizárselas y atarle también los tobillos.

Ella se sigue debatiendo. Su cuerpo en el suelo da patéticas sacudidas. No hay nada que hacer, hasta ella lo sabe. Se le nota en los ojos, que le miran suplicantes. ¿De qué color son? ¿Azules? ¿Verdes? Un color claro.

Él mira en torno a la habitación, los muebles baratos, el sillón de cuero falso. ¿Marrón? ¿Gris? Entrecierra los ojos, parpadea, tiende la mano y apaga la lámpara de la mesilla de noche.

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